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La niña se volvió, sin prisa, y vio que su gobernanta y las sirvientas se retiraban con discreción. La reina de Castilla les había indicado que deseaba estar a solas con su hija.

Lentamente, y con toda la dignidad que podía desplegar una criatura de cuatro años, Isabel se acercó a la reina y se inclinó hasta el piso en una graciosa reverencia. En la corte la etiqueta era rígida, incluso dentro del círculo familiar.

-Mi querida hija -murmuró la reina y, al levantarse la niña, la abrazó con efusión. La pequeña, aplastada contra el corpiño recamado de pedrería, soportó su incomodidad, pero sintió que el miedo se hacía más intenso. Esto, pensó, es algo realmente terrible.

Finalmente, la reina aflojó el violento abrazo con que retenía a la niñita y la separó de sí, sin soltarla. La observó con atención, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Las lágrimas eran un signo alarmante, casi tan alarmante como los ataques de risa.

-Tan pequeña, sólo cuatro años, mi querida Isabel, y Alfonso no es más que un niño aún en la cuna.

-Alteza, es muy inteligente. Debe ser el niñito más inteligente de toda Castilla.

-Pues lo necesitará. ¡Pobres... pobres hijos míos! ¿Qué será de nosotros? Enrique ya buscará manera de librarse de nosotros.

¿Enrique?, se preguntó Isabel. ¡El bondadoso, el jovial Enrique, que siempre tenía dulces para ofrecer a su hermanita, y que la levantaba en brazos y la hacía cabalgar sobre sus hombros, diciéndole que algún día sería una mujer muy bonita! ¿Por qué habría de querer Enrique librarse de ellos?

-Voy a decirte una cosa -prosiguió la reina-. Estaremos preparados... No debes sorprenderte si te digo que hemos de partir sin demora. Y será pronto. Ya no puede tardar mucho.

Isabel esperó, temiendo hacer otra de esas preguntas que podían valerle una reprimenda. La experiencia le enseñaba que si esperaba y atendía, muchas veces podía descubrir tanto como haciendo preguntas, y en ocasiones más.

-Es posible que tengamos que partir de un momento a otro... ¡de un momento a otro!

La reina empezó a reírse, pero seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Silenciosamente, Isabel rogó a los santos que no se riera tanto que no pudiera detenerse.

Pero no, no iba a haber otra de esas escenas terroríficas. La reina dejó de reírse y se llevó un dedo a los labios.

-Mantente alerta -le dijo-. Seremos más astutas que él -acercó el rostro al de la pequeña-. Él jamás tendrá un hijo -continuó-. Nunca... ¡jamás! -de nuevo, estaba próxima a esa risa aterradora-. Es por la vida que ha llevado. Esa es su recompensa, y bien que se la merecía. Pero no importa, ya nos llegará el turno. Mi Alfonso subirá al trono de Castilla... y si por algún azar él no llegara a la edad viril, siempre está mi Isabel. ¿No es verdad, eh? ¿No es verdad?

-Sí, Alteza -murmuró la pequeña.

Su madre le tomó entre el pulgar y el índice la mejilla regor-deta, y se la pellizcó con tanta fuerza que a la niña se le hizo difícil impedir que las lágrimas acudieran a esos ojos azules. Pero ella sabía que la intención era la de un gesto de afecto,

-Mantente alerta -insistió la reina.

-Sí, Alteza.

-Ahora debo volver con él -anunció su madre-. ¿Cómo puede una saber qué es lo que se trama a sus espaldas, eh? ¿Cómo se puede?

-Verdaderamente, Alteza -respondió, obediente, Isabel.

-Pero tú estarás preparada, Isabel mía.

-Sí, Alteza, lo estaré.

Otro abrazo, tan vehemente que era difícil no dejar escapar un grito de protesta.

-No tardará mucho -dijo la reina-. Ya no puede tardar mucho. Mantente preparada y no te olvides.

Isabel hizo un gesto de asentimiento, pero su madre volvió a la tan repetida frase:

-Un día, tú puedes ser reina de Castilla.

-Lo recordaré, Alteza.

De pronto, la reina pareció calmarse. Se dispuso a partir y una vez más su hijita la saludó con una reverencia.

