-Vos... ¡le disteis instrucciones!
-En asuntos como éste hay que actuar con celeridad -intervino el arzobispo.
Alfonso pareció resignarse. Se quedó mirando cómo se retiraban los dos conspiradores, pero cuando se volvió hacia Isabel y Beatriz, las dos se quedaron consternadas al ver la desesperación que se pintaba en su rostro.
-Oh, Isabel, Isabel -gimió el muchacho, y su hermana lo rodeó con sus brazos, afectuosamente.
-Ya veis cómo son las cosas -prosiguió Alfonso-. Bien sé lo que intentarán hacer: me harán rey. Y yo no quiero ser rey, Isabel, porque les tengo miedo. Lo que tantos ambicionan, lo tendré yo sin quererlo. Un rey siempre tiene que ser cauteloso, pero nunca tanto como cuando se ve forzado a ceñirse la corona antes de que le pertenezca por derecho. Isabel, tal vez algún día corra yo la suerte que corrieron Carlos... y Blanca...
-Ésas son fantasías morbosas -se burló Isabel.
-No lo sé -suspiró su hermano-. Isabel, si tengo miedo es porque no lo sé.
Juana entró como una tromba en las habitaciones de su marido.
-¡Conque habéis tolerado que os impongan sus condiciones!
-vociferó-. Les habéis permitido que deshereden a nuestra hija, y que pongan en su lugar a ese joven intrigante de Alfonso.
-Pero, ¿no veis que he insistido en sus esponsales con Juana? -gimió Enrique, lastimero.
La reina soltó una risa amarga.
-¿Y pensáis que os lo permitirán? Enrique, sois un tonto. ¿No veis que una vez que hayan proclamado vuestro heredero a Alfonso ya no tendréis derecho alguno a decidir con quién se casa?
Yel hecho mismo de que accedáis a que sea proclamado here-
dero, puede deberse únicamente a que aceptáis esas viles calum-
nias contra mí y contra vuestra hija.
-Era la única manera -murmuró Enrique-. Era eso, o la guerra civil.
En ese momento, pensaba con tristeza en Blanca, que había sido tan mansa y afectuosa. Aunque físicamente no le entusiasmaba, ¡qué tranquila compañera había sido! Pobre Blanca, que sacrificada a la ambición de su familia había abandonado esta vida tormentosa. Aunque casi se podía decir «afortunadísima Blanca», ya que era indudable que debía de haber alcanzado su lugar en el Cielo.
«Si yo no me hubiera divorciado de ella», pensó Enrique, «tal vez estuviera viva en este momento. Y yo, ¿habría estado en peor situación? Verdad que ahora tengo una hija... pero no sé si es mía, y... ¡qué tempestad de controversias está provocando!»
-Sois un cobarde -gritaba la reina-. ¿Y qué hay de Beltrán? ¿Qué pensará él de esto? Bien merece ser maestre de Santiago, y vos habéis accedido a despojarlo de su título.
Enrique separó las manos en un gesto de impotencia.
-Juana, ¿querríais ver a Castilla desgarrada por una guerra civil?
-¡Eso no sucedería si hubiera en ella un rey y no un cobarde pusilánime!
-Vais demasiado lejos, querida mía -señaló indolentemente Enrique.
-Yo, por lo menos, no aceptaré los dictados de esos hombres.
Yen cuanto a Beltrán, a menos que queráis infligirle una ofensa
mortal, no hay más que una cosa que podáis hacer.
-¿Y es?
-Con una mano, lo habéis despojado; por consiguiente, de-
béis restituirle con la otra. Habéis jurado que le quitaríais el título de maestre de Santiago, de modo que debéis hacerlo duque de Albuquerque.
-Oh, pero... eso equivaldría a... a...
-¡A oponerse a vuestros enemigos! Claro que sí. Y si sois prudente, hay otra cosa que debéis hacer, y es impedir que esos enemigos planeen vuestra caída. Porque podéis estar seguro de que su plan no consiste simplemente en tener un heredero de su elección, en vez de vuestra hija; también querrán despojaros del trono.
-Es posible que tengáis razón.
-¿Y qué haréis al respecto? ¿Quedaros sentado en el trono... en espera del desastre?
