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También Alfonso se enjugó los ojos y rodeando a su hermana con un brazo la condujo al interior de la posada.

Junto a ellos entró Beatriz.

-Fue un rumor malvado -explicó-. En Ávila están llorando vuestra muerte. Oímos decir que habíais muerto durante la noche.

-¡Esos rumores! -exclamó Alfonso-. ¿Cómo se inician? Pero no nos preocupemos ahora por eso. Qué bueno es teneros conmigo, Isabel. ¿Os quedaréis aquí algún tiempo? Esta noche tenemos una fiesta especial... lo más parecido a un banquete que se

puede disponer en este lugar -dirigiéndose a sus hombres, continuó-: He aquí a mi hermana, la princesa Isabel. Ordenad que preparen un banquete digno de ella.

Alfonso estaba profundamente conmovido por la emoción de su hermana. El hecho de que Isabel fuera habitualmente tan dueña de sí le hizo tomar conciencia de la profundidad de los sentimientos de la infanta y temió ser él mismo incapaz de dominar los suyos. Constantemente tenía que recordarse que ya no era un niño, sino un rey.

Hizo venir al posadero.

-Deseo un banquete especial -ordenó- en honor de la llegada de mi hermana. ¿Qué podéis ofrecernos?

-Alteza, tengo algunos pollos... muy buenos y muy tiernos, y también hay truchas...

-Haced todo lo posible para ofrecernos un banquete como jamás hayáis servido, porque ha llegado mi hermana y esto es para mí muy importante.

Dicho esto se volvió hacia su hermana y de nuevo los dos se abrazaron.

-Isabel, cuánto me alegro de que estemos nuevamente juntos -susurró Alfonso-, Quisiera que lo estuviéramos con toda la frecuencia posible. Hermana, os necesito a mi lado. Sin vos... me siento todavía un poco inseguro.

-Sí, Alfonso, sí -respondió la infanta con la misma voz baja y tensa-; es menester que estemos juntos. Los dos nos necesitamos. En el futuro... no debemos separarnos.

Alegre fue la cena que sirvieron esa noche en la posada de Cardeñosa.

La trucha estaba deliciosa, al punto de que así lo comentó Alfonso, quien se sirvió una nueva porción.

Todo el mundo estaba alegre. Qué agradable, decían, era que se les hubieran reunido las señoras; además habían oído decir que la princesa Isabel tenía la intención de acompañar a su hermano en sus futuros viajes por sus dominios.

Cuando se retiraron a su cuarto Isabel y Beatriz hablaron de todo lo sucedido durante el día, maravillándose de que hubieran podido salir de Ávila sumidas en tal dolor, para encontrarse ese mismo día en Cardeñosa con tanto júbilo.

Mientras peinaba a su señora comentó Beatriz.

-Y sin embargo, me sorprende que puedan empezar a correr semejantes rumores.

-No es difícil entenderlo, Beatriz. Son tantos los que ocupan altos cargos y mueren de muerte súbita que se hace muy fácil creer la historia de que ha habido otra muerte así.

-Sí, debe ser -asintió Beatriz, y no quiso seguir con el tema, temerosa de estropear con ello el placer del día.

Sin embargo, se sentía un poco inquieta. Ávila estaba apenas a dos leguas de Cardeñosa, y el rumor se había adueñado de toda la ciudad. ¿Cómo era posible... estando tan cerca?

Pero no quiso demorarse cavilando en ese terrible momento en que le habían traído la noticia y se había dado cuenta de que tenía la obligación de dársela a Isabel.

La infanta se despertó temprano, y durante unos momentos no pudo recordar dónde estaba. Después, volvieron a su memoria los acontecimientos del día anterior, de ese día extraño que había empezado con tanto dolor y había terminado en el júbilo.

Naturalmente, estaba en la posada de Cardeñosa.

Se quedó tendida, inmóvil, pensando en el momento en que Alfonso salió de la posada y en que ella, por unos instantes, creyó estar viendo un fantasma. Ahora, pensaba, estaré siempre con él; lo asumiré como un deber, ya que después de todo es un niño y es mi hermano.

