Claro que Nick le había robado aquel beso. Y los besos robados, aunque fueran muy dulces, no contaban. Al menos no tanto como para estar alucinando en aquel momento.
Cerró los ojos un instante. Cuando los abrió vio una enorme sombra en la entrada, era la espalda ancha de un hombre quitando la luz del anochecer. Dejó escapar un grito de alarma y Dem salió corriendo a esconderse en algún sitio.
– ¿Cassie?
– ¿Nick? -preguntó Cassie cuando él encendió la luz. Se hizo sombra con la mano a modo de visera para que no la deslumbrase.
En ese momento lo vio perfectamente. No había estado alucinando. Era real. Entonces empezó a hacerse preguntas. Como qué se pensaba, qué hacía metiéndose en la cocina sin que lo hubiera hecho pasar… ¿Cómo había hecho para entrar, si su casa estaba rodeada por una pared de cerca de dos metros y medio? Estaba furiosa con él por haberla asustado de semejante manera, pero, ¿por qué se alegraba de verlo?
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Nick.
Realmente no necesitaba preguntar. La silla caída, la puerta rota del armario, le dejaba claro de qué se trataba. Y se imaginó cómo había ocurrido. Se habría subido a una silla para sacar las cosas que él había acomodado en el armario sin pensarlo bien. