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Nick, vestido con unos vaqueros y una camiseta viejos, estaba examinando su moderna cocina con disgusto. Cuando había comprado el chalé le había dado igual cómo fuera la cocina, y la había dejado en manos de la decoradora.

Cassie lo había dejado con la sensación de que la cocina debía ser un lugar donde un hombre pudiera sentirse en casa. Y la suya no lo era en absoluto.

Era tan impersonal y moderna como el supermercado.

Pensó que si la cocina hubiera sido más acogedora él tal vez habría pasado más tiempo en ella.

Pero era un lugar para trabajar y no para holgar. No había dónde sentarse a excepción de unas banquetas. En cambio la cocina de Cassie tenía hasta un sofá.

También le había gustado que la cocina diera a un pequeño jardín. Estaba seguro de que ella tomaría el desayuno allí los días de sol. La idea era muy atractiva. Él no solía demorarse mucho en el desayuno, pero si hubiera tenido una mujer como Cassie con quien conversar, probablemente le habría sido fácil adquirir esa costumbre. Miró alrededor.

Tal vez tuviera que cambiar todo. Ni siquiera tenía olor a cocina.

Abrió el libro de Cassie y miró la receta.

En primer lugar necesitaba una sartén grande.

Al menos sabía usar una sartén. Se sonrió recordando una propaganda que habían hecho para su tienda de deportes. Habían hecho un catálogo para el que se habían sacado fotos todos los miembros de su familia en lugar de contratar modelos. Sus parientes deportistas también habían participado.

Uno de los últimos productos que habían lanzado había sido una sartén para campamentos. Y la había probado.

Así que las sartenes no tenían ningún misterio para él. Y la receta parecía sencilla, al menos en su descripción. Y se podía preparar en treinta minutos. Así que no había problema.

Encontró un juego de sartenes aparentemente sin estrenar y eligió la más grande. Echó un poco de mantequilla y aceite y la puso al fuego. ¿A fuego fuerte? ¿Lento? Lo único que decía la receta era que calentase la mantequilla y el aceite en una sartén grande.

Subió el fuego y siguió leyendo para ver qué tenía que hacer después.

Sonó el teléfono que había en la pared.

– Nick, soy Graham. Hemos tenido un problema con nuestro viaje a París.

– ¿Qué tipo de problema? ¿Se ha enterado de la sorpresa Helen?

– No, no es un problema que tenga que ver con Helen. Es un problema de la abuela. Tu madre está demasiado ocupada para quedarse con los niños… -no dijo que como siempre, porque los dos sabían que a Lizzie Jefferson las obras de caridad le absorbían mucho tiempo-. Y mi madre se marcha con sus amigas una semana a Bournemouth. Ella me ha ofrecido cancelar su viaje, pero…

Pero la madre de Graham era siempre quien tenía que encontrar tiempo para sus nietos, mientras que su madre dedicaba su tiempo a causas que lo merecían más, pensó Nick, con acritud.

– No. Tu madre no tiene que anular su viaje, hablaré con mamá. Estoy seguro de que si se lo explico, ella encontrará tiempo para que su hija pueda disfrutar de unos días como regalo de cumpleaños. Al fin y al cabo, la caridad bien entendida empieza por casa.

– Pero Nick, no lo comprendes.

El olor a quemado entró de repente en la consciencia de Nick, y éste se dio la vuelta. La sartén estaba echando humo. Se quedó mirándola un momento sin poder creerlo, luego dijo

– Déjamelo a mí, Graham -tiró el teléfono y el libro de cocina de Cassie y corrió a quitar la sartén del fuego.

La sartén estaba negra y olía fatal.

Nick colgó el teléfono, recogió el libro de cocina de Cassie y puso el extractor de humos. Llenó la pila con agua caliente y sumergió la sartén. Se la dejaría a la mujer que iba a limpiar por la mañana. Entonces buscó otra sartén y con pesar decidió volver a empezar.

Aquella vez observó cómo se derretía la mantequilla en el aceite antes de agregar las pechugas en la grasa caliente. Hubo un chasquido satisfactorio al echarlas y la carne empezó a dorarse. ¿Qué seguía? Consultaría con el oráculo.

