Un día, sin embargo, vio a Isabel, la reina viuda de Castilla, que se paseaba por el parque y empezó a pensar en ella.
Seguía siendo una mujer atractiva; Girón había oído rumores sobre su desequilibrio y sabía que a veces era necesario recurrir a polvos y pociones calmantes para sacarla de sus ataques de histeria.
Su hermano el marqués se apartaba cada vez más riel rey y de la reina, o en otras palabras, se acercaba cada vez más al joven Alfonso y a Isabel. Era indudable que la reina viuda, evidentemente llena de ambiciones para sus hijos, aceptaría de buen grado la amistad del marqués de Villena.
Y si es mujer prudente, caviló don Pedro, estará ansiosa de estar en buenos términos con toda nuestra familia.
Con esa idea la observaba siempre que podía y empezó a sentirse cansado de los encantos de su última amante. Aunque ella era una hermosa muchacha, don Pedro se había empeñado en compartir el lecho de una reina.
Se paseaba por la corte sintiéndole un nuevo Beltrán de la Cueva.
Finalmente ya no pudo dominar su impaciencia y encontró una oportunidad de hablar a solas con la reina viuda.
Le había solicitado formalmente una entrevista en privado, que le fue concedida.
Mientras se vestía con el mayor cuidado, mientras exigía a sus ayudas de cámara comentarios halagüeños -que ellos le prodigaban servilmente, con total conciencia de que escatimarlos sería lo peor que podían hacer- <:o se le ocurrió siquiera que pudiera fracasar en sus proyectos referentes a la reina viuda.
La reina viuda estaba en compañía de su hija.
Aunque sabía que don Pedro Cirón vendría a visitarla, había enviado llamar a Isabel.
Cuando la infanta vio a su madre advirtió inmediatamente la contenida excitación que brillaba en sus ojos. Pero sin embargo, en ese brillo no había signos de locura. Algo la había hecho feliz y la niña ya sabía que lo que provocaba los ataques histéricos eran la depresión y la frustración.
-Ven aquí, hija mía !a saludó la reina viuda-. Te he hecho llamar porque es mi deseo que sepas lo que está sucediendo a nuestro alrededor.
-Sí, Alteza -respondió modestamente Isabel, que ahora sabía mucho más de lo que había sabido antes. Su constante compañera, Beatriz Fernández de Bobadilla, había demostrado estar muy al tanto de los asuntos de la corte, y desde que Beatriz se ha-
bía convertido formalmente en su dama de honor la vida estaba llena de interés y de intrigas para Isabel. Ahora no ignoraba el escándalo provocado por la reina Juana y por el nacimiento de la niña, de quien muchos empezaban ya a decir que no era la legítima heredera de Castilla.
-No creo que pase ya mucho tiempo sin que tu hermano sea proclamado sucesor del rey -prosiguió su madre-. En todas partes hay protestas. El pueblo no quiere aceptar como su futura reina a la hija de Beltrán de la Cueva.. Pues bien, mi querida Isabel, te he mandado llamar porque muy en breve espero una importante visita. No hice venir a Alfonso porque es muy joven aún y éste es un asunto que le toca demasiado de cerca. Tú estarás presente, aunque no visible, durante la entrevista. Te ocultarás detrás de esos cortinajes. Debes quedarte muy quieta, para que no se advierta tu presencia.
Isabel contuvo el aliento, asustada. ¿Sería una nueva versión de la locura? ¡Que su madre la obligara a escuchar furtivamente!
-Muy pronto -prosiguió la reina viuda- vendrá a visitarme el hermano del marqués de Villena. Viene en calidad de mensajero de su hermano y yo sé cuál es la razón de su venida. Quiere decirme que los partidarios de su hermano van a pedir que Alfonso sea reconocido como heredero de Enrique. Tú has de oír con qué calma acepto sus declaraciones. Te servirá de lección para el futuro, hija; cuando seas reina de Aragón tendrás que recibir toda clase de embajadores. Es posible que algunos te traigan noticias sorprendentes, pero nunca debes traicionar tu emoción. No importa que las noticias sean buenas o malas... tú debes aceptarlas como una reina, tal como me verás hacerlo.
