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He ahí la clase de hombre que soy, pensó. Esa acción fue característica de Juan de Castilla. Los sentimientos que experimentaba hacia sus amigos eran cálidos, pero él era demasiado indolente, demasiado cobarde para salvar al hombre a quien había amado más que a ningún otro. Había tenido miedo de las escenas furiosas que lo habrían forzado a afrontar lo que no quería afrontar. De ese modo la reina, desde ese delicadísimo equilibrio entre cordura e insania, había conseguido en pocos meses lo

que los ministros del rey venían planeando desde hacía treinta años: la caída de de Luna.

Juan sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas al pensar en la valiente subida de Alvaro al cadalso. Le habían hablado de la gallardía con que su amigo había ido hacia la muerte.

Y hasta el momento mismo de la ejecución, él -el rey, que debería haber sido el hombre más poderoso de Castilla- había estado prometiéndose que salvaría a su amigo, había anhelado derogar la sentencia de muerte y volver a de Luna a su antiguo favor. Pero no lo había hecho, porque tras haber sucumbido en una época al encanto de de Luna, se encontraba ahora bajo el dominio de la locura latente de su mujer.

Lo único que yo quería era paz, pensó, moribundo, el rey. ¿Lo único? Nada había más difícil de encontrar en la turbulenta Castilla.

En su aposento cubierto de tapices en el palacio, Enrique el heredero del trono, esperaba que le llegara la nueva de la muerte de su padre.

Sabía que el pueblo estaba ansioso por aclamarlo. Cuando recorría a caballo las calles, les oía gritar su nombre; estaban cansados del gobierno desastroso de Juan II y ansiaban dar la bienvenida a un nuevo rey que pudiera introducir en Castilla una forma de vida nueva.

En cuanto al propio Enrique, estaba impaciente por sentir el peso de la corona en la cabeza y decidido a conservar la popularidad de que gozaba. No dudaba de que podría conseguirlo, ya que tenía plena conciencia de su encanto. Calmoso y de buen carácter, tenía el arte de halagar a la gente, de encantarla de un modo infalible. Sin mostrarse condescendiente, condescendía a ser uno del pueblo, y en esa capacidad residía el secreto del amor que le profesaban.

Estaba resuelto a deslumbrar a sus súbditos: a reunir ejércitos y alcanzar victorias; a librar batalla contra los moros, que desde hacía siglos estaban en posesión de gran parte de España. Los moros eran los eternos enemigos, y con la promesa de iniciar una campaña en contra de ellos se podía siempre encender el entusiasmo fervoroso de los orgullosos castellanos. Enrique orga-

nizaría desfiles y espectáculos que les hicieran olvidar sus penurias, procesiones que les cautivaran la vista. Su reinado sería el reinado continuo de la emoción y el colorido.

¿Y qué era lo que quería Enrique? Quería sumirse en placeres cada vez mayores, es decir, placeres nuevos. Pero no serían fáciles de encontrar, para un hombre de tanta experiencia erótica.

Mientras Enrique esperaba se le acercó Blanca, su mujer, que también estaba ansiosa. ¿Acaso, cuando llegara la noticia, no sería reina de Castilla? Estaba deseosa de recibir el homenaje, de estar junto a Enrique y de jurar con él que servirían al pueblo de Castilla con todos los medios a su alcance.

Su marido le tomó la mano para besársela. No sólo era afectuoso en público; ni siquiera cuando estaban solos le demostraba su indiferencia. Jamás se mostraba activamente agresivo, ya que hacerlo hubiera ido en contra de su naturaleza. En ese momento, la mirada de afecto que le dirigió enmascaraba el disgusto que ella empezaba a provocarle.

Hacía doce años que Blanca de Aragón era su esposa. Al principio, Enrique había estado encantado de tomar mujer, pero ella no se le parecía; era incapaz de compartir sus placeres, como lo hacían muchas de sus amantes. Además, como la unión había resultado estéril, Blanca ya no le servía.

