Había también un hermano, el hijo mayor de Astor y Unni. Inger Johanne se escupió en el dedo y pasó páginas hasta encontrar la información sobre él en el libro. Geir Kongsbakken era abogado y tenía una pequeña oficina en Øvre Slottsgate. El autor de la biografía sólo le había dedicado cinco líneas. Inger Johanne decidió llamarlo. Si él no tenía información valiosa que proporcionarle, quizás al menos podría conseguir que su padre le concediera una segunda conversación. En todo caso valía la pena intentarlo.
Inger Johanne llamó a la secretaria, que le dio hora para el martes 6 de junio a las diez de la mañana. Cuando la señora preguntó el motivo de su consulta, Inger Johanne vaciló un momento antes de responder.
– Se trata de un caso criminal. No creo que lleve mucho tiempo.
– Mañana, entonces -confirmó la amable voz de la mujer-. Le reservo media hora. ¡Que tenga un buen día!
53
Karsten Åsli contuvo la respiración. A través de las ventanas dobles oía que el coche cambiaba de marcha, de segunda a primera, en el momento en que superaba el último repecho antes de la verja.
Karsten Åsli llevaba sólo un año viviendo en Snaubu. La granja le había costado muy poco dinero, pero la ley lo obligaba a habitarla si la había comprado, pese a que era del todo imposible vivir de los campos y los terrenos de bosque que le pertenecían. Pero para él era un sitio perfecto. Había dedicado los primeros meses a ampliar y reformar el sótano, que se usaba como despensa donde se guardaban patatas. Como estaba en la parte baja de la casa, donde había una pendiente muy pronunciada, no fue difícil crear una habitación bastante espaciosa que además quedaba por debajo del otro sótano. Karsten estaba orgulloso de lo que había conseguido. Nunca nadie le preguntaba qué pensaba hacer con todo lo que compraba; cemento y hormigón, madera y herramientas, cañerías y cable. La casa estaba muy vieja. Cambió las tablas de dos de las paredes exteriores de la casa y empezó a poner los cimientos para un garaje, por si venía alguien. La granja Snaubu estaba algo retirada, a quince minutos del pueblo. Allí gozaba de total libertad y privacidad, como a él le gustaba. Nadie venía a Snaubu.
Hasta que ese Volvo azul marino aparcó delante de la casa. Karsten Åsli se quedó de pie en la cocina. No retrocedió, no intentó esconderse. Simplemente se quedó quieto observando el coche. La portezuela se abrió, y salió un hombre que parecía algo rígido, incómodo. Primero se frotó la cara vigorosamente, después intentó enderezar la espalda, pero hizo una mueca de dolor, como si llevara todo el día conduciendo. La matrícula era de Oslo, que estaba sólo a dos horas de distancia. El hombre miró en torno a sí. Karsten Åsli seguía sin moverse. Cuando resultó evidente que el hombre lo había visto a través del cristal -había levantado la mano en un saludo vacilante-, Karsten Åsli salió al pasillo. Descolgó un jersey rojo de una percha y se lo puso. Después abrió la puerta de la calle.
– Hola -dijo.
– ¡Hola!
El desconocido caminaba hacia él con la mano extendida. Era un tipo corpulento. Gordo, pensó Karsten Åsli. Cansado y gordo.
– Yngvar Stubø -se presentó el hombre.
– Karsten -respondió Karsten Åsli pensando en el hormigón que le había sobrado de los cimientos del sótano.
Las herramientas. Nunca venía nadie de visita, excepto este hombre.
– Un sitio magnífico -comentó el desconocido mirando en derredor-. Unas vistas estupendas. ¿Lleva tiempo viviendo aquí?
– Un tiempo.
– Tiene que cambiar sus datos de empadronamiento. Ha sido muy difícil encontrarle. ¿Puedo pasar?
Dentro no había nada. Karsten Åsli repasó en su mente todas las habitaciones. Nada. Ni ropa de niños, ni juguetes, ni coches, ni recortes de periódico. Orden. Pulcritud. Limpieza.
