-Alguna manera debe de haber de salir de esto -intentó consolarla Beatriz.
-Ya está decidido. El marqués, naturalmente, hará todo lo que esté a su alcance para que el matrimonio se realice, y lo mismo el arzobispo de Toledo. Después de todo, ese... ese monstruo es su sobrino. Ya veis, queridas amigas, cómo se han llevado a Alfonso, cómo lo han obligado a aceptar la dignidad de rey de Castilla mientras el rey vive aún. ¿Quién puede saber qué precio pagará por eso? Y en cuanto a mí, debo ser víctima de la venganza de la reina, de la ambición de Villena y del arzobispo y... de la lujuria de ese hombre.
Beatriz se puso de pie; tenía una expresión de dureza y, aunque Isabel sabía bien que su amiga era de carácter fuerte, jamás le había visto un aspecto tan decidido.
-Debe haber una manera, y la encontraremos -declaró, y súbitamente su expresión pareció aliviarse-. Pero, ¿cómo puede tener lugar ese matrimonio? -objetó-. Ese hombre es Gran Maestre de una orden religiosa, y ha hecho voto de celibato. El matrimonio no es para él.
Mencia entrelazó fuertemente las manos y miró con ansiedad a Isabel, exclamando:
-Es verdad, Alteza, es verdad.
-Pero claro que es verdad -se regocijó Beatriz-. Ese hombre no puede casarse, así que ahí se acaba todo. No se trata de otra cosa que de un gesto de rencor de la rema, estad segura de ello. No habrá otro resultado. Y por poco que lo piense, ¿cómo podría haberlo? Es demasiado fantástico... demasiado ridículo.
Isabel les sonrió con desánimo. Le daba cierto placer el hecho de que sus amigas pudieran consolarse de esa manera, pues el afecto que le tenían haría que sufrieran con ella. Hasta se dejó levantar un poco el ánimo, ya que algo debía hacer para salir de la árida desesperación en que se había hundido.
Durante toda la noche, la infanta casi no pudo dormir. Cada vez que lo conseguía, se despertaba, y la terrible realidad seguía ahí, como un carcelero apostado junto a su cama.
Soñaba con Girón; lo veía poner las manos sobre su madre, haciéndole proposiciones obscenas y, en el sueño, la propia Isabel dejaba de ser espectadora para convertirse en la figura central de la repulsiva escena.
Cuando sus doncellas vinieron a atenderla, estaba pálida, y pidió que sólo Mencia y Beatriz se ocuparan de ella. Le habría resultado intolerable encararse con las otras, ver sus miradas compasivas, ya que indudablemente todas la compadecerían.
Beatriz y Mencia estaban angustiadas. Podían hablar en presencia de Isabel, ya que era frecuente que al dirigirse a ella, la infanta no les contestara: simplemente, no las oía.
-Esto se acabará aquí -insistía Beatriz-. Pedro Girón no puede casarse.
-¡Por cierto que no!
Se cuidaron mucho de contar a su señora que en la corte se había difundido la noticia de que el matrimonio no habría de demorarse, porque iba a ser el medio de apartar a Villena y al arzobispo de su contacto con los rebeldes.
-Una vez que se anuncie el matrimonio, los rebeldes perderán importancia. Y cuando sea un hecho, Villena y el arzobispo apoyarán firmemente al rey, porque serán familiares de él.
Las dos damas de honor se alegraban de que la infanta permaneciera en sus habitaciones, ya que no querían que Isabel oyera todo lo que se decía.
Con aire de satisfacción, la reina vino a visitarla.
Cuando ella entró, Isabel se había recostado, y Beatriz y Mencia la saludaron con una profunda inclinación.
-¿Qué sucede con la infanta? -preguntó Juana.
-Hoy se ha sentido un poco indispuesta -contestó Beatriz-. Me temo que esté demasiado descompuesta para recibir a Vuestra Alteza.
-Es una pena -comentó Juana-. Debería regocijarse ante la perspectiva que se le ofrece.
Beatriz y Mencia bajaron la vista, y la reina pasó junto a ellas para acercarse al lecho.
-Vaya, Isabel -la saludó-, me apena veros enferma. ¿Qué es lo que os pasa? ¿Quizás es algo que habéis comido?
