Alfonso se veía muy apuesto con su traje de ceremonia, pensó Isabel. Y también tenía aspecto solemne, como si supiera que en esa ocasión mucha gente estaría mirándolo. A Isabel le parecía que Alfonso era, entre los presentes, una de las personas más importantes, tal vez más importante que la recién nacida, y ella sabía por qué. La infanta no podía dejar de oír la aguda voz de su madre repitiendo que si el pueblo decidía que estaba ya harto de Enrique -e volverían hacia Alfonso.
A Isabel también le cabía un importante papel en el bautizo. Con los demás padrinos de la criatura, entre los cuales se contaba, se quedó de pie junto a la pila. Los otos eran Armignac, el francés, el elegante Juan Pacheco, marqués de Villena, y su mu-
jer. Quien llamaba la atención de la infanta era el marqués. Con su costumbre de escuchar disimuladamente siempre que le era posible, había oído mencionar su nombre con frecuencia y eran muchas las cosas que sabía de él.
Evocó fragmentos de conversaciones.
-Es el brazo derecho del rey.
-Es el ojo derecho del rey.
-Enrique no da un paso sin consultarlo con el marqués de Vi-llena.
-Ah, pero... ¿no habéis oído decir que últimamente... ha habido algún cambio?
-No puede ser...
-Pues es lo que dicen. Claro, será una broma.
Era todo tan interesante. Mucho más interesante aquí, en la corte, porque se podía ver realmente a la gente que tan gran papel había tenido en los rumores que Isabel escuchaba en Arévalo.
En ese momento el marqués sonreía, pero la infanta tenía la sensación de que su máscara era la más engañosa de todas. De alguna manera percibía el poder de ese hombre y se preguntaba cómo sería cuando se enojaba. Debía ser formidable, de eso estaba segura.
Las densas cejas oscuras de Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, se unieron en un ceñudo gesto de concentración mientras el prelado celebraba la ceremonia bautismal y bendecía a la niña que le presentaba, bajo palio, el conde Alba de Liste.
Había alguien más a quien Isabel no pudo dejar de observar. Un hombre alto, de quien bien podría decirse que era el más apuesto de los presentes; su atuendo era magnífico, más que el de ningún otro; parecía que sus joyas brillaran más... tal vez porque eran tantas. Tenía el pelo tan negro que hasta mostraba un reflejo azulado, los ojos grandes y oscuros, pero la piel blanca y fina le hacía parecer muy joven.
Estaba de pie junto a Enrique y lo hacía especialmente notable el hecho de ser casi tan alto como el rey; si uno no supiera, pensaba Isabel, quién es el verdadero rey y le pidieran que lo descubriera entre todos los presentes, uno elegiría a Beltrán de la Cueva, a quien recientemente habían dado el título de conde de Ledesma.
El conde era otra de las personas sobre quienes se concentraba la atención; mientras él miraba a la niña ofrecida bajo el palio, mucha gente lo miraba a su vez.
Por más que no estuviera acostumbrada a esa clase de ceremonias, Isabel no daba muestras de la emoción que la embargaba, pues si bien parecía que el interés se centraba sobre los tres personajes principales -el rey, la reina y el nuevo conde de Ledes-ma-, también Alfonso e Isabel despertaban la atención.
Fueron muchos los que ese día pensaron que, si los rumores que empezaban a difundirse por la corte eran ciertos -y al parecer había razones para pensar que lo eran- esos dos niños podían tener una importancia tremenda. También era visible la ansiedad del infante, tan apuesto, por hacer lo que se esperaba de él, y no pasó en modo alguno inadvertida la decorosa dignidad con que la niña -alta para sus once años- graciosamente enmarcado el rostro plácido por su abundante cabellera, con el matiz rojizo heredado de sus antepasados Plantagenet, cumplió su papel junto a los demás padrinos.
En una pequeña antecámara adyacente a la capilla, el arzobispo de Toledo, mientras se despojaba de sus ropajes ceremoniales, se enfrascó profundamente en una conversación con su sobrino, el marqués de Villena.
