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-Shh... Shh... La niña nos oirá -y en voz más baja, susurrante-. La infanta Isabel es toda oídos. No debemos dejarnos engañar por su aire retraído.

Entonces, él no nos haría daño, pensaba Isabel. Claro que mi hermano Enrique jamás nos haría daño. Pero, ¿por qué mi madre piensa que sí?

Uno de los mozos la levantó en brazos y la montó a caballo. El viaje había comenzado.

Así fue como la reina y sus hijos salieron de Madrid para dirigirse al solitario castillo de Arévalo.

Isabel no recordaba mucho del viaje; el movimiento del caballo y el abrigo de los brazos del palafrenero le dieron sueño, y cuando se despertó fue para encontrarse ya en su nuevo hogar.

A primera hora del día siguiente, su madre entró en las habitaciones donde había dormido Isabel, llevando en brazos al pequeño Alfonso, dormido, y acompañada de dos de sus damas de más confianza.

La reina dejó al niño en la cama, junto a su hermana. Después, cerró los puños, en un gesto que Isabel bien conocía, y levantó los brazos por encima de la cabeza, como para invocar a los santos.

La niña vio que se le movían los labios y comprendió que es-

taba rezando. Le pareció que estaba mal seguir acostada mientras su madre oraba; sin saber qué hacer, se incorporó a medias, pero una de las mujeres movió enérgicamente la cabeza para advertirle que no se moviera.

Ahora la reina hablaba en voz más alta, para que Isabel pudiera oírla.

-Prometo que cuidaré de ellos. Prometo criarlos y educarlos para que cuando llegue el momento sean capaces de hacer frente a su destino. Y el momento llegará; sin duda llegará. Enrique jamás podrá engendrar un hijo. Es el castigo de Dios por la vida de perversión que ha llevado.

Los deditos de Alfonso se habían cerrado en torno de los de Isabel. La infanta estaba asustada, y sentía deseos de llorar, pero permaneció inmóvil, observando a su madre, sin permitir que sus ojos azules revelaran ni por un momento que ese lugar solitario que sería su hogar en lo sucesivo, unido a la creciente histeria de la reina, la aterrorizaba, llenándola de un presentimiento que Isabel era demasiado pequeña para entender.

JUANA DE PORTUGAL, REINA DE CASTILLA

Juan Pacheco, marqués de Villena, se encaminaba a palacio en respuesta a la convocatoria del rey.

Estaba encantado con el giro que tomaban los acontecimientos. Desde su arribo a la corte -donde lo había enviado su familia para que entrara al servicio de Alvaro de Luna, como uno de los pajes integrantes del personal doméstico del influyente personaje-, Juan se había hecho notar por el joven Enrique, entonces heredero del trono y ahora rey de Castilla.

Enrique se había complacido en la amistad de Villena y su padre, el rey, le había concedido honores por los servicios prestados al príncipe. Hombre despierto, estaba ya en posesión de grandes territorios en Toledo, Valencia y Murcia. Y ahora que su amigo Enrique era rey, anticipaba glorías aun mayores.

Camino de la sala del Consejo se encontró con su tío Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo. Los dos se saludaron afectuosamente, con plena conciencia de que, juntos, constituían una fuerza formidable.

-Buenos días os sean dados, marqués -le deseó el arzobispo-. Creo que llevamos el mismo destino.

-Enrique me pidió que viniera a verle a esta hora -respondió Villena-. Hay un asunto de la mayor importancia que desea analizar antes de dar a conocer públicamente sus deseos.

El arzobispo hizo un gesto afirmativo.

-Quiere pedir nuestro consejo, sobrino, antes de tomar cierta decisión.

-¿Sabéis vos cuál es?

-Puedo imaginármela. Hace tiempo que está cansado de ella.

-Ya es momento de que regrese a Aragón.

-Estoy seguí o de que con vuestra prudencia, sobrino -expresó el arzobispo-, veríais bien una alianza con cierta comarca

-¿Portugal?

