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La infanta deseaba hacer unos días de retiro, para meditar y orar. Ya no rogaba por que se hiciera realidad su matrimonio con Fernando, porque cuando pensaba que debería dejar Casti-

Ha para dirigirse a Aragón no podía dejar de recordar que eso significaba también abandonar a su hermano.

-En este momento, él me necesita -comentaba con Beatriz-. Ah, cuando está con sus hombres, cuando se ocupa de los asuntos de estado, nadie creería que es poco más que un niño. Pero yo sé que muchas veces es apenas un chiquillo perplejo. Creo que si se pudieran arreglar las cosas para poner término a este desdichado conflicto nadie sería más feliz que Alfonso.

-En una corona -caviló Beatriz- hay cierta magia que hace que aquellos que la sienten pesar sobre su cabeza se resistan tercamente a abandonarla.

-Y sin embargo, en lo profundo de su corazón, Alfonso sabe que todavía no tiene derecho a ceñírsela.

-Vos lo sabéis, princesa, y yo de verdad creo que si quisieran ceñir con ella vuestra frente antes de que sintierais vos que es vuestra de derecho no la aceptaríais. Pero vos, querida señora, sois una en un millón. ¿No os he dicho acaso que sois buena... como pocos lo son?

-No me conocéis, Beatriz. ¿No me regocijé con la muerte de Carlos... y con la de don Pedro? ¿Cómo puede ser buena quien reacciona con júbilo ante la desdicha de otros?

-¡Bah! -exclamó Beatriz, olvidando la deferencia que se debe a una princesa-. En tales ocasiones habríais sido inhumana si no os regocijabais.

-Un santo no lo habría hecho, de manera que os ruego, Beatriz, que no me endoséis el sayo de la santidad, porque os veríais tristemente desilusionada. Y si ahora ruego por la paz de nuestro país no es porque sea buena, sino porque sé que con el país en paz seremos todos mucho más felices... Enrique, Alfonso y yo.

En el convento de Santa Clara se rezaron, a instancias de Isabel, plegarias especiales por la paz. Para la infanta, la vida del convento era estimulante; se sentía dispuesta a abrazar su austeridad y con agrado se entregaba a las oraciones y a la contemplación.

Isabel había de recordar esos días pasados en el convento como el término de cierto período de su vida, pero no podía saber, mientras recorría los corredores de piedra, mientras escuchaba las campanas que la llamaban a la capilla y el canto de las voces que en ella se elevaban, que estaban preparándose aconte-

cimientos que habrían de obligarla a desempeñar un importante papel en el conflicto desencadenado en torno de ella.

Quien le trajo la noticia fue Beatriz, a quien habían pedido que lo hiciera porque nadie más se atrevía a dársela.

Isabel vio acercarse a Beatriz con el rostro hinchado por las lágrimas que había vertido, incapaz, por una vez, de encontrar palabras para aquello que tenía que decir.

-¿Qué ha sucedido, Beatriz? -interrogó la infanta, sintiendo ya cómo la alarma le pesaba en el corazón.

Cuando Beatriz, sacudiendo la cabeza, empezó a llorar, volvió a interrogarla:

-¿Es Alfonso?

Su amiga hizo un gesto afirmativo.

-¿Está enfermo?

Beatriz la miró; su mirada era trágica.

-¿Muerto? -susurró Isabel.

Súbitamente Beatriz encontró las palabras.

-Se retiró a su habitación después de la cena y cuando sus servidores fueron a despertarlo les fue imposible hacerlo; había muerto durante el sueño.

-Veneno... -murmuró Isabel, y volviendo el rostro, susurró-: Entonces... ahora le ha tocado a Alfonso.

Se quedó mirando por la ventana fijamente, sin ver las negras siluetas de las monjas que se encaminaban presurosas a la capilla, sin oír las llamadas de la campana. Mentalmente veía a Alfonso despertándose de pronto en la noche con el conocimiento de lo sucedido. Tal vez hubiera llamado a su hermana; naturalmente, sería a ella a quien llamaría en su angustia.

Entonces... le había tocado a Alfonso.

Isabel no lloró. Se sentía demasiado aturdida, demasiado vaciada de sentimientos. Se volvió hacia Beatriz.

