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-Vamos, Fernando -murmuró Isabel-, no debemos ser enemigos.

-Parece que tal fuera vuestro deseo -masculló él, sin poder mirarla a los ojos.

Su mujer se acercó a tomarle la mano.

-No, está muy lejos de serlo. Era yo tan feliz, y ahora...

Se arrodilló a los pies de Fernando y levantó los ojos hacia él.

Durante un momento, Fernando pensó que Isabel venía a pedirle perdón, a ofrecerle todo lo que quisiera, con tal de que se quedara con ella.

Después, se dio cuenta de que hasta ese momento no había conocido a Isabel. Había conocido a una mujer dulce, que estaba ansiosa de agradarle, que lo amaba con una mezcla de pasión y de ternura; y él, demasiado atento a Fernando para ser capaz de atender a Isabel, había creído que la entendía.

Ella le tomó una mano y se la besó.

-Fernando -preguntó Isabel-, ¿por qué ha de haber entre nosotros esta rencilla? Estamos riñendo por el poder como riñen los niños por un puñado de dulces. Un día, vos seréis rey de Aragón, y tal vez alguna vez queráis pedirme que os ayude a resolver algún problema que se os plantee en el gobierno de vuestro país. Y yo sé que haré lo mismo con respecto al mío. Pensad que si en este asunto se respetara vuestro punto de vista y se introdujera en Castilla la ley sálica, nuestra pequeña Isabel ya no sería la he redera de Castilla y de León. Pensad en eso, Fernando. Vamos, esposo mío, os ruego, os suplico que no llevéis a la práctica la amenaza de abandonarme, porque yo os necesito. Sin vos, ¿cómo podría gobernar estos reinos? Cien veces por día os necesitaré, Fernando. Soy yo, Isabel, quien os lo pide... quedaos.

Su marido la miró. En sus ojos vio el brillo de las lágrimas, la vio arrodillada ante él. Pero aunque estuviera de rodillas, Isabel seguía siendo la soberana de Castilla.

Y le ofrecía una forma de salir del atolladero. <.Cómo podía Fernando regresar a Aragón con nobleza? Y lo que ella le decía era: «¿Cómo puedo vivir sin vos, Fernando, cuando os necesito tanto?»

-Tal vez me haya apresurado -murmuró-. Para un hombre, no es fácil...

-No, no es fácil -dijo ansiosamente Isabel, pensando en Fer-

nando el mimado de su padre y de su madre... y de ella. No, no era fácil para él limitarse a ser el consorte de la reina, cuando creía que debería haber sido el rey-. Pero sois ya el rey de Sicilia, Fernando, y un día lo seréis de Aragón. Y Aragón y Castilla se unirán. Fernando, no debemos permitir que se arruine la gran felicidad que nos hemos dado el uno al otro. Y pensad en la gran felicidad que aportaremos a Castilla y a Aragón.

-Creo que tenéis razón -admitió Fernando.

Ella le sonrió, y su sonrisa era radiante.

-Y como vos decís que me necesitáis tanto...

-Es verdad, Fernando, ¡es verdad! -exclamó Isabel, poniéndose de pie para arrojarse en sus brazos.

Durante un momento siguieron inmóviles, abrazados.

-Ya veis, Fernando -continuó la reina-, somos muy jóvenes y tenemos mucho por hacer y toda la vida por delante.

-Es verdad, Isabel -admitió él, tocándole la mejilla y mirándola como si la viera por primera vez y acabara de descubrir en ella algo que hasta entonces le había pasado inadvertido.

-Quiero que todos sepan que las cosas están bien -declaró Isabel- ... que todos puedan ser tan felices como nosotros.

Lo llevó hacia la ventana para que el pueblo los viera, a los dos, allí de pie.

Isabel puso la mano en la de Fernando, que se la llevó a los labios para besarla.

La comprensión popular fue inmediata.

-¡Castilla! -empezaron a gritar-. ¡Castilla para Isabel... y para Fernando!