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-¡Pobre mujer, ciertamente! -exclamó-. Bajad pronto, no sea que la hagan salir, y haced que la inviten a entrar y comer algo. Y si trae mercancías para vender es probable que tenga algo que nos haga falta en casa.

La doncella partió a cumplir las órdenes recibidas, pero no tardó en regresar con la consternación pintada en el rostro.

-Alteza, la mujer pregunta si puede veros.

-¿Qué es lo que quiere?

-Se negó a decirlo, Alteza, pero se mostró muy insistente. Además, Alteza, no habla como una campesina, aunque sea ése su aspecto.

Isabel suspiró.

-Decidle que estoy ocupada -ordenó-. Pero preguntadle qué es lo que quiere y después venid a decirme qué os contesta.

La infanta se detuvo y levantó una mano a modo de advertencia, pues acababa de oír una voz que protestaba acaloradamente y cuyo acento de autoridad era inconfundible. Y ella conocía esa voz.

-Id inmediatamente a buscar a esa mujer para traerla a mi presencia -ordenó.

Momentos después la mujer se detenía en el umbral de la puerta. Ella e Isabel se miraron y, despojándose de su capa raída, Beatriz le tendió los brazos. El momento no admitía ceremonias y la princesa corrió hacia ella para abrazarla.

-¡Beatriz! Pero, ¿por qué? ¿Cómo habéis venido así?

-¿Podríamos hablar a solas? -preguntó Beatriz y con un gesto Isabel indicó a las demás mujeres que se retiraran.

-Era la única manera de venir -explicó Beatriz-, así que vine así... y sola. Si hubiera procedido de otra manera Villena se habría enterado. Se trata de que vengáis a Segovia, donde se encuentra en este momento el rey; la reunión será un secreto mientras no hayáis podido encontraros y hablar con él. Es la única manera.

-¿Enrique ha expresado el deseo de verme?

-Enrique os verá.

-Beatriz, ¿qué significa esto?

-Que sabemos, señora querida, que la reconciliación entre vos y Enrique significaría para el pueblo de Castilla la posibilidad de dejar de vivir bajo la amenaza cotidiana de la guerra civil.

-Pero... ¡Enrique lo sabe!

-Enrique está ávido de paz, y no será difícil persuadirlo... si podemos evitar la influencia de Villena.

-Beatriz, me estáis pidiendo que acuda a un encuentro con Enrique. ¿Habéis olvidado ya que trataron de capturarme y de hacerme prisionera? ¿No recordáis lo que hicieron con Alfonso?

-Lo que os pido es que vengáis al Alcázar de Segovia. Allí no puede aconteceros ningún daño. Está bajo la vigilancia de Andrés... y Andrés está bajo la mía.

-Fuisteis siempre una mujer decidida -rió Isabel-. ¿Acaso Andrés os ama menos por eso?

Beatriz miró de frente a su amiga.

-También vos sois fuerte -señaló-. ¿Acaso Fernando os ama menos por eso?

Y advirtió que una leve sombra atravesaba el rostro de Isabel mientras su amiga respondía:

-No lo sé.

Isabel entró en Segovia en compañía del arzobispo de Toledo.

Enrique la recibió con ternura y, mientras la abrazaba, los ojos se le llenaron de lágrimas.

-Sabéis, hermana querida, que todo este conflicto no es obra mía.

-Bien que lo sé, Enrique -contestó Isabel-, y el estado de nuestro país es para mí causa de tanto dolor como para vos.

-Ansioso estoy de tener paz -afirmó Enrique, con vehemencia desacostumbrada.

-Lo mismo que yo.

-Entonces, Isabel, ¿por qué no podemos tenerla?

-Por los nobles celosos que nos rodean... y que se disputan entre sí el poder.

-Pero, si nosotros somos amigos, ¿qué importancia tiene todo lo demás?

-Es por el asunto de sucesión, Enrique. Vos sabéis que yo soy la verdadera heredera de Castilla. Soy vuestra medio hermana... el único miembro de vuestra familia.

-Pero... está mi hija.

-Ni vos creéis que Juana lo sea, Enrique.