Tal vez pudiera influir sobre él, persuadirlo de que no podía ser legítimo rey mientras Enrique viviera. Si lo declaraban heredero del trono nada tendría que objetar Isabel, que creía sin ninguna duda que la pequeña Juana no tenía derecho alguno a ese título. En lo sucesivo, se dijo, Alfonso y yo ya no nos separaremos.

Se oyó un golpe a la puerta y la princesa invitó a entrar a su visitante.

Apareció Beatriz, pálida y alterada.

-Alteza, ¿queréis venir a la habitación de Alfonso? -preguntó.

Isabel se enderezó, aterrada.

-¿Qué ha sucedido?

-Me han pedido que os lleve junto a él.

-¡Está enfermo!

Volvieron a invadirla todos los temores del día anterior.

-No pueden despertarlo -explicó Beatriz-. No entiendo qué es lo que puede haber sucedido.

Arrojó una bata sobre los hombros de Isabel y ambas se dirigieron al cuarto de Alfonso.

Tendido en su cama, el muchacho tenía un aspecto extraño.

Isabel se inclinó sobre él.

-Alfonso... Alfonso, hermano, soy Isabel. Despertaos. ¿Es que algo os duele?

No hubo respuesta. La habitación, que apenas si tenía un ventanuco, estaba a oscuras.

-No puedo verlo bien -murmuró Isabel mientras le tocaba la frente, cuya frialdad la sobresaltó. Cuando intentó tomarle la mano, ésta se le escapó y volvió a caer, yerta, sobre el cobertor.

Horrorizada, Isabel se volvió hacia Beatriz, que estaba de pie tras ella.

La joven dama de honor se acercó más a la figura tendida sobre el lecho, le apoyó una mano sobre el corazón y allí la dejó inmóvil durante unos momentos, mientras pensaba cómo decir lo que ya sabía qué era inevitable decir.

Se volvió hacia Isabel.

-No -gimió ésta-. ¡No!

Beatriz no le respondió, pero la infanta sabía que no había manera de esquivar la verdad.

-Pero, ¿cómo... cómo? -balbuceó-. Pero... ¿por qué...?

Beatriz la rodeó con un brazo.

-Enviemos en busca de los médicos -suspiró, e irritada, se volvió hacia el paje de Alfonso-, ¿Por qué no hicisteis venir antes a un médico?

-Señora, cuando vine a despertarlo y no me respondió, me asusté y fui a buscaros. No habrán pasado más de diez minutos desde que entré en esta habitación y lo encontré tal como está. Entonces acudí a vos, seguro de que me diríais qué era lo que debía hacer.

-Id en busca de los médicos -ordenó Beatriz.

El paje salió e Isabel miró a su amiga con ojos acongojados.

-¿Ya sabéis que no hay nada que puedan hacer los médicos, Beatriz?

-Señora amada, me temo que así es.

-Entonces... -balbuceó Isabel-, entonces lo he perdido. Después de todo, lo he perdido.

Beatriz la abrazó, sin que Isabel le respondiera ni le ofreciera resistencia.

Cuando los médicos entraron en la habitación la infanta los observó con indiferencia mientras se aproximaban a la cama y cambiaban entre sí miradas significativas.

Beatriz sintió que perdía el dominio de sí.

-Pero, vamos, ¡decid algo! -los exhortó-. Está muerto... ¿no es eso? ¿Está muerto?

-Eso tememos, señora.

-Y... ¿no se puede hacer nada?

-Es demasiado tarde.

-Demasiado tarde -repitió para sí Isabel-. Qué tonta fui al pensar que podría ayudarlo, al creer que podría salvarlo. ¿Cómo podría haberlo salvado, a no ser teniéndolo junto a mí día y noche, probando yo cada bocado de su comida antes de que él se lo llevara a los labios?

-Pero, ¿cómo... cómo...} -gemía Beatriz, pero era una pregunta que ninguna de ellas podía responder.

La infanta comprendía ahora por qué se habían difundido los rumores en Ávila. Los conspiradores no habían trabajado con total unidad; algo debía de haberles fracasado en la posada, cuando los portadores de la noticia ya estaban en viaje y comenzaban a anunciarla de acuerdo con algún plan preestablecido.