– Agregar la cáscara rallada de un limón más el zumo de éste, junto con el romero picado.

Le llevó un rato encontrar el rallador. Cuando empezó a rallar el limón se dio cuenta de que tendrían que haberle advertido que rallara el limón antes de empezar a cocinar el pollo. ¿Por qué diablos no decía nada el libro?

Alzó el rallador para observar cómo iba. La ralladura resultante era casi invisible y el pollo se había empezado a dorar muy rápido. Puso el rallador en la posición en la que rallaba más grueso y la piel del limón comenzó a salir más rápida. La echó en la sartén.

Zumo. Había un exprimidor en algún sitio. Pero no tenía tiempo de buscarlo. Entonces tomó el cuchillo que tenía más cerca y cortó el limón en dos. Luego lo exprimió fuertemente encima de la sartén. Cayeron algunas semillas, pero tampoco tenía tiempo de preocuparse por ello.

Picar el romero. ¿Cuánto romero? Empezó a picarlo: ¿Tendría que haberlo lavado primero? El burdo resultado lo echó al pollo. Bien. ¿Qué más?

– Añadir ciento cincuenta centímetros cúbicos de un buen caldo de pollo.

– ¿Caldo de pollo? Nick miró los ingredientes encima de la mesa. Había un cartón de nata líquida y un racimo de uvas. No había caldo de pollo. Ni bueno ni malo.

CAPÍTULO 5

CUANDO sonó el teléfono, Cassie estaba de pie en una silla, limpiando el armario. El limpiar armarios era una buena forma de no pensar demasiado.

Y una cosa en la que no debía pensar era en Nick Jefferson. Y en Jonathan. El problema era que desde que había conocido a Nick Jefferson, no podía dejar de acordarse de Jonathan.

No era extraño. No se parecía a Nick, pero tenía la misma sonrisa, el mismo encanto seductor. Y era igual de difícil de resistir.

A los veintidós años no había sentido ninguna necesidad de resistirse. Se había enamorado perdidamente. De eso se trataba la vida. Creces, te enamoras, te casas y eres feliz el resto de tu vida. Al menos se suponía que debía de ser así. Aunque a ella la felicidad no le había durado nada.

Cassie no bajó a atender el teléfono, prefirió dejar el contestador.

Oyó el mensaje grabado con su voz. Luego el pitido a partir del cual debían dejar el mensaje.

– ¿Qué diablos es eso del caldo de pollo, Cassie?

Cassie saltó al oír la voz enfadada de Nick Jefferson.

– Estoy siguiendo la maldita receta ésta, y de pronto me sale con un buen caldo. Dígame una cosa, ¿es que la gente usa un caldo malo deliberadamente?

– No. Quiere decir… -ella se calló.

El hablarle a un contestador no era una muestra de estar bien de la cabeza.

– ¿Y por qué no le advierte a la gente que prepare primero todas las menudencias? -agregó él.

– Porque cualquiera con dos dedos de frente lo sabría -contestó ella.

Luego frunció el ceño. ¿No era así? Sus libros estaban escritos para cocineros experimentados, pero… tal vez tuviera que aclarar esas cosas. O escribir un libro especial para principiantes; no todo el mundo aprendía a cocinar en el regazo de su madre.

Hubo un silencio en el contestador, probablemente él estuviera esperando que Cassie levantase el auricular y le contestase.

Ella, en cambio, se quedó pensando en la posibilidad de un programa en televisión para principiantes en la cocina.

– ¡Maldita sea! ¡Sé que está ahí, Cassie, así que será mejor que levante el teléfono y me conteste, o le escribiré a esa mujer de la televisión y le diré que usted y sus libros de cocina son fraudulentos!

– ¡Qué hombre! -murmuró ella irritada.

¿Cuánto tiempo iba a seguir quejándose? Iba a gastar la cinta entera del contestador. ¿Por qué no llamaba a su hermana y le preguntaba cómo hacer un caldo? ¿Y de dónde había sacado su número de teléfono? No estaba en la guía. ¿Lo había memorizado del teléfono cuando había estado en su cocina? ¿O había sido Beth, que seguía fantaseando con hacer de Celestina? Bueno, daba igual.