Isabel tenía la esperanza de que su madre no entrara en la habitación donde el pequeño Alfonso dormía en su cuna. La última vez que su madre lo había abrazado con aquella vehemencia, su hermanito había gritado. Pobre Alfonso, cómo se podía esperar que supiera que jamás debía protestar, que nunca debía hacer preguntas, sino limitarse a escuchar; pronto tendría edad suficiente para que le dijeran que algún día podría ser rey de Castilla, pero por ahora no era más que un niño.

Cuando se quedó sola, la pequeña Isabel aprovechó la oportunidad para colarse en el cuarto donde estaba su hermanito, en la cuna. Era obvio que el niño no percibía la tensión imperante en el palacio, pataleaba alegremente y gorjeó de placer al ver aparecer a su hermana.

-Alfonso, hermanito -murmuró Isabel.

El niño se rió, mirando a su hermana, y pataleó con más fuerzas.

-¿Tú no sabes, verdad, que algún día podrías ser rey de Castilla?

Furtivamente, Isabel se inclinó sobre la cuna para besar a su hermano. Con cautela, miró a su alrededor. Nadie había advertido su pequeña debilidad, y la niña se excusó ante sí misma por haber traicionado su emoción. Alfonso era un niño muy bonito, y ella lo quería muchísimo.

La reina de Castilla estaba arrodillada junto al lecho de su marido.

-¿Qué hora es? -preguntó él, y mientras su mujer se apartaba las manos de la cara, prosiguió-: Pero, ¿qué importa la hora? La mía ha llegado ya, y es ahora el momento de las despedidas.

-¡No! -clamó la reina, y el enfermo advirtió la creciente nota de histeria en su voz-. La hora no ha llegado todavía.

El rey volvió a hablar suavemente, compasivo...

-Isabel, reina mía, no debemos engañarnos. ¿De qué nos serviría? En breve habrá nuevo rey en Castilla, y vuestro marido, Juan II, empezará a convertirse en un recuerdo... y no muy feliz para Castilla, me temo.

Ella había empezado a dar golpecitos sobre la cama con el puño contraído.

-No debéis morir aún, todavía no. ¿Qué será de los niños?

-Los niños, sí -asintió el rey-. No os excitéis, Isabel. Yo me ocuparé de que se cuide de ellos.

-Alfonso... -murmuró la reina- todavía está en la cuna. Isabel... ¡acaba de cumplir los cuatro años!

-Tengo puestas grandes esperanzas en nuestra enérgica Isabel -declaró el rey-. Y también está Enrique, que será un buen hermano para ellos.

-¿Como el buen hijo que ha sido para su padre? -preguntó ásperamente la reina.

-No es este el momento de las recriminaciones, esposa mía. Bien puede ser que hubiera desaciertos por ambas partes.

-Sois... sois blando con él... muy blando.

-Soy un hombre débil y estoy en mi lecho de muerte; lo sabéis tan bien como yo.

-Siempre fuisteis blando con él... como con todos. Aun cuando os encontrabais bien, os dejasteis gobernar.

El rey levantó débilmente la mano, pidiendo silencio, y prosiguió:

-Creo que el pueblo está satisfecho. Creo que está deseando feliz despedida a Juan II y dando la bienvenida a Enrique IV, en la esperanza de que sea mejor rey de lo que fue su padre. Pues bien, esposa mía, en eso es posible que tengan razón, porque mucho y muy lejos tendrían que buscar para hallar uno peor.

Empezó a toser, y los ojos de la reina se dilataron de espanto, aunque hizo un esfuerzo por dominarse.

-Descansad -clamó-. Por todos los santos, descansad.

Su temor era que el rey se muriera antes de que ella hubiera hecho sus planes. Isabel desconfiaba de su hijastro Enrique. Parecía de buena disposición, una especie de réplica de su padre menos intelectual y más voluptuoso, pero se dejaría manejar por los favoritos, que no tolerarían fácilmente que hubiera rivales al

trono y le insistirían sobre el hecho de que, si Enrique no satisfacía a sus súbditos, ellos se congregarían en torno de los pequeños Alfonso e Isabel. Es decir que había que estar alerta.