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En una ocasión en que Andrés se dolía del comportamiento arrogante del marqués de Villena, Beatriz atrapó al vuelo la oportunidad que había estado esperando.

-Andrés -le dijo-, se me ocurre que si no fuera por Villena, el que actualmente es Gran Maestre de Santiago, se podría poner término a ese conflicto.

-Ah, querida mía -respondió Andrés, negando con la cabeza-, estarían aún las dos herederas. No será posible tener paz mientras estén divididas las opiniones respecto de si quien tiene derecho al título es la princesa Isabel o la princesa Juana.

-La princesa Juana... ¡la Beltraneja! -se mofó Beatriz-. Todo el mundo sabe que se trata de una bastarda.

-Pero la reina juró...

-¡La reina juró! Sólo por capricho, esa mujer juraría cualquier cosa. Bien sabéis, Andrés, que Isabel es la legítima heredera del trono.

-Cuidado, esposa mía. Recordad que estamos al servicio del rey y que el rey ha concedido la sucesión a su hija Juana.

-¡No es su hija! -clamó Beatriz, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda-. Y tampoco él lo cree.

¿Acaso no hubo un momento en que hizo de Isabel su heredera? El pueblo quiere a Isabel. Os diré una cosa: creo que si, en ausencia de Villena, pudiéramos reunir a Isabel con Enrique, podríamos hacer que él la aceptara como heredera, con lo que ya no se seguirían hablando tonterías sobre la Beltraneja. ¿Acaso eso no sería bueno para el país?

-Y para vos, Beatriz, que así volveríais a estar con vuestra amiga.

-Es verdad que me gustaría volver a verla -admitió, casi con dulzura, Beatriz-. Y también a su hijita. Me pregunto si se parece a Isabel.

-Bien -dijo Andrés-, ¿qué es lo que estáis tramando?

-Enrique viene aquí con frecuencia -le recordó Beatriz.

-Así es.

-A veces, sin Villena.

-Exactamente.

-¿Qué sucedería si Isabel estuviera también aquí? ¿Si combináramos un encuentro entre los dos?

-¡Que Isabel venga aquí... a territorio enemigo!

-¿Cómo podéis llamar a mi casa territorio enemigo? Cualquiera que intentara hacerla prisionera en mi casa tendría que pasar antes sobre mi cadáver.

Andrés posó la mano en el hombro de su mujer.

-Habláis con demasiada ligereza de la muerte, querida mía.

-El que gobierna este país es Villena. Gobierna al rey; os gobierna a vos.

-Eso no. Eso jamás lo conseguirá.

-Bueno, entonces, ¿por qué no hemos de invitar aquí a Isabel? ¿Por qué no ha de encontrarse ella con Enrique?

-Primero sería necesario tener la autorización de Enrique -le advirtió Andrés.

-Bueno, de eso me encargaré yo... siempre y cuando él venga aquí sin Villena.

-Estáis jugando un juego peligroso, querida mía.

-¡Al diablo con el peligro! -exclamó Beatriz, haciendo chasquear los dedos-. ¿Tengo vuestro permiso para hablar con el rey, la próxima vez que venga aquí solo?

Andrés soltó una carcajada.

-Querida Beatriz -le respondió-, bien sé que cuando me pe-

dís permiso es una simple formalidad. ¿De manera que habéis decidido hablar con Enrique en la primera oportunidad que se os presente?

Beatriz hizo un gesto afirmativo.

-Sí, lo he decidido -declaró.

Sabía que no le resultaría difícil.

La próxima vez que, mientras Villena estaba ocupado en Madrid, el rey fue al palacio de Segovia, Beatriz le pidió autorización para hablar con él.

-Alteza -comenzó-, ¿me perdonaréis el atrevimiento de haceros cierta pregunta?

Inmediatamente Enrique se alarmó, temeroso de que fueran a perturbar su paz.

Sin hacer caso de su expresión preocupada, Beatriz se apresuró a seguir hablando.

-Sé que, lo mismo que yo, Vuestra Alteza ama la paz por encima de todas las cosas.

-En eso tenéis razón -asintió Enrique-. Desearía que no hubiera más conflictos. Desearía que los que me rodean aceptaran las cosas como son y las dejaran así.

