Alfonso tenía miedo, más miedo que el que había sentido en su vida.
-Ningún bien puede provenir de ello -repitió.
El sol de junio quemaba. Desde donde estaba, rodeado por algunos de los nobles más importantes de Castilla, Alfonso alcanzaba a ver, de un color gris amarillento, las murallas de Ávila.
Allí, en la llanura árida, a la vista de la ciudad, estaba a punto de representarse un espectáculo extraño en el cual él, el joven Alfonso, debía representar un importante papel.
Mientras seguía allí, de pie, experimentaba una sensación extraña. Tenía la sensación de que ese aire transparente lo embriagara. Cuando miraba hacia la ciudad que dominaba la llanura se sentía pleno de euforia.
Mía, pensaba. Esa ciudad será mía. Toda Castilla será mía.
Miró a los hombres que lo rodeaban. Hombres fuertes, todos ellos ansiosos de poder; y vendrían a él para tomarle la mano y al tomársela le rendirían homenaje, porque se proponían hacer de él su rey.
¡Ser rey de Castilla! ¡Salvar a Castilla de la anarquía en que estaba precipitándose! Hacerla grande... ¡conducirla tal vez a grandes victorias!
¿Quién podría decir si no le tocaría alguna vez conducir una
campaña contra los moros? Tal vez, en años por venir, el pueblo equiparara su nombre al del Cid.
Mientras seguía esperando ahí, en la llanura, en las afueras de Ávila, Alfonso se encontró con que su miedo iba siendo reemplazado por la ambición, con lo cual había dejado de ser un participante forzado en la extraña ceremonia que estaba próxima a celebrarse.
En la llanura se habían reunido multitudes, que habían observado cómo la cabalgata se alejaba de las puertas de la ciudad, encabezada por el marqués de Villena, junto a quien iba el joven Alfonso.
Tras haber erigido una plataforma en la planicie, sobre ella habían instalado un trono. En el trono, envuelto en negras vestiduras, había un muñeco de tamaño natural, que representaba un hombre; en la cabeza le habían puesto una corona, en la mano un cetro. Frente a él se veía una gran espada de estado.
Alfonso fue conducido a un punto a cierta distancia del estrado, en tanto que algunos nobles, que habían formado parte de la procesión encabezada por Villena y el infante, subían a la tarima y se arrodillaban ante el muñeco coronado, dándole el tratamiento de rey.
Después, uno de los nobles se adelantó hacia el estrado y entre la multitud se hizo un tenso silencio mientras el hombre empezaba a leer una lista de los crímenes cometidos por Enrique, rey de Castilla. El caos y la anarquía que seguían imperando en el país fueron atribuidos al deficiente gobierno del rey.
El pueblo seguía escuchando en silencio.
-Enrique de Castilla -gritó el noble, volviéndose a la figura instalada en el trono-, sois indigno de llevar la corona de Castilla. Sois indigno de ser portador de la dignidad real.
Tras eso, el arzobispo de Toledo trepó al estrado y arrebató la corona de la cabeza del muñeco.
-Enrique de Castilla -siguió proclamando la voz-, sois indigno de administrar las leyes de Castilla.
-El pueblo de Castilla no os permitirá ya gobernar.
El conde de Benavente quitó el cetro de la mano del maniquí.
El conde de Placencia ocupó entonces su lugar en el estrado para retirar la espada de estado.
-El honor debido al rey de Castilla no os corresponderá ya y del trono os veréis despojado.
Diego López de Zúñiga levantó al muñeco y lo arrojó al suelo y lo pisoteó.
Los espectadores se habían dejado ganar por la histeria que movilizaban en ellos tales palabras y un espectáculo tal.
-¡Maldito sea Enrique de Castilla! -gritó alguien entre la muchedumbre, que se hizo eco del grito.
