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La niña se decía que la reina se había quedado mucho tiempo allí, con los ojos perdidos en el futuro, pero no podían haber sido más que unos segundos, ya que en caso contrario el gimoteo de Alfonso se habría convertido en sonora protesta.

Entretanto, la reina no decía nada, seguía mirando fijamente al vacío, con ese aspecto colérico y decidido que tan bien recordaba Isabel haberle visto en otros momentos.

De pronto, la niñita no pudo soportarlo más, tal vez porque hacía demasiado tiempo que venía dominándose, quizá porque estaba tan ansiosa por preservar la paz de Arévalo.

Se acercó a su madre e hizo una profundísima reverencia.

-Alteza, creo que Alfonso tiene hambre -advirtió.

-Hambre, Alteza -lloriqueó el infante-. Alteza hace daño a Alfonso.

La reina siguió mirando sin ver, haciendo caso omiso de las palabras de sus hijos.

-Se ha vuelto a casar -reanudó su pensamiento-. Cree que ahora engendrará un hijo, pero no será así. No puede ser; es imposible. Es el justo castigo por la vida que ha llevado.

Era el viejo tema que Isabel había oído ya tantas veces; era un

recuerdo del pasado, algo que le advertía que la paz de Arévalo podía hacerse trizas en un instante.

-Alfonso hambre -gimió el niño.

-Hijo mío -repitió la reina-, un día serás rey de Castilla. Un día...

-No quiere ser rey -gritó Alfonso-. Alteza le hace daño.

-Alteza -volvió a intervenir Isabel, preocupada-, ¿queréis que os mostremos cómo Alfonso es capaz de caminar solo?

-¡Pues que lo intenten! -exclamó la reina-. ¡Qué lo intenten, ya verán! Castilla entera se reirá de ellos.

Después, para alivio de Isabel, volvió a dejar en el suelo a Alfonso. El niño se miraba los brazos, lloriqueando.

-Camina, Alfonso. Muéstrale a Su Alteza -murmuró Isabel, tomándolo de la mano.

Alegremente, Alfonso hizo un gesto afirmativo.

Pero la reina había empezado a reírse.

Alfonso miró a su madre y gorjeó de placer. No entendía que hubiera más de una clase de risa; él sólo conocía la risa de diversión o de felicidad, pero Isabel sabía que esa era una risa aterradora, que había regresado después de esa larga paz.

Una de las mujeres, que la había oído, entró en el aposento. Miró a los dos niños, que seguían inmóviles observando a su madre, y salió de la habitación. No tardó en regresar con un médico.

Ahora la reina se reía de tal manera que no podía detenerse. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Alfonso se reía también y se volvió hacia Isabel para asegurarse de que ella también participaba en el juego.

-Alteza -intervino el médico-, si queréis venir a vuestros aposentos os daré una poción que os permitirá descansar.

Pero la reina seguía riéndose y sus brazos habían empezado a estremecerse sin freno. Entretanto, otro médico se les había reunido.

Con él venía una mujer; Isabel oyó su voz calma, dando órdenes.

-Llevaos a los niños... inmediatamente.

Pero antes de que salieran, Isabel alcanzó a ver a su madre sobre el diván, inmovilizada allí por los dos médicos que le murmuraban palabras tranquilizadoras, hablándole de descanso y de pociones.

No había escapatoria, pensó Isabel, ni siquiera en Arévalo. Se alegró de que Alfonso fuera tan pequeño como para, mientras no viera a su madre, olvidarse de la escena que ambos acababan de presenciar; se alegró de que fuera demasiado pequeño para entender lo que eso podía significar.

Enrique fue feliz durante las primeras semanas de su matrimonio. Había dispuesto ceremonias y procesiones de una extravagancia tal como raras veces se había visto en Castilla. Hasta ese momento no había dado motivo de disgusto a sus súbditos y mientras cabalgaba entre ellos, a la cabeza de un cortejo resplandeciente, destacándose por encima de casi todos los miembros de su comitiva, calzada la corona sobre el pelo rojo, sonoros vítores lo aclamaban. Y él sabía cómo dispensar sonrisas y saludos de manera que todos tuvieran su parte, ricos y pobres.

