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Los estantes del cuarto trastero estaban vacíos y el lavabo, limpio, con la ventilación del techo abierta a la cubierta superior. Abrí la puerta del camarote principal y miré en su interior, pero decidí dejarlo para después. Me acerqué a la puerta del camarote de proa y tuve que usar una llave de las que me había proporcionado Graciela para abrir.

La estancia era como yo la recordaba. Dos pares de literas en V en cada lado, siguiendo la forma de la proa. Las literas de la izquierda, con sus finos colchones enrollados y sostenidos por pulpos, todavía se utilizaban para dormir en ellas. En cambio, en la derecha, la cama inferior no tenía colchón y había sido convertida en escritorio. En la superior había cuatro grandes archivos de cartón, uno al lado del otro.

Los casos de McCaleb. Los miré prolongada y solemnemente. Si alguien lo había matado, creía que encontraría al sospechoso allí.

– Puede pasar hoy en cualquier momento.

Casi salté. Era Lockridge que estaba de pie detrás de mí. Una vez más no lo había oído ni había notado que se aproximara.

El estaba sonriendo porque le gustaba acercarse a mí sigilosamente, como una serpiente.

– Bueno -dije-, podemos pasarnos después de comer. Para entonces necesitaré tomarme un descanso.

Miré el escritorio y vi el portátil blanco con la reconocible silueta de una manzana con un trozo mordido. Me agaché y lo abrí, aunque no sabía cómo proceder.

– La última vez que estuve aquí tenía otro.

– Sí -dijo Lockridge-. Se compró éste por los gráficos. Estaba empezando a interesarse en fotografía digital y eso.

Sin mi invitación ni aprobación, Lockridge se acercó y pulsó un botón blanco del ordenador. Este empezó a zumbar y la pantalla negra se llenó de luz.

– ¿Qué clase de fotografía? -pregunté.

– Oh, bueno, cosas de aficionado sobre todo. Sus hijos, puestas de sol y chorradas. Comenzó con los clientes. Empezamos a hacerles fotos con su pez trofeo, ¿sabe? Y Terry simplemente tenía que bajar aquí para imprimir fotos de veinte por veinticinco al momento. Hay una caja de marcos baratos por algún sitio. El cliente pescaba y se llevaba una foto enmarcada. Incluida en el precio. Funcionaba muy bien. Nuestras propinas subieron mucho.

El ordenador terminó la ejecución de la rutina de arranque. La pantalla era un cielo azul claro que me hizo pensar en la hija de McCaleb. Había varios iconos esparcidos en el cielo. Enseguida me fijé en uno que era un fichero en miniatura bajo el cual se leía la palabra «Perfiles». Sabía que era una carpeta que quería abrir. Examinando la parte inferior de la pantalla, vi un icono que mostraba una cámara de fotos delante de la instantánea de una palmera. Puesto que estábamos hablando de fotografía lo señalé.

– ¿Es aquí donde están las fotos?

– Sí -dijo Lockridge.

Otra vez procedió sin mi permiso. Puso el dedo en un pequeño cuadrado que había delante del teclado, que a su vez movió una flecha en la pantalla hasta el icono de la cámara y la palmera. Lockridge pulsó con el pulgar un botón situado debajo del cuadrado y rápidamente la pantalla adoptó otra imagen. Lockridge parecía familiarizado con el ordenador y este hecho me suscitó las preguntas de por qué y cómo. ¿Terry McCaleb le había permitido acceder al ordenador -al fin y al cabo eran socios- o era eso algo en lo que Lockridge se había hecho experto sin el conocimiento de su socio?

En la pantalla se abrió un marco bajo el encabezamiento de iPhoto. Había una lista con varias carpetas. La mayoría tenía por nombre una fecha, normalmente unas semanas o un mes. Había una carpeta que simplemente se llamaba «Recibido».

– Allá vamos -dijo Lockridge-. ¿Quiere ver algo de esto? Son clientes y peces.

– Sí, enséñeme las más recientes.