– Está bien.
Karsten entró primero. Oía los pasos del desconocido a sus espaldas, pasos pesados y cansados. El hombre estaba agotado. Karsten, en cambio, estaba en forma y era joven.
– Vaya -exclamó Stubø -. ¡Desde luego lo mantiene todo bien ordenado!
A Karsten Åsli no le gustaban los ojos del hombre, que se fijaban en cada detalle. Era como si el tipo tuviera una cámara en la cabeza y lo estuviera fotografiando todo: el sofá, el aparato de televisión, la foto de las vacaciones en Grecia con Ellen antes de que todo se torciera.
– ¿Qué es lo que desea?
– Soy policía.
Karsten Åsli se encogió de hombros y se sentó en una silla. El policía seguía dando vueltas por la habitación, escrutándolo todo.
No iba a encontrar nada, no había nada que encontrar.
– ¿Y en qué puedo ayudarle? ¿Quiere una taza de café o alguna otra cosa?
El hombre le estaba dando la espalda. Quizás estuviera contemplando el paisaje, quizás estuviera pensando.
– No, gracias. Supongo que se preguntará por qué he venido.
Karsten Åsli no se preguntaba nada, ya lo sabía.
– Así es -dijo-. ¿Por qué ha venido?
– Se trata del secuestro de esos niños.
– ¿Sí?
– Un caso horrible -dijo el policía, volviéndose de pronto, y sus ojos-cámara dispararon contra Karsten.
– Estoy de acuerdo -dijo, asintiendo con la cabeza-. Totalmente horroroso.
Le sostuvo la mirada, respirando con tranquilidad. Karsten había contado con que esto podía ocurrir. Lo había previsto. No era una situación peligrosa, para nada. Además el policía era mayor que él, viejo, estaba en mala condición física.
– Estamos llevando a cabo una investigación muy meticulosa, y cada nuevo dato abre nuevos frentes que hay que investigar. Ahí es donde entra usted. -El policía sonreía demasiado, sonreía todo el rato-. Dos de los parientes de los niños aseguran haberle conocido.
Dos. ¡Dos!
Karsten Åsli negó ligeramente con la cabeza.
– Para ser sincero, no he seguido el caso con mucha atención -dijo-. Claro que es imposible no enterarse de lo fundamental, pero… ¿Quién dice que me conoce?
– Turid Sande Oksøy.
Turid nunca habría contado nada. Nunca. Ni siquiera ahora. Karsten observó a Stubø. El ojo izquierdo del policía estaba a punto de parpadear, pero el hombre se contuvo. Ese movimiento forzado delataba su mentira.
Karsten volvió a negar con la cabeza.
– Estoy prácticamente seguro de que no conozco a nadie con ese nombre -declaró. Se llevó la mano a la sien sin apartar la vista de Stubø -. Bueno… -Hizo chasquear los dedos de la mano derecha-. Bueno, he oído hablar de ella en la tele. Como ya le he dicho, no he seguido muy de cerca los casos. A mi juicio los medios se están pasando un poco, pero… Sí. Es la madre del… De aquel niño. El mayor de todos. ¿Me equivoco?
– No.
– Pero no la conozco. ¿Por qué iba a decir algo así?
– Lena Baardsen. -El policía seguía mirándolo fijamente. Ahora el ojo izquierdo estaba tranquilo, estático.
– Lena Baardsen -repitió Karsten Åsli lentamente-. Lena. Tuve una vez una novia que se llamaba Lena. ¿Se apellidaba ella Baardsen? La verdad es que no me acuerdo.
Sonrió al policía, pero Stubø ya no le devolvió la sonrisa.
– De eso hace ya… diez años. ¡Por lo menos! También he conocido a dos o tres chicas que se llaman Lene. Con E. Una de mis compañeras en el aserradero se llama Line. Pero supongo que esto no viene mucho a cuento.
– No.
El policía por fin se sentó en el sofá. Enseguida dio la impresión de ser más pequeño.