-No es nada que haya comido -respondió Isabel.
-Bueno, pues tengo buenas noticias para vos. Tal vez estabais un poco ansiosa, ¿verdad? Hermana querida, no es necesario que os preocupéis más. Venía a deciros que ha llegado la dispensa de Roma. Don Pedro queda librado de sus votos, de manera que ya no hay impedimento alguno para el matrimonio.
Isabel no dijo nada. Estaba segura de que don Pedro no tendría dificultad alguna para conseguir la dispensa, puesto que su poderoso hermano la deseaba.
-Bueno -se burló Juana-, ¿no os sentís ahora lista para salir de la cama y danzar de alegría?
Isabel se enderezó, apoyándose en un codo, y la miró desafiante.
-No me casaré con don Pedro -afirmó-. Haré todo lo que esté en mi poder para evitar un matrimonio tan indigno de una princesa de Castilla.
-Virgencita obstinada -dijo la reina, con tono ligero y acercó su rostro al de Isabel para seguir hablando en un susurro-: En el matrimonio no hay nada que temer, mi querida niña. Creedme: como nos ha sucedido a tantas, encontraréis en él muchas cosas gratas. Ahora, levantaos de la cama y acudid al banquete que ofrece vuestro hermano para celebrar este acontecimiento.
-Como yo no tengo nada que celebrar, me quedaré aquí -contestó Isabel.
-Oh, vamos... venid, que os estáis conduciendo como una tonta.
-Si mi hermano desea que esté yo presente en ese banquete, tendrá que llevarme allí por la fuerza. Y os advierto que si lo hiciera, anunciaré que este matrimonio no sólo va en contra de mis deseos, sino que con sólo pensar en él me inunda la repugnancia.
La reina procuró ocultar su desconcierto y su cólera.
-Estáis enferma -admitió-, y debéis quedaros en cama. Cuidaos, Isabel, que no debéis sobreexcitaros. Recordad de qué ma-
nera quedó afectada vuestra madre. Vuestro hermano y yo deseamos complaceros de todas las maneras posibles.
-Entonces, quizás ahora consintáis en retiraros.
La reina inclinó la cabeza.
-Buenos días, Isabel. No es necesario que tengáis miedo del matrimonio; os tomáis con demasiada seriedad estas cosas.
Con esas palabras, se dio la vuelta y salió de las habitaciones de la infanta. Cuando Isabel llamó junto a ella a Beatriz y a Men-cia, la expresión de sus rostros le dijo que habían oído toda la conversación y que ahora incluso ellas habían perdido toda esperanza.
Los preparativos para la boda proseguían con toda celeridad.
Villena y el arzobispo habían puesto toda su tremenda energía en el asunto y Enrique estaba no menos ansioso. Una vez consagrado el matrimonio, los que eran jefes de sus enemigos pasarían a ser sus amigos.
Enrique había dicho siempre que a los enemigos había que cubrirlos de presentes para convertirlos en amigos, y tal era la política que en ese momento seguía, ya que ningún presente mejor podría ofrecer, ni a un enemigo más peligroso, que la mano de su medio hermana a don Pedro Girón.
Había sectores en donde hervían las murmuraciones. Algunos decían que a consecuencia de la boda, Villena y el arzobispo serían más poderosos que nunca, y que una situación tal era indeseable; había quien deploraba el hecho de que una muchacha inocente fuera entregada a un libertino de tan mala reputación, y muchos declaraban que ésa era la manera de poner término a la guerra civil, y que esos conflictos no podían acarrear a Castilla más que desastres.
Una vez que el matrimonio se hubiera celebrado y que Villena y su tío se hubieran apartado de los rebeldes para unirse nuevamente a los partidarios del rey, la revuelta se extinguiría, Alfonso quedaría relegado a su condición de heredero del trono y ya no se mantendría la peligrosa situación de dos reyes que «reinaban» al mismo tiempo.
En cuanto a Isabel, el dolor y el miedo la tenían cada vez más
aturdida a medida que pasaban los días. Apenas si podía comer, de manera que había perdido mucho peso, y se la veía pálida y tensa por efectos de la falta de sueño.