-Alteza -comenzó Isabel-, ¿no podría permanecer en vuestra presencia? ¿Debo estar oculta?
-Mi querida niña, ¡te imaginas que el Gran Maestre de Cala-trava revelará su misión en tu presencia! Vamos... obedéceme inmediatamente. Ven, que esto te ocultará por completo. Quédate perfectamente inmóvil y escucha lo que él tenga que decir. Y sobre todo, observa cómo recibo yo la noticia.
Con la sensación de verse obligada a jugar un juego disparatado, en desacuerdo con su dignidad que se había acrecentado desde su llegada a la corte, Isabel se dejó conducir detrás de los cortinajes.
Minutos después, don Pedro era introducido en las habitaciones de la reina viuda.
-Alteza -saludó, arrodillándose-, me hacéis un honor al recibirme.
-Para mí es un placer -fue la respuesta.
-Tenía la sensación, Alteza, de que no os ofendería al acercarme así a vos.
-Claro que no, don Pedro. Estoy dispuesta a oír vuestra proposición.
-Alteza, ¿me autorizáis a sentarme?
-Ciertamente.
Isabel oyó el roce de las patas de las sillas, mientras ambos se sentaban.
-Alteza.
-Os escucho, don Pedro.
-Hace mucho tiempo que me he fijado en vos. En las felices ocasiones en que he presenciado alguna ceremonia donde Vuestra Alteza estaba presente, no he tenido ojos más que para vos.
En la habitación se produjo un silencio extraño, que Isabel no dejó de percibir.
-Confío, Alteza, en no haber pasado del todo inadvertido para vos.
-No podría pasar inadvertido el hermano de un personaje como el marqués de Villena -respondió la reina, con voz que revelaba su perplejidad.
-Ah, mi hermano. Quisiera haceros saber, Alteza, que los intereses de él son los míos. Somos uno los dos, en nuestro deseo de ver en paz el reino.
-Es lo que yo imaginaba, don Pedro -la voz de la reina traducía su alivio.
-¿Os sorprendería, Alteza, que os dijera que ocasiones ha habido en que mi hermano, el marqués, me ha confiado sus proyectos y ha escuchado mi consejo?
-En modo alguno. Sois el Gran Maestre de una orden sagrada, y sin duda debéis ser capaz de aconsejar... espiritualmente... a vuestro hermano.
-Alteza, hay una causa por la que yo trabajaría... en cuerpo y alma... porque vuestro hijo, el infante Alfonso, sea aceptado como heredero del trono de Castilla. Quisiera ver a la pequeña
bastarda, que ahora pasa por heredera, denunciada como lo que es. No pasará mucho tiempo sin que esto suceda, si...
-¿Si qué, don Pedro?
-Ya he hablado a Vuestra Alteza de la influencia que tengo ante mi hermano, y bien conocéis vos el poder que él tiene en el país. Si vos y yo fuéramos amigos, no hay nada que yo no hiciera... no solamente hacer proclamar heredero al niño, sino... pero esto ha de decirse en un susurro. Venid, dulce señora, permitid que os lo diga al oído... sino deponer a Enrique en favor de vuestro hijo Alfonso.
-¡Don Pedro!
-Si fuéramos amigos, dije, queridísima señora.
-No os entiendo. Vuestro hablar es enigmático.
-Oh, no sois tan ciega como queréis hacerme creer. Todavía sois una hermosa mujer, señora. Vamos... vamos... sé que vivisteis muy piadosamente en ese mortífero lugar, Arévalo... pero ahora estáis en la corte. No sois vieja... ni lo soy yo. Y creo que cada uno podría aportar gran placer a la vida del otro.
-Me parece, don Pedro -interrumpió la reina viuda-, que debéis estar padeciendo un pasajero ataque de locura.
-Qué esperanza, señora, qué esperanza. También vos os sentiríais mejor si llevarais una vida más natural. Vamos, no seáis tan gazmoña, y seguid la moda. Os juro por los santos que jamás lamentaréis el día en que lleguemos a ser amantes.