– Sí…
No lo decía muy convencida.
– No la han devuelto como al resto de los niños, o por lo menos no se la han devuelto al padre, pero ¿habéis comprobado…?
Las miradas se encontraron.
– El cementerio -dijo él en voz baja, casi susurrando-. Puede habérsela devuelto a su madre.
– Sí. ¡No!
Inger Johanne se tapó las manos con las mangas; tenía frío.
– ¡Hace ya casi cuatro semanas que desapareció! -exclamó-. ¡Alguien lo habría descubierto! En este período tiene que haber pasado mucha gente por el cementerio de Asker.
– Ni siquiera estoy seguro de que sea allí donde está enterrada Grete Harborg -dijo él con la respiración entrecortada-. Joder. ¿Por qué no hemos pensado en eso?
Yngvar se levantó de repente y apuntó con un gesto interrogativo en dirección al despacho de Inger Johanne.
– Llama, llama -dijo ella-. Pero quizás ahora sea un poco tarde para averiguar esto, ¿no?
– Demasiado tarde -dijo él cerrando la puerta a sus espaldas.
Se habían sentado en la terraza. Así lo había querido él. Pasaba de la medianoche y los vecinos por fin habían mandado a sus hijos a la cama. Se percibía un leve olor a carne asada a la parrilla proveniente del este. La dirección del viento resultaba cómoda, el ruido de los coches en la autopista era un rumor lejano. Sobre las once, Inger Johanne le había ofrecido un saco de dormir cuando fue a buscar un edredón para sí. Él había dicho que no, pero al final había accedido a taparse los hombros con una mantita. Estaba claro que tenía frío: movía los muslos regularmente y, de vez en cuando, se echaba el aliento en las manos para calentárselas.
– Una historia fascinante -comentó él comprobando por cuarta vez que tenía el móvil encendido-. Les he pedido que llamen a este número, para que no… -Señaló hacia el interior de la casa, donde Kristiane dormía profundamente.
Inger Johanne le había hablado de Aksel Seier. En realidad estaba sorprendida de no habérselo contado antes. En menos de una semana, Yngvar y ella habían pasado juntos un día, una larga velada y una noche en vela. Varias veces había estado a punto de contarle la historia, pero algo se lo había impedido, quizá su reticencia a mezclar sus diferentes intereses laborales. Yngvar aún llevaba su camiseta. La había estado escuchando con interés, y sus preguntas, breves y escasas, siempre eran pertinentes, tenían profundidad. Ella habría debido contárselo antes. Por alguna razón había evitado hablar de Asbjørn Revheim y Anders Mohaug, ni había mencionado siquiera su excursión a Lillestrøm. Era como si primero quisiera pensarlo hasta el final.
– ¿Crees que…? -dijo pensativa-. ¿Crees que la fiscalía noruega a veces cae en…?
Casi daba la impresión de que no se atrevía a pronunciar la palabra.
– ¿En la corrupción? -la ayudó él-. No. Si con eso te refieres a la posibilidad de que la fiscalía aceptara dinero a cambio de contribuir a que un caso acabe de determinada manera, creo que está casi descartada.
– Eso me tranquiliza mucho -dijo ella secamente.
Sobre una pequeña mesa entre ellos había un termo de té con miel. La tapa silbaba de un modo irritante, y ella intentó cerrarla bien.
– Pero hay muchas formas de debilidad humana -dijo él aferrándose a la taza para calentarse-. La corrupción resulta casi impensable en este país, por muchos motivos. En primer lugar, es algo ajeno a nuestra tradición. Quizá suene extraño, pero la corrupción presupone en realidad una especie de tradición nacional. En muchos países africanos, por ejemplo…
– ¡Cuidado con lo que dices!
Los dos se rieron.
– Hemos visto ejemplos de corrupción a muy alto nivel en Europa estos últimos años -le recordó Inger Johanne-. Bélgica. ¡Francia! No queda tan lejos, no tienes por qué irte a África.
– Tienes razón -admitió Yngvar-. Pero estamos en un país muy pequeño, muy transparente. El problema no es la corrupción.