Enrique necesitaba un hijo, y en ese momento más que nunca, de modo que últimamente había estado pensando qué curso de acción seguir para poner remedio a ese estado de cosas.

Era voluptuoso ya de muchacho, cuando no le habían faltado pajes, sirvientes y maestros que estimularan a un alumno muy bien dispuesto, pero siempre la explotación de los sentidos había sido para él más atractiva que el aprendizaje libresco.

Su padre era un amante de las artes que había llenado la corte de escritores, pero él no tenía nada en común con hombres como Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, el gran escritor, o como el poeta Juan de Mena.

Enrique se preguntaba qué habían hecho esos hombres por su padre. En el reino había imperado la anarquía y el rey se había hecho impopular; en la guerra civil, gran parte de sus súbditos se había puesto en contra de él. Juan II no podría haber logrado mayor impopularidad si hubiera perseguido el placer con el mismo tesón que ponía en ello su hijo.

Enrique estaba decidido a salirse con la suya y, al mirar a Blanca, decidió que, puesto que ella no era capaz de complacerle, debía salir de su vida.

-Entonces, Enrique, el rey se está muriendo -dijo su esposa con voz suave.

-Así es.

-Es decir que muy pronto...

-Sí, yo seré rey de Castilla. El pueblo está impaciente por llamarme rey. Si miráis por la ventana, veréis que ya están reuniéndose alrededor del palacio.

-Es muy triste.

-¿Es triste que yo sea rey de Castilla?

-Es triste, Enrique, que sólo podáis llegar a serlo a causa de la muerte de vuestro padre.

-Mi querida esposa, a todos debe sobrevenirnos la muerte. Terminado nuestro parlamento, debemos hacer una reverencia y salir de escena, para dar entrada al actor que nos sucede.

-Bien lo sé, y por eso estoy triste.

Enrique se acercó a rodearle los hombros con un brazo.

-Mi pobre y dulce Blanca -murmuró-, sois demasiado sensible.

Ella le tomó la mano y se la besó. Por el momento, incluso Blanca se dejaba engañar por la suavidad de sus maneras. Más adelante se preguntaría tal vez en qué pensaría él mientras la acariciaba. Enrique era capaz de decirle que ella era la única mujer a quien realmente amaba, en el momento preciso en que proyectaba deshacerse de ella.

Doce años de vida en común con Enrique habían hecho que Blanca lo conociera bien: era tan superficial como encantador y sería tonta de estremecerse porque él le diera a entender que seguía ocupando un lugar importante en sus afectos. Bien sabía Blanca la vida que llevaba su marido; había tenido tantas amantes que le era imposible saber cuántas. Era posible que, en el momento mismo en que intentaba sugerirle que era un marido fiel, estuviera pensando en seducir a alguna otra.

Últimamente Blanca se sentía asustada. Era dócil y mansa por naturaleza, pero no era tonta, y le aterrorizaba la idea de que Enrique la repudiara por no haber concebido un hijo, y de verse obligada a volver a la corte de su padre, en Aragón.

-Enrique -exclamó impulsivamente-, cuando seáis rey, será muy necesario que tengamos un hijo.

-Sí -respondió él, con una sonrisa pesarosa.

-¡Hemos sido tan poco afortunados! Tal vez... -Blanca titubeó. No se sentía capaz de decir: Tal vez si pasarais menos tiempo con vuestras amantes tendríamos más éxito. Ya había empezado a preguntarse si Enrique era capaz de engendrar un hijo. Algunos decían que ese podía ser el resultado de una vida de desenfreno. Blanca apenas si podía imaginar vagamente lo que sucedía durante las orgías a que se entregaba su marido. ¿Sería posible que la vida que había llevado lo hubiera dejado estéril?

Volvió a mirarlo, sin poder decidir si ella se lo imaginaba o si, realmente, la mirada de él se había vuelto un tanto furtiva. ¿Habría empezado ya a hacer planes para deshacerse de ella?

Por eso Blanca estaba asustada, y se daba cuenta de que le sucedía con frecuencia, pero no se animaba a enunciar francamente lo que pensaba.