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Es decir que la noticia de la muerte de Alfonso había empezado a circular antes de que realmente sucediera.

¿Cómo era posible que Alfonso hubiera muerto en forma tan repentina, si no había habido alguien que interrumpiera deliberadamente su vida? Pocas horas antes rebosaba de salud y de vida y ahora había muerto.

Pobre Alfonso, pobre e inocente Alfonso; eso era lo que él había temido, en aquellos primeros días en que tanto hablaba del destino de otros. Y ahora le había tocado a él... de la misma manera que lo había temido.

Isabel confiaba en que su hermano no hubiera sufrido mucho. Era increíble que ella hubiera estado tan cerca y que él se hubiera despertado en su agonía mientras su hermana dormía tranquilamente, sin darse cuenta.

Vio que los ojos de Beatriz se posaban sobre ella, llameantes. Beatriz querría descubrir quién era el culpable de todo eso. Beatriz querría vengarse.

Pero, ¿de qué serviría? Aquello no les devolvería a Alfonso.

LA HEREDERA DEL TRONO

En el convento de Santa Clara, Isabel se entregó al duelo por su hermano.

Permanecía inmóvil, pensando en los días pasados cuando ella y su madre se habían recluido en Arévalo con el pequeño Alfonso. Ahora su madre aún vivía, si es que se podía llamar vivir a esa existencia. Y ella, Isabel, estaba sola para hacer frente a un mundo turbulento.

En ocasiones, la infanta miraba con envidia a las jóvenes monjas que estaban a punto de tomar el velo y de separarse para siempre del mundo.

-Ojalá pudiera yo aislarme así -comentaba con Beatriz.

Pero Beatriz, siempre libre en el hablar, negaba con la cabeza.

-No, señora mía, no es eso lo que deseáis. Bien sabéis qué gran futuro os aguarda y no sois mujer de volver la espalda a su destino. Ni es para vos la vida de las monjas de clausura. Un día seréis reina y vuestro nombre será recordado y reverenciado por las generaciones futuras.

-¿Quién puede decirlo? -murmuraba Isabel-. ¿No podríais, acaso, haber hecho la misma profecía a mi pobre Alfonso?

No había pasado mucho tiempo en el convento cuando hubo de recibir un visitante. El arzobispo de Toledo en persona, como representante de la confederación que se había alzado en contra del rey, había viajado hasta el convento para hablar con la infanta. Ella lo recibió con reservas y él se mostró desacostumbradamente humilde.

-Mis condolencias, Alteza -expresó al saludarla-. Sé cuánto sufrís por esta gran pérdida y mis amigos y yo nos unimos a vuestro dolor.

-Sin embargo -señaló Isabel-, es posible que en este mo-

mentó Alfonso estuviera vivo si jamás hubiera sido proclamado rey de Castilla.

-Es verdad que no habría estado en Cardeñosa y que tal vez no se hubiera contagiado la plaga.

-O comido la trucha -precisó Isabel.

-Ay, vivimos tiempos peligrosos -murmuró el arzobispo-. Por eso necesitamos un gobierno de mano firme y un monarca capaz de integridad.

-Los tiranos no pueden menos que ser peligrosos en un país donde se enfrentan dos gobernantes. Creo que tal vez mi hermano no habría muerto si hubiera contado en su intento con la bendición de Dios.

-Alteza, si tal como vos insinuáis su muerte fue debida a la trucha, entonces es, seguramente, obra de la maldad del hombre y no de la justicia de Dios.

-Acaso -insistió Isabel- si Dios hubiera mirado con buenos ojos el ascenso de Alfonso al trono hubiera evitado su muerte.

-Quién puede decirlo -suspiró el arzobispo-. Venía a recordaros, Alteza, la triste situación de Castilla y la necesidad de reformas.

-No es necesario que me lo recordéis -respondió Isabel-, pues sobre el estado de nuestro país me han llegado informes que me llenan de una consternación tal que, aunque lo intentara, no podría olvidarlos.

El arzobispo inclinó la cabeza.

-Alteza -aventuró-, nuestro deseo es proclamaros reina de Castilla y de León.