– ¿Cuál es entonces el problema?
– La incompetencia y el prestigio.
– Vaya.
Ella se dio por vencida con el termo, que seguía emitiendo un ruido bajo y siseante. Yngvar abrió la tapa del todo y vertió lo que quedaba del té en su taza. Luego dejó la tapa a un lado y preguntó:
– ¿Adónde quieres llegar?
– Yo… ¿Es posible que Aksel Seier, en su momento, fuera condenado a pesar de que había alguien en el sistema que de hecho sabía que era inocente?
– Fue juzgado por un tribunal -dijo Yngvar-. Un tribunal está formado por diez personas. Me cuesta mucho creer que diez personas se hayan puesto de acuerdo para hacer algo tan ruin sin que nunca haya salido a la luz en todos estos años.
– Sí, pero las pruebas fueron presentadas por la fiscalía.
– Por supuesto. ¿Quieres decir que…?
– En realidad no quiero decir nada. Te pregunto si crees que es posible que la policía y el fiscal en 1956 se aliaran para conseguir que condenaran a Aksel Seier por un crimen que sabían que no había cometido.
– ¿Sabes quién era el fiscal del caso?
– Astor Kongsbakken.
Yngvar se apartó la taza de la boca y se echó a reír.
– A juzgar por los recortes de periódico, estaba profundamente implicado en el caso, por decirlo con suavidad -continuó Inger Johanne.
– ¡Me lo imagino! Soy demasiado joven para…
Ahora Yngvar sonrió de oreja a oreja y la miró directamente a la cara. Ella fijó la vista en una mancha de té en el edredón y se arrebujó en él.
– Soy demasiado joven para haberlo conocido en los tribunales -prosiguió él-. Pero era legendario. Digamos que era el equivalente en la fiscalía de Alf Nordhus. Comprometido y muy eficiente. A diferencia de algunos de los grandes abogados defensores, Kongsbakken sabía cuándo capitular. No recuerdo muy bien qué fue de él.
– Debe de haber muerto hace mucho -aventuró ella.
– Sí, o está muerto o es más viejo que Matusalén. Y creo que te puedo asegurar una cosa: el fiscal del Estado Kongsbakken nunca habría contribuido a condenar a un inocente.
– Pero en 1965… Cuando soltaron sin más a Aksel y nada…
En el teléfono móvil empezó a sonar una versión digital de Para Elisa. Yngvar se lo llevó al oído. La conversación apenas duró un minuto, y él no pronunció más que tres palabras: sí, no y gracias.
– Nada -dijo en voz alta y colgó el teléfono-. Grete Harborg está enterrada en Østre Gravlund, aquí en Oslo, junto a sus abuelos. Tres patrullas de la policía de Oslo han peinado la zona que rodea la tumba. Nada. Ni paquetes misteriosos ni notas. Seguirán buscando mañana, cuando amanezca, pero están bastante seguros de que no hay nada.
– Gracias a Dios -susurró Inger Johanne, que sentía una especie de alivio físico-. Gracias a Dios. Pero…
Él la miró. En la oscuridad de la noche sus ojos parecían oscuros, casi negros. Debería haberse afeitado. La manta se le había caído de los hombros y, cuando él se dio la vuelta para recogerla, ella vio su propio nombre escrito sobre sus anchas espaldas. Tragó saliva y no quiso mirar el reloj.
– Eso significa que seguimos sin poder estar completamente seguros de que Emilie haya sido secuestrada por la misma persona que asesinó a los otros niños -dijo-. Puede haber sido otra persona.
– Sí -asintió él-. Pero no lo creo. Tú tampoco lo crees. Roguémosle a Dios que no sea así.
La intensidad de la última expresión la sorprendió.
– ¿Por qué…? ¿Qué quieres decir?
– Emilie está viva, puede estar viva. Si la ha secuestrado nuestro hombre, cabe suponer que tiene algún motivo para mantenerla con vida. Por eso espero que sea él. Sólo tenemos que…
– … encontrarlo.
– Me tengo que ir -anunció Yngvar.