-Ahí va un rey tal como no lo hemos visto en muchos años -se decía el pueblo de Castilla.

Algunos habían sido testigo de la partida de Blanca y se habían compadecido de ella. Se la veía tan solitaria, la pobre.

Pero la mayoría opinaba que el rey había cumplido con su deber hacia Castilla. La reina Blanca era estéril y, por virtuosa que pueda ser una reina, la virtud no es sustituto adecuado de la fertilidad.

-¡Pobre Enrique! -suspiraban-. Qué tristeza debe de haber sentido al tener que divorciarse de ella. Y sin embargo, antepone su deber hacia Castilla a su propia inclinación.

En cuanto a Enrique, apenas si había vuelto a pensar en Blanca desde que ésta partiera. Había quedado muy complacido al poder apartarla de sus pensamientos, y cuando vio a su nueva esposa sintió que se le elevaba el ánimo.

En su calidad de experto en mujeres, reconoció en ella algo más que la belleza... una profunda sensualidad que podría armonizar con la suya propia o aproximársele por lo menos.

Durante las primeras semanas del matrimonio, apenas si se apartó de ella. En público, Juana encantaba a sus súbditos; en privado, era igualmente satisfactoria para él.

No podría haber habido una mujer más diferente de la pobre

Blanca. Enrique se alegraba de haber tenido el valor de deshacerse de ella.

En los ojos chispeantes de la nueva reina se escondía cierta determinación, que todavía no era del todo evidente. En los primeros momentos, Juana se conformó con jugar a la esposa ansiosa de complacer a su marido.

Atendida por las damas de honor que la habían acompañado desde Lisboa, la reina era siempre el centro de la atracción. Llena de energía, planeaba bailes y espectáculos que competían con los que el rey ofrecía en honor de ella, de manera que parecía que los festejos nupciales estuvieran destinados a prolongarse durante mucho tiempo.

En primera línea, entre quienes rodeaban a la nueva soberana, estaba Alegre. Sus danzas, la espontaneidad de su risa, su placer de estar viva, comenzaban ya a atraer la atención.

Juana la observaba con cierta complacencia.

-¿Has encontrado ya un amante castellano? -le preguntó.

-Eso creo, Alteza.

-Dime cómo se llama.

-Decirlo no sería hacerle justicia, Alteza, pues él no sabe aún los placeres que le esperan.

-¿Debo suponer que ese hombre no es tu amante todavía?

-Así es -respondió recatadamente Alegre.

-Entonces debe ser muy lento, porque si tú te has decidido, ¿cómo no lo hace él?

-¿Quién puede saberlo? -murmuró Alegre y, riendo, cambió de conversación-. Es un placer para todos los que servimos a Vuestra Alteza ver la dedicación que os consagra el rey. He oído decir que ha tenido centenares de amantes y, sin embargo, cuando está con vos parece un jovenzuelo que se enamorara por primera vez.

-Mi querida Alegre, yo no soy como tú. En amor yo no tolero la lentitud.

-Su Alteza está tan enamorado de vos -continuó Alegre, inclinando la cabeza-, que parece haberse olvidado de esos dos ca-maradas de él, Villena y el arzobispo... o casi.

-¡Esos dos! -exclamó la Reina-. Están siempre pegados a él.

-Susurrándole consejos -completó Alegre-. No me asombraría que ellos le hubieran aconsejado cómo trataros. No me sor-

prendería. Me imagino que no es mucho lo que el rey hace sin su aprobación. Creo que está muy acostumbrado a escuchar a esos dos queridos amigos.

Juana se quedó en silencio, pero después recordó esa conversación. Se sentía un tanto irritada por los dos amigos y consejeros del rey, el cual los valoraba excesivamente y, en opinión de Juana, se les sometía de un modo ridículo.