-Exactamente. La dama es una hermana de Alfonso V, y no he oído otra cosa que elogios de sus encantos personales. Y no hay por qué tachar de frívolas estas consideraciones. Conocemos a nuestro Enrique, y sabemos que recibirá con agrado una novia bella; y es muy necesario que la acoja con entusiasmo. Será la mejor manera de asegurar una unión fecunda.

-Y esta unión debe ser fecunda.

-Coincido con vos en que ello es imperativo para Castilla... para Enrique... y para nosotros.

-No tenéis necesidad de decírmelo. Sé que nuestros enemigos tienen los ojos puestos en Arévalo.

-¿Habéis tenido noticias de lo que allí sucede?

-No es mucho lo que se puede saber -replicó Villena-. La reina viuda está allí con sus dos hijos. Llevan una vida tranquila, y los amigos que tengo allí me informan que la dama se muestra más serena últimamente. No ha habido escenas de histerismo. Ella se considera a salvo, y piensa que está ganando tiempo; entretanto, se dedica a cuidar de sus hijos. ¡Pobre Isabel! Alfonso es muy pequeño aún para sufrir por un tratamiento tan riguroso. Me dicen que todo son oraciones... plegarias durante todo el tiempo. Rogando, me imagino, que la pequeña infanta sea buena y digna del gran destino que tal vez esté aguardándola.

-Por lo menos, no es mucho el daño que la reina viuda puede hacer desde allí.

-Pero siempre debemos mantenernos alerta, tío. Enrique está en nuestras manos, y nosotros en las de él. Debe complacer al pueblo, o siempre habrá alguien listo para pedir su abdicación y la coronación del pequeño Alfonso. En este reino hay muchos a quienes agradaría ver que la corona ciñe la frente infantil de Alfonso. ¡Una regencia! Bien sabéis que nada hay más deseable para quienes están ávidos de poder.

-Lo sé, lo sé. Y nuestra primera tarea ha de ser conseguir que el rey se vea libre de su actual esposa y proporcionarle otra. El nacimiento de un heredero será un golpe fatal para las esperanzas de la reina viuda. Entonces, poco importará lo que pueda enseñar a Alfonso e Isabel.

-Habréis oído, sin duda... -empezó Villena.

-Los rumores... claro que sí. Se dice que el rey es impotente y

que es por causa de él, no de Blanca, que el matrimonio es estéril. Es posible. Pero enfrentémonos con los obstáculos a medida que se nos presenten, ¿eh? Por el momento... ya hemos llegado.

Un paje los anunció y, como era característico de él, Enrique se adelantó a saludarlos; por más que tal demostración de familiaridad fuera grata para ambos visitantes, también la deploraban como indigna de las antiguas tradiciones de Castilla.

-¡Marqués! ¡Arzobispo! -exclamó Enrique mientras ambos se inclinaban ante él-. Me alegro de veros aquí -con un ademán dio a entender a su séquito que deseaba quedarse a solas con los dos ministros-. Hablemos ahora de nuestros asuntos -prosiguió-. Ya sabéis por qué os he pedido que vinierais.

-Reverenciado señor -respondió el marqués-, podemos imaginarlo. Vos deseáis servir a Castilla, y para ello os veis en la necesidad de tomar decisiones que os desagradan. Os ofrecemos nuestras respetuosas condolencias y nuestra ayuda.

-Lo lamento por la reina -expresó Enrique, levantando las manos en un gesto de desvalimiento-, pero, ¿qué puedo hacer por ella? Arzobispo, ¿creéis que será posible obtener un divorcio?

-Anticipándome a vuestras órdenes, Alteza, he pensado ya mucho en este asunto, y estoy seguro de que el obispo de Segovia prestará apoyo a mi plan.

-Mi tío ha resuelto nuestro problema, Alteza -intervino Vi-llena, decidido a que, por más que el arzobispo recibiera el agradecimiento del rey, no quedara olvidado su propio e importante papel en la conspiración.

-¡Mi querido arzobispo! ¡Queridísimo Villena! Os ruego que me digáis qué es lo que habéis ideado.

-Se podría conceder un divorcio por impotencia respectiva -precisó el arzobispo.

-¿Cómo podría ser eso?