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La reina no confiaba en nadie, y estaba cada vez más decidida a que su hijo heredara el trono.

¿Qué puedo hacer?, se preguntó, mientras de nuevo empezaba a golpear con el puño la cama. ¡Yo, una débil mujer, rodeada por mis enemigos!

Sus ojos desesperados se posaron sobre el moribundo que yacía en el lecho.

Juan no debía morirse mientras ella no estuviera preparada para lo que significaba su muerte; debía seguir siendo rey de Castilla hasta que Isabel estuviera en condiciones de llevarse a sus hijos de Madrid.

Se irían a un lugar donde pudieran vivir en paz, donde no existiera el peligro de que les deslizaran en el plato o en la bebida un bocado envenenado, donde fuera imposible que un asesino se introdujera a hurtadillas en el dormitorio de los niños para sofocarlos con una almohada mientras dormían. Debían irse a un lugar donde pudieran esperar el momento oportuno -y la reina estaba segura de que llegaría- en que se pudiera despojar a Enrique del trono para que, triunfante, el pequeño Alfonso -o Isabel- se convirtiera en rey o reina de Castilla.

El rey Juan volvió a recostarse en las almohadas, mientras observaba a su mujer.

Pobre Isabel, pensó, ¿qué será de ella, contaminada ya por el terrible flagelo que azota a su familia? Había una vena de locura en la casa real de Portugal; por el momento, la enfermedad no se había apoderado completamente de Isabel, su reina, pero de vez en cuando se advertían indicios de que tampoco la había pasado por alto.

Aunque hubiera sido un mal rey, Juan no era en modo alguno estúpido, y en ese momento se preguntaba si sus hijos habrían heredado la tendencia a la insania. Todavía no se advertía signo alguno. En Isabel no asomaba nada de la histeria de su madre; rara vez se encontraba una criatura más serena que

su inconmovible hijita. ¿Y el pequeño Alfonso? Todavía era muy pequeño para que se pudiera opinar, pero parecía un niño normal y feliz.

El rey rogaba que la terrible enfermedad mental los hubiera perdonado, y que Isabel no hubiera aportado su tara a la casa real de Castilla, en detrimento de las futuras generaciones.

Jamás debería haberse casado con Isabel. ¿Por qué lo había hecho? Porque era débil; porque se había dejado llevar de otros.

A la muerte de María de Aragón, la madre de Enrique, naturalmente había sido necesario que Juan buscara nueva esposa, y el rey había creído que sería un gesto admirable aliarse con los franceses. Por ende, había pensado en casarse con una hija del rey de Francia, pero su querido amigo y consejero, Alvaro de Luna, había pensado de otra manera. Le dijo que él consideraba ventajoso para Castilla -y para sí mismo, pero eso no lo mencionó- establecer una alianza con Portugal.

¡Pobre y extraviado de Luna! Poco se imaginaba lo que habría de significar para él ese matrimonio.

A los labios del rey moribundo asomó una sonrisa al recordar a de Luna en los primeros días de su amistad con él. Alvaro había llegado a la corte como paje; apuesto y atractivo, de personalidad deslumbrante, era hábil como diplomático, airoso como cortesano, y Juan había caído inmediatamente bajo su hechizo. Lo único que pedía era permanecer en la corte y, a cambio del placer que le daba la compañía de ese hombre, Juan le había concedido todos los honores que ambicionaba. De Luna no sólo había sido Gran Maestre de Santiago, sino también Condestable de Castilla.

Oh, sí, pensaba Juan; he sido un mal rey, pues que me entregué por completo a los placeres. No tuve aptitudes de estadista, y tanto más delictuoso fue mi comportamiento cuanto que no era un estúpido y tenía ciertas inclinaciones intelectuales. No tengo la excusa de incapacidad para gobernar; si fracasé, fue por indolencia.

Pero mi padre, Enrique III, murió demasiado joven y yo me convertí, siendo aún menor, en rey de Castilla. Hubo un regente que gobernó en mi lugar, ¡y qué bien lo hizo! Tanto, que aquello incluso me sirvió de excusa para entregarme al placer y despreocuparme del gobierno de mi país.

