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No cabía dudar, por ende, de hacia dónde se orientarían las simpatías del almirante, e Isabel sabía que si en ese momento había en Castilla alguien que pudiera ayudarla era ese hombre.

La infanta había aprendido la primera lección de arte del estadista.

Mandaría llamar a Federico Enríquez, almirante de Castilla y hombre de gran experiencia; él podría decirle con exactitud en qué situación se hallaba respecto del proyectado casamiento con Alfonso de Portugal.

En el amplio recinto iluminado por un centenar de antorchas que proyectaban sombras sobre las paredes cubiertas de tapices, Isabel se acercó a rendir homenaje a su visitante, el rey de Portugal.

Mantuvo la cabeza alta mientras se adelantaba hacia el estrado donde estaban sentados los dos reyes, y aunque sentía

que el corazón le latía tumultuosamente y amenazaba con subírsele a la garganta y sofocarla, consiguió mantener cierta serenidad.

«Yo soy para Fernando y Fernando es para mí», seguía diciéndose en ese momento, como había estado diciéndoselo mientras sus damas de honor la preparaban para la entrevista.

Enrique la tomó en sus brazos y la estrechó contra su ropaje de ceremonia, perfumado y recamado de joyas. La llamó «nuestra queridísima hermana», y le sonrió con un afecto que la mayoría de las personas habrían considerado auténtico.

La reina Juana exhibía una belleza resplandeciente y, como era de esperar, tras los asientos del rey y de la reina estaba Bel-trán de la Cueva, sobriamente apuesto, deslumbrante en su atuendo y... triunfante.

Cuando vio al hombre a quien deseaban convertir en su marido, Isabel se estremeció.

Desde sus trece años, le pareció muy viejo y de una fealdad repulsiva.

No, no, se decía la infanta. Si me obligan, tomaré un cuchillo y me mataré, antes que someterme.

Pese al tumulto de sus pensamientos consiguió que la mano no le temblara al ponerla en la del rey de Portugal.

Un tanto vidriosos, los ojos del visitante se posaron en ella: joven, virgen, los ojos resplandecientes de inocencia. Un bocado delicioso, pensaba el rey de Portugal, y además, no era improbable que esa niña trajera consigo una corona.

En Castilla había complicaciones. ¡Esa perversa Juana! ¿En qué se había metido? El rey lo imaginaba. Y el tal Beltrán de la Cueva era hombre tan apuesto que tampoco se la podía culpar demasiado, aunque Juana debería haber dispuesto las cosas de manera que no despertaran sospechas. Pero, ¿por qué habría él de lamentarlo? Era muy posible que esa deliciosa muchacha fuera un día la heredera de Castilla. Tenía un hermano menor, pero Alfonso podía perder la vida en alguna batalla, ya que indudablemente se avecinaban batallas en Castilla. ¿Y la pequeña Juana? Oh, las posibilidades de Isabel eran bastante considerables.

Los ojos de Isabel se encontraron con los del visitante y la infanta se estremeció. Los labios del rey estaban un poco húmedos, como si de sólo verla la boca se le hiciera agua.

Aunque toda ella era un clamor de protesta, Isabel devolvió respetuosamente la sonrisa a su hermano, a la reina y al hermano de ésta, que evidentemente no experimentaba ninguna aversión ante la idea de hacer de ella su esposa.

-Nuestra Isabel está abrumada de júbilo ante la perspectiva que se abre para ella -declaró Enrique.

-La emoción apenas si la ha dejado dormir desde que la hemos puesto en conocimiento de su buena suerte -agregó la reina.

-Tiene plena conciencia del honor que le hacéis -prosiguió Enrique-, y ahora que os ha visto, estoy seguro de que estará tanto más ansiosa de que la boda se realice. ¿No es así, hermana?

-Alteza -preguntó con seriedad Isabel-, ¿no consideraríais indecoroso que una joven hable de su matrimonio antes de haberse comprometido?

-Isabel ha tenido una educación muy cuidadosa -explicó Enrique, riendo-. Antes de reunirse con nosotros aquí, en la corte, llevó la vida de una monja.