Ahora había llegado el gran momento en que Alfonso debía ocupar su lugar en la plataforma. Allí, bajo ese cielo azul, se sentía muy pequeño. La ciudad le parecía irreal, con sus murallas de granito, sus postigos y sus torres.
El arzobispo levantó en brazos al muchacho, como si quisiera presentarlo al pueblo.
A los ojos de la atenta multitud Alfonso se veía bello; la inocencia del niño los conmovió y las lágrimas acudieron a los ojos de muchos de los allí reunidos, tocados por su juventud y por la magnitud de la carga que estaban a punto de imponerle.
El arzobispo anunció que se había decidido privar al pueblo de un rey débil y criminal para poner en lugar de él a ese niño noble y hermoso, a quien no dudaba de que, ahora que lo veían, todos estarían deseosos de servir con amor en el corazón.
Y allí, en las planicies que se extendían frente a Ávila, un grito se elevó desde miles de gargantas:
-¡Castilla! ¡Castilla para el rey don Alfonso!
Después instalaron a Alfonso en el trono donde, hasta pocos momentos antes, había estado el muñeco.
Volvieron a poner ante él la espada de estado, le pusieron el cetro en la mano y la corona en la cabeza. Y uno a uno los poderosos nobles que habían declarado ya abiertamente su intención de hacer de él el rey de Castilla se adelantaron a jurarle fidelidad al tiempo que iban besándole la mano.
Las palabras resonaban en el cerebro de Alfonso:
-¡Castilla para el rey don Alfonso!
DON PEDRO GIRÓN
Isabel estaba aturdida: se sentía desgarrada entre el amor que sentía por su hermano Alfonso y la lealtad que debía a su medio hermano, Enrique.
Tenía por entonces dieciséis años y los problemas que debía enfrentar eran demasiado complejos para que una niña de su limitada experiencia pudiera resolverlos.
Podía confiar en muy pocas personas; sabía que eran muchos los que la vigilaban, que el menor de sus gestos era observado, y que había espías incluso en su círculo más íntimo.
Había también una en quien podía confiar, pero últimamente, Beatriz se había mostrado un poquitín ausente. Era comprensible; recién casada con Andrés de Cabrera, era inevitable que las preocupaciones de Beatriz por su nuevo estado alteraran en alguna medida la devoción que podía dedicar a su señora.
Debo tener paciencia, decíase Isabel, y seguía soñando con su propio matrimonio, que indudablemente no podría demorarse durante mucho tiempo.
Sin embargo, no era ése el momento de pensar en sus propias expectativas egoístas, cuando Alfonso se había visto colocado en una situación tan peligrosa.
En Castilla, como cabe esperar cuando dos reyes se disputan el trono, había estallado la guerra civil y, al parecer, todo el mundo debía tomar partido. Y aunque en el reino había muchos que estaban en desacuerdo con el gobierno de Enrique, a muchos parecíales también que la teatral ceremonia celebrada fuera de los muros de Ávila era una muestra revolucionaría del peor gusto. Enrique era el rey, y Alfonso nada más que un impostor, declaraban muchos de los grandes nobles de Castilla. Al mismo tiempo, había muchos más que, por no haber sido favoritos del rey y de la reina, estaban dispuestos a probar fortuna bajo el
mando de un nuevo monarca que necesitaría de un regente para que lo ayudara a gobernar.
Enrique había sido llevado por la pesadumbre al borde de la histeria. Aborrecía los derramamientos de sangre y estaba dispuesto a evitarlos si le era posible.
-Se necesita la mano firme, Alteza -advirtióle su anciano tutor, el obispo de Cuenca.
Con cólera desusada, Enrique se volvió hacia él.
-¡Cuan propio de un sacerdote -le recriminó-, de quien no se requiere que participe en el combate, es ser tan liberal con la sangre ajena!
-Alteza, es lo que debéis a vuestro honor. Si no os mantenéis firme y combatís a vuestros enemigos seréis el monarca más humillado y degradado de la historia de España.