-Es una situación imposible -gritaba casi el arzobispo, hombre vehemente para quien habría sido más adecuada la carrera militar que la eclesiástica-. Jamás en mi vida me imaginé que llegaría a ver nada tan fantástico, tan farsesco. Ese hombre... allí presente, mirando...
Astuto hombre de Estado, Villena tenía sobre sus sentimientos mejor dominio que su tío. Levantó una mano, señalando hacia la puerta.
-Vamos, sobrino -insistió el arzobispo-, si toda la corte habla de eso, se mofa y se pregunta durante cuánto tiempo soportarán tal situación quienes desean ver que se haga justicia.
Villena se sentó en una de las banquetas tapizadas, contemplando las puntas de sus zapatos con amargura.
-La reina es una mujerzuela -afirmó-; la niña es bastarda y el rey un tonto. Y al pueblo no se lo podrá mantener durante mu-
cho tiempo ignorante de la situación. Tal vez ya antes haya habido reinas frívolas que consiguieron imponer sus bastardos a un rey estúpido, pero lo que me parece imposible soportar son los favores concedidos a ese hombre. ¡Conde de Ledesma! Es demasiado.
-Enrique le presta continua atención. ¿Por qué, en nombre de Dios y todos sus santos, se conduce con semejante torpeza?
-Tal vez, tío, porque está agradecido a Beltrán.
-¡Agradecido al amante de su mujer, al padre de la criatura que ha de ser impuesta al país como si fuera hija de él!
-Agradecido, sin duda -insistió Villena-. Sospecho que a nuestro rey no le hace feliz admitir para sus adentros que es incapaz de engendrar un hijo, Beltrán es muy obsequioso: servicial con el rey en todo sentido... llega incluso a proporcionar a la reina el bastardo que la pareja real necesita para instalarlo en el trono. Bien sabemos que Enrique no puede tener hijos; ninguna de sus queridas los ha tenido. Después de doce años, se divorció de Blanca alegando impotencia respectiva y hace ocho años que está casado con Juana. Es sorprendente que Beltrán y su amante hayan tardado tanto.
-No debemos permitir que esa criatura sea impuesta al reino.
-Debemos andar con cuidado, tío. Tenemos tiempo de sobra, si el rey continúa acumulando honores sobre Beltrán de la Cueva, se irá apartando cada vez más de nosotros. Pues bien... nos apartaremos cada vez más de él.
-¿Y perderemos nuestro lugar en la corte, todo lo que tanto nos ha costado conseguir?
Villena sonrió.
-¿Os fijasteis en los niños, en la capilla? ¡Qué encantadora pa-rejita!
El arzobispo lo miró atentamente.
-Eso no resultaría -objetó-. Jamás podríamos coronar al pequeño Alfonso mientras Enrique viva.
-¿Por qué no... si el pueblo está tan disgustado con él y con la bastarda?
-¿Una guerra civil?
-Podría ser algo más simple. Pero ya os he dicho, tío, que no hay necesidad de actuar en forma inmediata. No perdáis de vista a esos dos... Alfonso e Isabel. Causaron inmejorable impresión a
cuantos los miraban, con esos modales tan delicados. Os aseguro que nuestra demente reina viuda se ha desempeñado como una educadora excelente; los niños tienen ya la dignidad que cabe esperar de herederos del trono. Estad seguro, además, de que su madre no pondría objeción a nuestros planes. Y ¿qué fue lo que mejor impresión os hizo, tío? ¿Fue lo mismo que me impresionó a mí? Que parezcan tan dóciles, los dos, tan... maleables.
-Sobrino, esas son palabras peligrosas.
-¡Por cierto que lo son! Por eso no debemos apresurarnos. Los rumores son buenos aliados. Ahora haré llamar a vuestro sirviente para que os ayude a vestiros. Prestad atención a lo que digáis en presencia de él.
Villena fue hasta la puerta, la abrió y llamó con un gesto a un paje.