No pasó, por consiguiente, mucho tiempo sin que el obispo supiera hasta dónde habían llegado las cosas entre Isabel y Fernando.
Villena, furioso, echaba chispas en contra de Isabel. -Ahí tenéis a vuestra piadosa hermana -recriminó a Enrique-.
Hace votos de que no se casará sin vuestro consentimiento, pero tan pronto como le volvemos la espalda, se pone en comunicación con Aragón.
-También nosotros rompimos nuestra parte del acuerdo -sugirió tímidamente Enrique.
Villena hizo chasquear los dedos.
-Lo que podemos hacer ahora es encarcelarla -exclamó-. Fue una estupidez no haberlo hecho antes.
-Pero lo intentamos -le recordó Enrique- y el pueblo de Ocaña nos lo impidió. Me temo que Isabel tenga, como lo tenía Alfonso, ese algo que les gana la lealtad del pueblo.
-¡La lealtad del pueblo! -se burló Villena-. Ya la pondremos donde no pueda apoyarse en ella y donde el galante Fernando no pueda rescatarla. Daremos órdenes inmediatamente para que el arzobispo de Sevilla se dirija a Madrigal, llevando consigo una fuerza suficiente para apoderarse de ella y hacerla nuestra prisionera.
-¿Y qué sucederá con el pueblo de Madrigal? ¿Acaso no se opondrán, como los de Ocaña, a que hagamos de Isabel nuestra prisionera?
-Les advertiremos que en caso de que se opongan al arresto provocarán nuestra cólera. Los asustaremos de tal manera que no se atreverán a ayudarla,.
Enrique parecía preocupado.
-No olvidemos que es mi hermana.
-Alteza, ¿estáis dispuesto a dejar este asunto en mis manos?
-Como siempre, amigo mío.
Cuando le anunciaron que el principal ciudadano del pueblo de Madrigal pedía ser llevado a su. presencia, Isabel lo recibió inmediatamente.
-Alteza -expresó el visitante-, vengo en nombre de mis conciudadanos. Estamos en gran peligro, tanto nosotros como Vuestra Alteza. Hemos recibido del rey la información de que estáis a punto de ser arrestada, y de que, en caso de que intentemos ayudaros, seremos castigados. Vengo pues, a advertiros que intentéis escapar, porque era vista de semejantes amenazas los ciudadanos de Madrigal no nos atrevemos a ayudaros.
Graciosamente, Isabel le agradeció la advertencia y mandó a buscar a dos de sus servidores en quienes sabía que podía confiar sin reservas.
-Quiero que os hagáis portadores de dos mensajes míos -les dijo-: uno para el arzobispo de Toledo y el otro para el almirante Enríquez. Se trata de un asunto de la mayor urgencia y no hay un segundo que perder. Partiréis en seguida y cabalgaréis sin descanso.
Tan pronto como hubieron partido los mensajeros, Isabel envió a un paje en busca de Beatriz y de Mencia. Llegadas éstas a su presencia, les anunció con calma:
-Nos vamos de Madrigal. Quiero que vosotras salgáis antes que yo; id a Coca, que no está lejos, y esperadme allí.
Beatriz estuvo a punto de protestar, pero había ocasiones en que Isabel le recordaba que su señora era ella, y en esos casos Beatriz advertía rápidamente su intención.
Un poco dolidas, las dos damas de honor se retiraron; Isabel se quedó inquieta mientras no supo que habían partido. Sabía que si el arzobispo de Sevilla llegaba a arrestarla, tomaría también prisioneras a sus amigas y confidentes, y deseaba que Beatriz y Mencia estuvieran a salvo aunque no pudiera salvarse ella.
En Coca, Beatriz y Mencia estarían seguras, pero la infanta no. Isabel necesitaba de la firme protección de hombres armados.
Empezó entonces la ansiosa vigilia; Isabel esperaba en la ventana. No tardaría en oír el ruido de las caballerías que se acercaban, y los gritos de los hombres, y era posible que todo su futuro dependiera de los acontecimientos de ese día. Isabel no sabía qué podía sucederle si caía en manos del arzobispo de Sevilla. Entonces sería prisionera del rey -o más exactamente, de Ville-na-, y la infanta no creía que le fuera fácil recuperar la libertad.