-Hay quien eso quisiera, Alteza, pero hay otros, próximos a vos, que provocan las tensiones. Y sin embargo, bien fácil sería tener paz en toda Castilla mañana mismo.

-¿Cómo, pues? -quiso saber Enrique.

-Pues bien, Alteza, sin ser experta en política, sé que en esta rencilla se enfrentan dos opiniones. Parte del país apoya a Vuestra Alteza y la otra parte a Isabel. Si hicierais de ella vuestra heredera, aplacaríais a aquellos que se os oponen, y los que son vuestros partidarios seguirían siéndolo. Por consiguiente se pondría así término al conflicto.

-Pero la heredera del trono es mi hija Juana.

-Alteza, el pueblo jamás la aceptará. Como bien sabéis, he servido a Isabel y la amo tiernamente. Sé que lo que ella ansia es el fin de las hostilidades. Isabel es verdaderamente vuestra hermana; de ello no hay sombra de duda. Pero en lo tocante a la princesa Juana... hay por lo menos grandes dudas respecto de su legitimidad. Si os avinierais solamente a un encuentro con Isa-

bel... a hablar con ella... a dejarla que os diga cuánto la aflige el conflicto planteado entre vosotros...

-¡Encontrarme con ella! Pero, ¿cómo? ¿Dónde?

-Podría venir aquí, Alteza.

-Eso no sería permitido.

-Pero Vuestra Alteza lo permitiría... y en cuanto a los que no lo harían, no es necesario que estén al tanto.

-Si le enviara yo un mensaje se enterarían inmediatamente.

-Alteza, si yo fuera a buscarla y os la trajera aquí, no se enterarían.

-Si partierais vos hacia Aranda, donde entiendo que en este momento se encuentra Isabel, todos conjeturarían cuál es el fin de vuestra misión y sabrían que vuestro propósito es traerla aquí para que se reúna conmigo.

Los ojos de Beatriz destellaron.

-Pero, Alteza... es que no iría a título personal. Iría disfrazada.

-Señora mía, esto no es más que un disparatado proyecto vuestro -declaró Enrique-. No penséis más en ello.

-Pero, si pudiera yo traerla a vuestra presencia... secretamente... ¿la recibiríais, Alteza? -insistió Beatriz.

-No podría negarme a un encuentro con mi hermana. Pero terminemos con esto.

Beatriz inclinó la cabeza y cambió de tema.

Enrique pareció quedarse contento, pero no sabía que Beatriz había empezado a dar forma a sus planes.

Solitaria, Isabel cavilaba en el palacio de Aranda. Pensaba en Fernando y estaba preguntándose cuánto debía prolongarse la separación de ambos.

Sentada con una de sus damas junto a un gran fuego, dedicadas a sus labores de aguja, al levantar de vez en cuando la mirada la princesa veía por las ventanas cómo caía la nieve. Pensó que los caminos debían estar helados y se estremeció al imaginar el tiempo en Aragón.

Estaba cosiendo una camisa, pues Isabel se había mantenido fiel a su voto de hacer ella misma todas las camisas que usara Fernando, cosa que, además, se había convertido entre ellos en una pequeña broma íntima.

-Cada una de vuestras camisas la coseré yo, hasta la última puntada -habíale dicho-. Ninguna otra mujer debe coseros vuestras prendas... únicamente yo.

Fernando, a quien siempre conmovían profundamente esos gestos femeninos, estaba encantado. Isabel suspiró. Para Fernando, era más digna de amor su femineidad que su inclinación a gobernar; prefería verla ocupada en la costura y no en los asuntos de estado.

Una de sus damas, sentada en el asiento de la ventana, mirando hacia afuera, anunció que había entrado en el patio una campesina que llevaba en el arzón de su silla un gran paquete.

-Pobre mujer, parece que tuviera frío y hambre. Quién sabe si traerá algo para vender.

Isabel dejó a un lado su labor para acercarse a la ventana. Sentía que era su deber interesarse por todos sus súbditos y estaba enseñando a la pequeña Isabel que fuera considerada con todos. Algún día, le recordaba, podrían ser sus súbditos, ya que si ella y Fernando no llegaban a tener hijos varones, su primogénita llegaría a ser reina de Castilla.