-¿Qué puedo hacer? ¿Qué sucedería si nos viéramos arrojados a una guerra civil?
-Debemos pelear y debemos ganar. Por lo menos, vos sois el rey. En este momento podéis actuar con rapidez. En cambio, ellos no son populares. Son muchos los que odian al marqués de Villena. Mirad lo que sucedió cuando él y sus amigos intentaron apoderarse de Valladolid. Vos no sois impopular entre el pueblo, y sois rey de derecho. Haced que los cabecillas de la revuelta sean detenidos, rápidamente y sin ruido. Cuando ellos estén en prisión, el pueblo no estará tan dispuesto a rebelarse en contra de su rey.
Pensativo, el rey miraba a su furibunda mujer.
-Esposa mía -dijo lentamente-, es posible que estéis en lo cierto.
El marqués de Villena estaba solo cuando el hombre fue conducido a su presencia.
El visitante venía envuelto en una capa; cuando se la quitó pudo verse que se trataba de uno de los guardias del rey.
-Perdonad tan poco ceremoniosa intrusión, señor -se disculpó-, pero el asunto es urgente.
Le repitió entonces la conversación que acababa de oír entre el rey y la reina.
Villena hizo un gesto de asentimiento.
-Habéis cumplido bien con vuestra misión -expresó-. Con-
fío en que no hayáis sido reconocido mientras veníais hacia aquí. Volved a vuestro puesto y mantenednos informados. Ya encontraremos medios para evitar los arrestos que está planeado el rey.
Inmediatamente después de haber despedido al espía hizo llamar al arzobispo.
-Nos vamos sin pérdida de tiempo a Ávila -le informó-. No podemos esperar un minuto. Os esperaré allá, con Alfonso, y entraremos en acción inmediatamente. A de la Cueva se le concederá el ducado de Albuquerque, en compensación por haber sido despojado del título de maestre de Santiago. ¡Así es como cumple sus promesas el rey!
-Y cuando lleguemos a Avila con el heredero del trono, ¿qué haremos?
-Entonces Alfonso ya no será el heredero; ocupará el trono. En Ávila proclamaremos a Alfonso rey de Castilla.
Alfonso estaba pálido, y su palidez no se debía a la fatiga del viaje, sino al miedo del futuro. Se había pasado largas horas de rodillas, en plegaria, pidiendo una luz que lo guiara. Se sentía tan joven... y en verdad, era una situación lamentable para que tuviera que enfrentarse a ella un niño de once años.
No había nadie a quien pudiera pedir consejo. No podía ponerse en contacto con los que amaba. La mente de su madre estaba cada vez más envuelta en las tinieblas, de modo que aunque le hubieran permitido verla era muy dudoso que Alfonso pudiera explicarle su necesidad de una guía. Cuando recordaba su infancia, le parecía volver a escuchar los ecos de la voz de su madre: «No olvides que algún día puedes ser rey de Castilla.» Entonces, aunque él pudiera hacerle entender lo que estaba a punto de suceder, la reina viuda sólo sentiría por su suerte un gran placer. ¿Acaso no era eso lo que siempre había anhelado?
Pero Isabel, su hermana buena y querida... ella lo aconsejaría. Alfonso estaba ansioso por obrar bien y tenía la sensación de que Isabel le habría dicho:
-No está bien que os coronen rey, Alfonso, mientras nuestro hermano Enrique aún vive, porque Enrique es, indudablemente, hijo de nuestro padre y, por ende, el auténtico heredero de Cas-
tilla. Ningún bien puede provenir de una usurpación de la Corona, porque si Dios hubiera querido que vos fuerais rey, se habría llevado a Enrique, de la misma manera que se llevó a Carlos para que Fernando pudiera ser el heredero de su padre.
-Ningún bien puede provenir de ello -murmuró Alfonso-. Ningún bien... ninguno.
Esa ciudad, encerrada en sus largas murallas grises, lo deprimía. El infante miraba hacia los bosques de robles y hayas y otros árboles, recios, que habían sido capaces de soportar la crudeza del invierno.
Avila le parecía una ciudad cruel, una ciudad de fortalezas de granito, clavada muy por encima de las planicies para que recibiera plenamente la fuerza del sol de verano y la mordedura de los vientos de un invierno indudablemente largo y riguroso.