¿Qué le reservaría entonces el futuro? ¿Un matrimonio forzado? ¿Con Alfonso de Portugal, tal vez? ¿Con Ricardo de Glou-cester? De alguna manera iban a librarse de ella y querrían desterrarla, ya fuera a Portugal o a Inglaterra. ¿Y si Isabel se negaba?
¿Se repetiría el antiguo modelo familiar? Alguna mañana, ¿la encontrarían sus doncellas como sus servidores habían encontrado a Alfonso?
¿Y Fernando? ¿Qué pasaría con él? Había aceptado ansiosa-
mente el acuerdo matrimonial e Isabel estaba segura de que, lo mismo que ella, comprendía la gloria que podía surgir de la unión de Castilla y Aragón. Pero una vez que Isabel cayera en manos del arzobispo de Sevilla, una vez que Villena fuera dueño de su destino, eso significaría el fin de todos sus sueños y sus esperanzas.
En ese estado de ánimo esperaba la infanta.
Finalmente, oyó lo que su oído acechaba y después... lo vio. Ahí estaba, orgulloso, el arzobispo de Toledo, ahora su fiel servidor, dispuesto a arrebatarla bajo las narices mismas del obispo de Burgos, desbaratando así su intención de entregársela a su tío Villena.
Oyó de nuevo la voz, resonante.
-Conducidme ante la princesa Isabel.
Su silueta se alzó ante ella.
-Alteza, tenemos poco tiempo que perder. Tengo soldados abajo. Son suficientes para asegurar que podamos salir de aquí sanos y salvos, pero sería mejor si partiéramos antes del arribo de las tropas de Sevilla. Venid con toda rapidez.
Así fue como Isabel y su escolta se fueron de Madrigal, muy poco antes de que llegara el arzobispo de Sevilla, sólo para enterarse de que su presa había desaparecido.
-¡Adelante! -tronó Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y en lo sucesivo el más firme partidario de Isabel-. Rumbo a Va-lladolid, donde podemos estar seguros de la leal bienvenida que se tributará a la futura reina de Castilla.
Fue una alegría para Isabel ser recibida con aclamaciones por los ciudadanos de Valladolid y saber que allí la consideraban su futura reina.
Pero una vez terminado el triunfante desfile, el arzobispo vino a hacerle presente lo que la infanta ya sabía: que no era momento para demoras.
-Conozco a mi sobrino, el marqués de Villena -explicó el arzobispo-. Es hombre de muchos recursos, y astuto como un zorro. Sería para mí un placer hacerle frente en el campo de batalla, pero no quisiera tener que desafiar su retorcida diplomacia. Hay una sola cosa que en este momento debemos hacer sin pérdida de tiempo y es acelerar el matrimonio.
-Dispuesta estoy a que nos demos prisa -le aseguró Isabel.
-Entonces, Alteza, despacharé inmediatamente enviados a Zaragoza, y esta vez informaremos a Fernando que es indispensable que acuda sin dilación alguna a Castilla.
-Que así se haga -asintió Isabel.
Al enterarse de que Isabel se le había escapado Villena se puso furioso.
-Pensar -se decía- que se lo debo a mi propio tío.
Después se rió, con una risa en la que vibraba una nota de orgullo.
Seguro que el viejo pícaro habría de llegar antes que ese tonto de Sevilla, díjose, divertido al pensar que incluso estando, como estaban, en lados opuestos, eran los miembros de su familia los que decidían el destino de Castilla.
Luego fue a hablar con el rey.
-Conozco a mi tío y puedo jurar que lo primero que hará será traer a Fernando a Castilla. Hará que se case con Isabel y de ese modo tendremos en contra no sólo a los partidarios de Isabel, sino también a Aragón. Además, una vez que se haya casado, perdemos la esperanza de librarnos de ella. Es indispensable que Isabel y Fernando no se encuentren jamás.
-Pero, ¿cómo podremos evitarlo?
-Tomando prisionero a Fernando tan pronto como ponga los pies en Castilla.