-¿Dónde sucedió? -quiso saber.

-En Cardeñosa.

-Y la noticia...

-Llegó hace unos minutos. Alguien que venía del pueblo llegó al convento. Dicen que Ávila entera lo sabe y que toda la ciudad está sumida en el dolor.

-Iremos a Cardeñosa, Beatriz-decidió Isabel-. ¡Iremos inmediatamente a despedirnos por última vez de Alfonso!

Beatriz se acercó a rodear a su señora con un brazo, moviendo tristemente la cabeza, y le habló con voz que se quebraba por la emoción.

-No, princesa, de nada os servirá. No haréis más que aumentar vuestro sufrimiento.

-Quiero ver por última vez a Alfonso -repitió Isabel, inexpresivamente.

-Os estáis torturando.

-Él desearía que yo fuera. Vamos, Beatriz. Saldremos inmediatamente hacia Cardeñosa.

Mientras Isabel salía a caballo de Ávila, la gente que se encontraba por las calles apartaba de ella su rostro. La infanta estaba agradecida de que todos entendieran su dolor.

Todavía no se había puesto a pensar lo que significaría para ella la muerte de Alfonso; se había olvidado de estos hombres ambiciosos, que de manera tan despiadada habían puesto término a la niñez de Alfonso para convertirlo en rey y que ahora volverían la atención sobre ella. En su corazón no había lugar más que para un solo hecho que la abrumaba: que Alfonso, su hermanito, su compañero desde los primeros años, había muerto.

Se quedó sorprendida al entrar en la pequeña aldea de Cardeñosa de no encontrar signo alguno de duelo. Vio un grupo de soldados que se llamaban a gritos, alegremente; al resonar en sus oídos, las risas le parecieron inhumanas.

Al advertir su presencia, los hombres interrumpieron su charla para saludarla, pero la infanta recibió el homenaje como si no se diera cuenta de que se lo ofrecían. ¿Era eso todo lo que les importaba Alfonso?

-¿Es ésta la forma en que demostráis respeto por vuestro rey? -les gritó Beatriz, súbitamente encolerizada.

Los soldados la miraron, perplejos. Uno de ellos abrió la boca como si tuviera intención de hablar, pero Isabel y su pequeña comitiva habían seguido la marcha.

Los mozos que les recibieron los caballos tenían el mismo aire despreocupado que los soldados que habían visto por las calles.

-En Cardeñosa no respetáis el duelo como en Ávila. ¿Por qué? -preguntó impulsivamente Beatriz.

-¿Qué duelo, señora? ¿Por qué hemos de estar de duelo?

A Beatriz le costó contenerse para no abofetear en plena cara al muchacho.

-¿Es que no amabais a vuestro rey? -insistió.

En el rostro del mozo asomó la misma mirada de perplejidad que habían visto en la cara de los soldados al atravesar la aldea.

Después se oyó una voz que venía del interior de la posada donde Alfonso había instalado su cuartel generaclass="underline"

-¿Qué sucede? ¿Se ha fatigado la princesa Isabel de la vida conventual y ha venido a visitar a su hermano?

Beatriz vio que Isabel palidecía y tendió un brazo para sostenerla, pensado que su señora estaba a punto de desmayarse. ¿Podría ser esa la voz de un fantasma? ¿Podía haber otro que hablara con la voz de Alfonso? Pero allí estaba Alfonso, lleno de salud y de vigor. Venía a la carrera, atravesando el patio, gritando:

-¡Isabel! No me han mentido, entonces. Estáis aquí, hermana.

Isabel se bajó del caballo para correr hacia su hermano; lo rodeó con sus brazos, cubriéndolo de besos y después, tomándole el rostro entre las manos, lo miró atentamente.

-Conque sois vos, Alfonso. Sois realmente vos, no un fantasma. Aquí está mi hermano... mi hermanito...

-Vaya, pues no sé quién más podría ser -bromeó Alfonso.

-Pero dijeron... Cómo... ¡cómo es posible que se difundan tan perversas falsedades! Oh, Alfonso... ¡me siento tan feliz!

Y allí, ante los ojos atónitos de mozos de cuadra y soldados. Isabel empezó a llorar, no con desesperación, sino calma y dulcemente, con lágrimas de felicidad.