-No conozco educación mejor -aseguró Alfonso V de Portugal, cuyos ojos no dejaban de recorrer a Isabel, de manera que la infanta tuvo la sensación de que estaba ya imaginándosela en muchas situaciones diferentes, todas de una intimidad de la que ella sólo tenía una idea muy vaga.

-Mi querida Isabel -expresó la reina-, vuestro hermano y yo no seremos tan estrictos con vos como lo fue vuestra madre en Arévalo. Os permitiremos que bailéis con el rey de Portugal y ambos podréis haceros amigos antes de que él os lleve consigo de vuelta a Lisboa.

En ese momento Isabel se obligó a hablar.

-No podemos todavía cortar con que haya acuerdo para el compromiso -dijo en voz tan pita y clara como para que pudieran oírla los cortesanos presente» en la habitación que se hallaban más próximos al grupo rea!

Enrique la miró sorprendido, su mujer enojada, el rey de Portugal estupefacto, pero Isabel continuó, audazmente:

-Sé que no habéis olvidado que, en mi condición de princesa de Castilla, mi compromiso no puede celebrarse sin consentimiento de las Cortes.

-El rey ha dado su consentimiento -se apresuró a intervenid Juana.

-Eso es verdad -admitió Isabel-, pero, como bien sabéis, es esencial que lo den también las Cortes.

-El rey de Portugal es mi hermano -le recordó orgullosa-mente Juana- y por consiguiente podemos prescindir de la formalidad habitual.

-Yo no puedo avenirme a un compromiso que no cuente con el consentimiento de las Cortes -afirmó Isabel.

Lo que le confirmó cuánta razón había tenido el anciano almirante al asegurarle que la única manera en que el rey y la reina podían atreverse a casarla era hacerlo a toda prisa, antes de que las Cortes hubieran tenido tiempo de recordarles que también ellas debían intervenir en el asunto, no fue la cólera y la sorpresa que leyó en el rostro de la reina y en el del rey de Portugal, sino la expresión de fatigada derrota que se pintó en el de Enrique.

Además, había agregado el almirante, era muy improbable que las Cortes dieran su consentimiento para el matrimonio de Isabel con el hermano de la reina. El pueblo no sentía gran amor por Juana; siempre habían considerado indecorosa su ligereza y ahora, próximo a estallar el escándalo provocado por la dudosa paternidad de su hijita, la culparían más que nunca.

Las Cortes jamás darían su aprobación a un matrimonio repugnante para Isabel, su princesa, y tan deseado por el rey, débil y lascivo, y por su mujer, no por menos débil menos lasciva.

Cuando Isabel se retiró de la cámara de audiencias sabía que había sembrado la consternación en el corazón de dos reyes y una reina.

¡Qué acertado había estado el almirante de Castilla! La infanta había aprendido una valiosa lección y una vez más dio las gracias a Dios, que la guardaba para Fernando.

FUERA DE LAS MURALLAS DE AVILA

Una brillante procesión cabalgaba hacia el norte, en dirección al río Bidasoa, limítrofe entre Castilla y Francia y, como lugar de reunión, próximo a la ciudad de Bayona.

En el centro de la comitiva cabalgaba Enrique, rey de Castilla, todo él reluciente de joyas, rodeado por su guardia, deslumbrante en sus coloridos uniformes.

Los cortesanos habían hecho todo lo posible para rivalizar en esplendor con su rey, aunque, excepción hecha de Beltrán de la Cueva, ninguno lo había conseguido. Pese a ello, la esplendidez era la característica del grupo que se había reunido para ir al encuentro del rey Luis XI de Francia, sus cortesanos y sus ministros.

La reunión había sido combinada por el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo, con el propósito de zanjar las diferencias entre los reyes de Castilla y de Aragón.

Al plantearse el conflicto entre Cataluña y Juan de Aragón, con motivo del tratamiento que este último daba a su hijo mayor, Carlos, príncipe de Viana, Enrique de Castilla había enviado cierta cantidad de hombres y de fuerzas en ayuda de los catalanes. Ahora, Villena había decidido que debía reinar la paz, y que el rey de Francia debía actuar como mediador en la reconciliación.