Pero tenía en cambio un hijo, Juan, duque de Calabria y de
Lorena, un audaz aventurero que con la secreta ayuda del astuto rey de Francia se las arregló para presentar batalla al rey de Aragón. El rey Juan de Aragón ya no era joven, y aunque contaba con la ayuda de su enérgica esposa y de Fernando, su valeroso hijo, había veces en que sentía que entre él y la victoria final se interponía el fantasma de Carlos, el hijo asesinado.
Desde hacía algunos años, a Juan había empezado a fallarle la vista, y en ese momento el rey vivía en el diario terror de quedar completamente ciego.
Ahora, junto al lecho de su esposa, decíase:
«Lo mismo que la vista, ella me será arrebatada, pero para mí perderla significará mucho más que perder la vista.»
¿Hubo alguna vez hombre tan acosado? Y el rey creía saber por qué la buena fortuna lo rehuía... y también el espectro de Carlos sabía la respuesta.
Con ese estado de ánimo permanecía junto al lecho de Juana. Aunque no podía verla con claridad, recordaba hasta el último detalle de su rostro bienamado. Y no podía ver al gallardo muchacho arrodillado junto a él, pero su memoria guardaría por siempre el recuerdo del rostro joven y ansioso.
-Juan -murmuró la reina mientras sus dedos apretaban los de él-, ya no puede faltar mucho.
Sin hablar, el rey le oprimió la mano, consciente de que era inútil negar la verdad.
-Me voy con muchos pecados sobre la conciencia -murmuró Juana. El rey le besó la mano.
-Sois la mujer mejor y más valiente que jamás haya vivido en Aragón... y en cualquier parte.
-Como esposa y madre, la más ambiciosa -asintió Juana-. Viví para vosotros dos, y todo lo que hice fue por vosotros. Bien lo recuerdo. Y tal vez por eso merezca en alguna medida ser perdonada.
-No hay necesidad de perdón.
-Juan... siento aquí una presencia que no es la vuestra, ni la de Fernando... Es otra.
-Aquí no hay nadie más que nosotros, madre -la tranquilizó Fernando.
-¿Es verdad? Entonces, es que mi mente divaga. Me pareció ver a Carlos a los pies de mi cama.
-Imposible, querida mía -susurró Juan-. Hace ya mucho que ha muerto.
-Muerto está... pero quizá no haya paz en su tumba.
Fernando levantó los ojos para mirar a su madre moribunda, a su padre envejecido, a punto de quedarse ciego. Se acerca el final de la antigua vida, pensaba. Al irse ella, él no la sobrevivirá mucho tiempo.
Fue como si Juana percibiera los pensamientos de su hijo, como si viera en su amado Fernando todavía a un niño. El muchacho tenía dieciséis años; era todavía demasiado joven para librar batalla contra Lorena, para luchar contra el astuto Luis. Juan no debía morir. Si ella había cometido crímenes, pensó la agonizante, y por Fernando los volvería a cometer... esos crímenes no debían ser en vano.
-Juan -preguntó-, ¿estáis ahí?
-Sí, esposa mía.
-Vuestros ojos, Juan. Vuestros ojos... ¿Es verdad que no podéis ver?
-Día a día los siento más turbios.
-En Lérida hay un doctor, un judío. Me han dicho que puede realizar milagros. Dicen que hay ciegos a quienes ha devuelto la vista. Es lo que debe hacer con vos, Juan.
-Mis ojos están más allá de cualquier recuperación, querida mía. No penséis en mí. Vos, ¿estáis cómoda? ¿No hay nada que podamos hacer para agradaros?
-Debéis dejaros operar por ese hombre, Juan; es necesario. Fernando...
-Aquí estoy, madre mía.
-Ah, Fernando, hijo mío, mi único hijo. Estaba hablando con vuestro padre. No puedo olvidar que por más que seáis valiente como un león, sois todavía joven. Debéis estar con él, hasta que sea un poco mayor. No debéis quedar ciego; debéis ver a ese judío, prometédmelo.
-Os lo prometo, querida mía.