Pero lamentablemente había llegado el día en que Juan tuvo la edad necesaria para ser, y no sólo de nombre, rey de Castilla. Joven, apuesto, versado en las artes, se había encontrado con que muchas cosas le interesaban más que gobernar un reino.

Había sido frívolo y amante del esplendor; había llenado su corte de poetas y soñadores. Y él también era un soñador, tocado tal vez por la influencia morisca de su ambiente. Había vivido como uno de los califas de la leyenda árabe. Rodeado de sus amigos, se había sentado a leer poesía; había organizado coloridos espectáculos; en compañía de su león nubio domesticado, se había paseado por los magníficos jardines del Alcázar de Madrid.

El esplendor del palacio era tan notorio como la extravagancia y la frivolidad del rey. Y las penurias y la pobreza del pueblo iban de la mano con la frivolidad del rey. Se habían establecido impuestos para aumentar las rentas de los favoritos; en el país cundían la privación y la miseria. Eran los resultados inevitables de su mal gobierno, y si el país se había visto desgarrado por la guerra civil y su propio hijo Enrique se había puesto en contra de él, Juan se culpaba sólo a sí mismo porque ahora, en su lecho de muerte, veía con más claridad dónde había fracasado.

Y junto a él había estado siempre su amigo Alvaro de Luna, que tras haber empezado su vida humildemente, no pudo resistirse a la tentación de alardear de sus posesiones, de hacer ostentación de poder. Se había enriquecido aceptando sobornos, y donde fuera iba rodeado de lacayos cubierto de ornamentos de una magnificencia tal que oscurecían el séquito del rey.

Hubo quien comentara que de Luna andaba en brujerías y que a ellas se debía el poder que había alcanzado sobre el rey. Una falsedad, se decía ahora Juan. Si había admirado al brillante y ostentoso cortesano, hijo ilegítimo de una noble familia aragonesa, era porque en Alvaro encontraba la fuerza de carácter de que él mismo carecía.

Juan era uno de esos hombres que parecen aceptar de buen grado la dominación de otros y, cuando accedió a la boda con Isabel de Portugal, se había mostrado tan dócil como de costumbre.

Si ese matrimonio no le había aportado mucha paz, para de Luna había sido el vehículo del desastre, ya que la novia era una

mujer de carácter fuerte, pese a su mal talante. ¿O fue simplemente la debilidad de él, y su miedo a los estallidos histéricos de Isabel?

-¿Quién es el rey de Castilla -le había preguntado ella-, vos o de Luna?

Juan procuró razonar con ella; le explicó qué buenos amigos habían sido siempre él y el condestable.

-Por supuesto, él os halaga -había sido la desdeñosa respuesta-. Os engatusa, como lo haría con el caballo que monta. Pero quien lleva las riendas es él; es él quien decide hacia qué lado iréis.

Fue durante el embarazo que culminó con el nacimiento de Isabel cuando empezó a acusarse la enfermedad de la reina, y entonces cuando Juan empezó a sospechar que ella llevaba en su sangre la terrible amenaza. En su angustia, se dispuso a hacer cualquier cosa para calmarla, con tal de no tener que enfrentarse con el tormento de haber, tal vez, introducido la locura en la herencia de la regia sangre de Castilla.

Isabel había insistido con empeño hasta conseguir la caída de de Luna, y ahora su marido se sentía amargamente avergonzado del papel que a él le había cabido; aunque procuró borrar esos pensamientos de su mente, no pudo. Alguna perversidad de su ser próximo a la muerte le obligaba a enfrentarse con la verdad como nunca lo hiciera antes.

Recordó la última vez que había visto a de Luna; recordó la amistad que le había demostrado, hasta el punto de que el pobre Alvaro se había tranquilizado, diciéndose para sus adentros que nada le importaba la enemistad de la reina mientras el rey siguiera siendo su amigo.

Pero Juan no había salvado a su amigo; aunque siguiera amándolo, lo había dejado ir hacia la muerte.