-Os lo agradezco -replicó Isabel-, pero mientras viva mi hermano Enrique nadie más tiene derecho a la corona. Durante demasiado tiempo se han prolongado en Castilla los conflictos, debidos en su mayor parte al hecho de que hubiera en ella dos soberanos.

-Alteza, ¿no querréis decir que rechazáis ser proclamada reina?

-Eso es, exactamente, lo que quiero decir.

-Pero... es increíble.

-Yo sé que es lo correcto.

-Pero, Alteza, si fuerais reina podríais empezar inmediatamente a enderezar todo lo que está torcido en Castilla. Conta-

riáis con mi apoyo y con el de mi sobrino y eso podría ser el comienzo de una nueva época para el país.

Isabel permaneció en silencio, imaginando todo lo que anhelaba hacer por su país. Más de una vez había proyectado que reforzaría la Hermandad, que intentaría atraer nuevamente a su pueblo a una vida más religiosa, que establecería una corte que fuera directamente lo opuesto de la corte de su hermano.

-Nuestra reina actual -murmuraba el arzobispo- está haciéndose notar por la vida de lascivia que lleva. Tiempos hubo en los que se contentaba con un solo amante; ahora, necesita muchos. ¿No veis acaso, Alteza, qué mal ejemplo está dando con ello a nuestro pueblo?

-Bien que lo veo -respondió Isabel.

-¿Por qué vaciláis, entonces?

-Porque, por buenas que sean nuestras intenciones, irán al fracaso a menos que tengan como fundamento una causa justa. Si hubiera yo de aceptar lo que me ofrecéis, sé que estaría haciendo algo malo y por eso rechazo vuestro ofrecimiento.

El arzobispo se quedó atónito; no había creído en la auténtica piedad de la infanta, ni pensaba que pudiera ella resistirse al ofrecimiento de la corona.

-Lo que me agradaría -prosiguió Isabel- sería llegar a una reconciliación con mi medio hermano. Nuestras dificultades provienen de la contienda entre dos facciones en guerra. Empecemos por tener paz, y puesto que creéis que la hija de la reina es ilegítima, quien sigue en el orden de sucesión soy yo.

El arzobispo levantó la cabeza.

-¿Estáis de acuerdo con eso? -preguntó Isabel.

-Naturalmente que estoy de acuerdo, Alteza. He ahí la raíz de todos nuestros problemas.

-Entonces, puesto que estáis seguros de que la reina ha cometido adulterio, yo debo ser proclamada heredera del trono. Así se pondría término a esta guerra y las cosas estarían como deben estar.

-Pero, Alteza, lo que os ofrecemos es nada menos que el trono.

-Jamás lo aceptaré -declaró firmemente Isabel- mientras viva mi medio hermano Enrique.

El azorado arzobispo tuvo que comprender, finalmente, que la infanta hablaba con absoluta seriedad.

Su hermana quería verlo, cavilaba Enrique. Pues bien, ya no era la tranquila chiquilla cuyo carácter sereno había interpuesto entre los dos una barrera de reserva.

Isabel era ahora una persona importante. Villena y el arzobispo querían convertirla en 'Peina y, al parecer, lo único que les impedía coronarla como habían coronado a Alfonso era la firme resolución adversa de ella.

Isabel había declarado que lo que quería era la paz.

¡La paz!, pensaba Enrique. Nadie podría desearla más que yo.

Estaba dispuesto a renunciar a cualquiera de sus posesiones, listo para consentir en cualquier propuesta que le hicieran, con tal de alcanzar tan anhelada meta.

Quería que Villena volviera a ser su amigo, porque tenía gran fe en él. El cardenal Mendoza, que desde la época de aquella ceremonia celebrada junto a las murallas de Ávila apoyaba la causa de Enrique con toda la fuerza de su enérgica naturaleza, no era su amigo, como lo había sido antaño Villena; Enrique temía al cardenal. Y en cuanto a Beltrán de la Cueva, duque de Albu-querque, era más amigo de Juana que de Enrique; los dos se apoyaban recíprocamente, y con frecuencia Enrique tenía la sensación de que no estaban de parte de él.