La reina pareció quedar satisfecha y se recostó en las almohadas.
-Fernando -susurró-, tú serás rey de Aragón. Es lo que siempre ambicioné para ti, hijo mío.
-Sí, madre.
-Y serás un gran rey, Fernando. Recordarás siempre los obstáculos que se interpusieron en el camino hacia tu grandeza y la forma en que tu padre y yo fuimos quitándolos... uno a uno.
-Lo recordaré, madre.
-Oh, Fernando, hijo mío... Oh, Juan, esposo querido... ¿no estamos solos, verdad?
-Sí, madre, sí que lo estamos.
-No estamos aquí más que nosotros tres, mi amor -susurró Juan.
-Os equivocáis -insistió Juana-; hay otro. Hay aquí otra presencia. ¿Es que no la sentís? No, vos no podéis verlo; es por vuestros ojos. Debéis ver a ese judío, esposo; me lo habéis prometido y es una promesa sagrada, formulada junto a mi lecho de muerte. Fernando, tú tampoco puedes verlo, porque eres demasiado joven para ver. Pero aquí hay alguien más que me mira fijamente desde los pies de la cama. Es mi hijastro, Carlos. Su presencia aquí es una advertencia; está aquí para que no pueda yo olvidar mis pecados.
-Está divagando -murmuró Fernando-. Padre, ¿queréis que llame a los sacerdotes?
-Sí, hijo mío, llámalos. Me temo que ya queda poco tiempo.
-Fernando, ¿por qué me dejas?
-Pronto estaré de regreso, madre.
-Fernando, acércate más. Fernando, hijo mío, vida mía, jamás me olvides. Te he amado, hijo mío, como pocos son amados. Oh, Fernando querido, qué caro le has costado a tu madre.
-Ya es tiempo de llamar a los sacerdotes -se alarmó el rey-. Fernando, no te demores, que nos queda muy poco tiempo. No hay tiempo más que para el arrepentimiento y la despedida.
Fernando salió, dejando juntos al rey y la reina de Aragón, y el rey Juan se inclinó a besar los labios yertos de la mujer por cuyo amor había asesinado a su hijo primogénito.
El rey Juan de Aragón yacía inmóvil mientras el físico judío le operaba el ojo. El médico se había mostrado reacio; por dispuesto que estuviera a poner a prueba su habilidad con hombres de menor rango, temía la suerte que podía correr si fracasaba operando al rey.
Juan se mantenía inmóvil; apenas si sentía el dolor y hasta casi se alegraba de sentirlo.
Tras haber perdido a su mujer ya no le interesaba vivir. Durante mucho tiempo Juana había sido todo para él. El rey la veía como la esposa perfecta, tan bella, tan valiente, tan decidida. No quería enfrentarse con el hecho de que, debido a la ambición de ella por su hijo, Aragón había debido pasar por una guerra civil, larga y sangrienta. Juan la había amado con toda la devoción de que era capaz y una vez desaparecida ella no conocía otro placer que llevar a la práctica sus deseos.
Por eso estaba ahora tendido en el diván, por eso confiaba su vida a las manos del médico hebreo. Sabía que, si era posible para él recuperar la vista, de ese hombre dependía. En España no había doctores comparables con los judíos, cuya habilidad médica había adelantado muchísimo; y ese hombre sabía que si salvaba los ojos del rey de Aragón su fortuna estaba hecha.
Y cuando recupere la vista de un ojo, pensaba Juan, me dedicaré, como ella habría deseado, a asegurar para Fernando la sucesión del trono de Aragón.
La operación fue un éxito; Juan había recuperado la vista de un ojo. Envió a llamar nuevamente al médico.
-Ahora -le dijo- debéis repetir la misma operación en el otro ojo.
El médico tenía miedo. Lo había hecho una vez, pero ¿podría repetirlo? Con esas operaciones, el éxito no siempre estaba asegurado.
-Alteza -se defendió-, no podría volver a intentarlo con el otro ojo; los astros son adversos al éxito.
-¡Qué astros ni astros! -protestó Juan-. No penséis en los astros y devolved la vista al otro ojo.