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-No puede haber más que un solo rey de Castilla -le recordó

Isabel- y ese rey es mi medio hermano Enrique. Oh, cómo desearía que no hubiera esta guerra. Alfonso debería ser el heredero del trono, porque no cabe duda de que la hija de la reina no lo es del rey, pero jamás debería haber sido proclamado rey. Y... ¡dejarse llevar a la batalla en contra de Enrique! Oh, cómo desearía que jamás lo hubiera hecho...

-La culpa no fue de él -señaló Mencia.

-No -coincidió Beatriz-. Si no es más que un niño; apenas tiene catorce años. ¿Cómo se lo puede culpar si ellos lo han convertido en una pieza de su juego por el poder?

-Pobre Alfonso -murmuró Isabel-. Tiemblo por él.

-Todo saldrá bien -la tranquilizó Beatriz-, Amada princesa, recordad que en otras ocasiones también hemos desesperado y que todo ha salido bien.

-Sí -asintió Isabel-. Así me salvé de un destino terrible. Pero... ¿no es alarmante ver cómo un hombre... o una mujer... puede estar vivo y bien un día, y muerto al siguiente?

-Siempre ha sido así -declaró Beatriz con su sentido práctico-. Y a veces puede ser una bendición -agregó intencionadamente.

-¡Escuchad! -exclamó Mencia-. Se oyen gritos abajo. ¿Qué podrá ser?

-Ve a ver -sugirió Beatriz.

Mencia se levantó para salir, pero antes de que hubiera tenido tiempo de hacerlo uno de los hombres de armas se precipitó al interior de la habitación.

-Princesa, señoras... Los rebeldes avanzan hacia el castillo.

La resistencia fue escasa, ya que Isabel no podía exigir un enfrentamiento con las fuerzas a la cabeza de las cuales cabalgaba su propio hermano.

Mientras los hombres irrumpían en el castillo, se oyó la voz de Alfonso: profunda, autoritaria, muy cambiada desde la última vez que Isabel lo había oído hablar.

-Tened cuidado. Recordad que en el castillo está mi hermana, la princesa Isabel.

Después la puerta se abrió de par en par y apareció Alfonso -su hermano pequeño, que ya no parecía pequeño-, ya no un

niño, sino un soldado, un rey, por más que Isabel siguiera insistiendo en que no tenía derecho a llevar la corona.

-¡Isabel! -gritó el muchacho, y de nuevo pareció un niño. El rostro se le contrajo en una mueca que parecía pedir la aprobación de su hermana, como solía hacerlo cuando daba, vacilante, los primeros pasos en el cuarto de los niños.

-¡Hermano... hermanito!

Isabel corrió a sus brazos, y durante unos segundos ambos hermanos se abrazaron.

Después, la infanta tomó en sus manos el rostro de Alfonso.

-Estáis bien, Alfonso... ¿estáis bien?

-Claro que sí. ¿Y vos, hermana querida?

-Sí... y muy feliz de volver a veros, hermano. Oh, Alfonso... ¡Alfonso!

-Isabel, ahora estamos juntos. Sigamos estándolo. Os he rescatado del poder de Enrique, y en lo sucesivo seremos los dos... vos y yo... hermano y hermana... juntos.

-Sí -asintió Isabel-, sí -y perdió la calma, y en brazos de él empezó a reírse.

Los hermanos permanecieron juntos, y en más de una ocasión Isabel acompañó a Alfonso en sus viajes por ese territorio que lo consideraba su rey.

Sin embargo, la infanta estaba perturbada. Su amor a la justicia no le permitía cegarse ante el hecho de que su hermano, de grado o por fuerza, había usurpado el trono.

Durante esos turbulentos meses, le llegaron noticias de los disturbios que abundaban en Castilla. Se renovaban las viejas rencillas entre algunas familias nobles, y no era seguro, ni para hombres ni para mujeres, viajar a ninguna parte sin escolta. Incluso miembros de la alta nobleza se aprovechaban de la situación para dedicarse al robo y al pillaje, y la Hermandad se encontraba poco menos que impotente ante esa oleada de anarquía.