Lockridge hizo clic en una carpeta que estaba etiquetada por fechas que terminaban justo una semana antes de la muerte de McCaleb. La carpeta se abrió y surgieron varias decenas de fotos ordenadas cronológicamente. Lockridge hizo clic en la más reciente. Al cabo de un instante apareció una foto en la pantalla. Mostraba a un hombre y una mujer, ambos muy quemados por el sol y sonriendo mientras sostenían un espantoso pez marrón.

– Halibut de la bahía de Santa Mónica -dijo Buddy-. Ese fue bueno.

– ¿Quiénes son?

– Um, eran de… Minnesota, creo. Sí, de St. Paul. Y no creo que estuvieran casados. O sea, estaban casados, pero no el uno con la otra. Estaban alojados en la isla. Fue la última salida antes del viaje a Baja. Las fotos de ese viaje probablemente siguen en la cámara.

– ¿Dónde está la cámara?

– Debería estar aquí. Si no, probablemente, la tendrá Graciela.

Hizo clic en una flecha situada encima de la foto que señalaba a la izquierda. Pronto apareció la siguiente imagen: la misma pareja y el mismo pez. Lockridge continuó manejando el ratón del ordenador y al final llegó a un nuevo cliente con su trofeo, una criatura blanca rosada de unos treinta y cinco centímetros.

– Barramundi -dijo Lockridge-. Bonito ejemplar.

Continuó pasando imágenes, mostrándome una procesión de pescadores y sus capturas. Todos parecían felices, algunos incluso tenían el delator brillo del alcohol en los ojos. Lockridge conocía los nombres de todos los peces, pero no el de todos los clientes. No los recordaba a todos por el nombre. Algunos de ellos simplemente se clasificaban como tipos que daban buenas o malas propinas, y punto.

Finalmente, llegó a un hombre con una sonrisa de satisfacción en el rostro que sostenía un pequeño barramundi. Lockridge maldijo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Es el capullo que se fue con mi maldita caja de pesca.

– ¿Qué caja de pesca?

– Mi GPS. Es el tipo que se lo llevó.

7

Backus permaneció a al menos treinta metros de distancia de ella. Incluso en el atestado aeropuerto de Chicago, sabía que ella estaría en lo que siempre llamaban «alerta seis» cuando estaba en el FBI. Vigilando su espalda y siempre comprobando si la seguían. Ya había resultado bastante comprometido viajar con ella hasta entonces. El avión de Dakota del Sur era pequeño y había menos de cuarenta personas a bordo. La distribución aleatoria de los asientos lo había colocado sólo dos filas detrás de ella. Tan cerca que pensaba que podía oler su aroma, el que subyacía al perfume y el maquillaje. El que podían seguir los perros.

Era embriagador estar tan cerca y a la vez a tanta distancia. Todo el tiempo quería que se volviera y captar un atisbo de su rostro entre los asientos, ver lo que estaba haciendo. Pero no se atrevió. Tenía que esperar su oportunidad. Sabía que las cosas buenas recompensaban a aquellos que las planeaban cuidadosamente y después esperaban. Ese era el quid de la cuestión, el secreto. La oscuridad espera. Todo va a parar a la oscuridad.

La siguió a través de media terminal de American Airlines hasta que ella tomó asiento en la puerta de embarque K9. Estaba vacía. No había viajeros allí. No había empleados de American detrás del mostrador, esperando para ponerse al ordenador y verificar los billetes. Sin embargo, Backus sabía que el único motivo era que era temprano. Los dos habían llegado temprano. El vuelo a Las Vegas no partiría de la puerta K9 hasta al cabo de dos horas. Lo sabía porque él también iba en el vuelo a Las Vegas. En cierto modo era el ángel guardián de Rachel Walling, un escolta silencioso que la acompañaría hasta que ella llegara a su destino final.

Pasó de largo junto a la puerta, con cuidado de no resultar obvio al mirarla, pero con la curiosidad de ver cómo iba a pasar ella el tiempo esperando el siguiente vuelo. Se colgó la cinta de su gran bolsa de cuero con ruedas del hombro derecho para que si por casualidad ella levantaba la vista se fijara en la bolsa y no en su rostro. No le preocupaba que lo reconociera por quién era. Todo el dolor y las cirugías se habían ocupado de eso. Pero ella podría reconocerle del vuelo de Rapid City. Y prefería evitarlo. No quería que empezara a sospechar.