-Su madre lo juró.

-Tampoco a ella le creéis, Enrique.

-¿Quién puede decirlo? ¿Quién?

-Ya veis -prosiguió Isabel-, que sólo con que me aceptarais como heredera del trono, ya no habría más conflicto. Si vos y yo fuéramos amigos y nos dejáramos ver juntos, qué felicidad reinaría en Castilla y en León.

-Ansioso estoy de verlos felices.

-Entonces, Enrique, podríamos empezar por corregir estos errores, y así devolveríamos el país a la ley y el orden. No tiene sentido este conflicto referente a quien ha de ser la heredera, cuando hay tantas cosas importantes que esperan consideración.

-Ya lo sé. Bien lo sé.

Sin esperar a que lo anunciaran, el arzobispo se acercó a ellos; había asumido completamente la autoridad.

-Si os avenís a caminar por la ciudad llevando las riendas del palafrén de la princesa, con la intimidad que conviene entre her-

mano y hermana, Alteza, con ello daríais gran alegría al pueblo de Segovia.

-Mi único deseo es darles alegría -repitió Enrique.

El pueblo de Segovia había expresado vocingleramente su júbilo al ver al rey caminando por las calles y llevando las riendas del palafrén de su hermana. Eso era una buena noticia. La amenaza de la guerra civil estaba superada. El rey se había sacudido el yugo de Villena y empezaba a pensar por sí mismo; sin duda ahora aceptaría como heredera a Isabel.

Cuando los hermanos regresaron al Alcázar, el pueblo se reunió ante sus puertas para gritar.

-¡Castilla! ¡Castilla! ¡Castilla para Enrique e Isabel!

Con lágrimas en los ojos Enrique saludaba al pueblo.

Hacía mucho tiempo que no lo aclamaban de esa manera.

A altas horas de aquella noche, Beatriz acudió, presurosa, al dormitorio de Isabel.

La infanta estaba ya dormida.

-Isabel -susurróle Beatriz al oído-, despertaos. Ha llegado alguien que os espera para veros.

Sobresaltada, Isabel se enderezó en la cama.

-¿Qué sucede, Beatriz?

-Shh -la silenció su amiga-. Todo el palacio duerme.

Se dio vuelta entonces para hacer un gesto, e Isabel distinguió una figura, alta y familiar, que entraba en la habitación.

Dejó escapar un grito de alegría en el momento en que Fernando se arrojaba sobre la cama para tomarla en sus brazos.

Beatriz los contemplaba, riendo.

-Ha llegado en buen momento -comentó.

-Cualquier momento en que él venga es bueno -respondió Isabel.

-Isabel, querida mía -murmuraba Fernando.

-Ya tendréis luego mucho tiempo para demostraros vuestro afecto -señaló Beatriz-, pero en este momento hay algo importante por resolver. Enrique os ha recibido, Isabel, pero ¿recibirá a vuestro esposo? Es lo que tenemos que considerar. Y pronto se sabrá que Fernando está de regreso, y que estáis aquí los dos juntos, con el rey. Una vez que esto llegue a oídos de Villena, el

marqués hará todo lo que pueda por impedir que la amistad se renueve entre vosotros. Mañana por la mañana, temprano, debéis pedir audiencia a Enrique y persuadirlo de que reciba a Fernando.

-Oh, lo hará; yo sé que lo hará.

-Debe hacerlo -insistió Beatriz-; es imperativo. Debe reconciliarse con vosotros dos. Pronto será Día de Reyes... ¿es mañana, o pasado mañana? Servirá de excusa para un banquete que ofreceremos Andrés y yo, y cuando se vea qué amistad os dispensa a los dos el rey, todos sabrán que reconoce vuestro matrimonio y os acepta, Isabel, como su heredera. Ahora, os dejo. Pero mientras el rey no haya recibido al príncipe Fernando, nadie, a no ser aquellos a quienes podemos tener absoluta confianza, debe saber que se encuentra aquí.

Fernando se había despojado de las ropas llenas de polvo con que había viajado e Isabel estaba en sus brazos.

-Parece que hubiéramos estado años sin vernos -murmuró el príncipe.