Alfonso tenía su cuartel general en Ávila, que se había mantenido leal a él desde el momento de la extraña «coronación» celebrada junto a sus murallas, y había concedido al ar-

zobispo y a Villena -a quienes debía su situación- los honores y favores que éstos le exigían.

Isabel lo reconvino seriamente.

-Mientras Enrique viva vos no podéis ser rey de Castilla, Alfonso -le recordó-, porque Enrique es el hijo mayor de nuestro padre y el único y legítimo rey de Castilla.

Alfonso había cambiado desde aquellos días en que le asustaba saberse una herramienta en manos de esos hombres ambiciosos. Ahora había saboreado los placeres que da el ser rey, y no estaba de ninguna manera dispuesto a renunciar a ellos.

-Pero, Isabel -señaló-, un rey gobierna por voluntad de su pueblo y, si no llega a agradar al pueblo, entonces no tiene derecho a la corona.

-En Castilla hay todavía muchos que se complacen en llamar rey a Enrique -contestó Isabel.

-Isabel querida -continuó su hermano-, sois muy buena y muy justa. Enrique no ha sido bondadoso con vos; ha procurado imponeros un matrimonio repugnante... y sin embargo, vos dais la impresión de defenderlo.

-Es que esto no es cuestión de bondad, hermano -precisó la infanta-. De lo que se trata es de lo que está bien, y Enrique es el rey de Castilla; vos sois el impostor.

Alfonso le sonrió.

-Debemos consentir en las diferencias -respondió-. Me alegro de que, aunque me consideréis un impostor, sigáis amándome.

-Sois mi hermano y eso nada puede alterarlo. Pero espero que un día se llegue a un acuerdo y que seáis proclamado el heredero del trono. Tales son mis deseos.

-Los nobles jamás lo aceptarían.

-Porque ellos van en busca del poder, no de lo que es justo y recto, y siguen valiéndose de nosotros, Alfonso, como de marionetas que les son útiles para sus planes. Al apoyaros, están apoyando lo que consideran mejor para sí mismos, y también los que defienden a Enrique lo hacen por razones egoístas. Pero el bien sólo puede llegar por la vía de la justicia.

-Bueno, Isabel, aunque parecería que estuvierais del lado de mis enemigos...

-¡Eso nunca! Estoy siempre con vos, Alfonso, pero vuestra

causa debe ser la causa justa, y en este momento no sois más que el heredero del trono, pero no el rey.

-Debo deciros, Isabel, que jamás os obligaría a contraer un matrimonio que os disgustara y que ningún obstáculo pondría a vuestra boda con Fernando de Aragón.

-Querido hermano, vos me deseáis felicidad, lo mismo que yo a vos. Por el momento, regocijémonos por el hecho de estar juntos.

-En breve partiré hacia Ávila, Isabel, y vos debéis venir con nosotros.

-Con gusto lo haré -consintió la infanta.

-Es una maravilla teneros a mi lado; me gusta contar con vuestro consejo. Y debéis saber, Isabel, que con frecuencia lo sigo. Nuestra discrepancia se limita únicamente a este importante punto. Dejadme, hermana, que os diga algo: no es mi deseo ser injusto. Si fuera un poco mayor, diría a esos hombres que no alegaré derecho alguno sobre la corona mientras mi medio hermano viva o mientras una voluntad común no le obligue a renunciar a ella. Eso haría, claro que sí, Isabel. Pero no tengo la edad suficiente y debo obedecer a esos hombres, bien lo veis, Isabel. ¿Qué sería de mí si me negara a hacerlo?

-¿Quién puede saberlo?

-Porque bien veis, Isabel, que en ese caso no sería ni el amigo de esos hombres, ni el de mi hermano Enrique; estaría en esa árida tierra de nadie que hay entre ellos, y no sería amigo de ninguno y sí enemigo de ambos.

En esos momentos era cuando Isabel advertía que un niño asustado seguía mirando por los ojos de su hermano Alfonso, el rey usurpador de Castilla.

Mientras Alfonso y sus hombres se dirigían hacia la pequeña aldea de Cardeñosa, a un par de leguas de distancia, Isabel se quedó en Ávila: había sentido la necesidad de detenerse unos días en el convento de Santa Clara, donde las monjas la recibieron, en compañía de Beatriz y de Mencia.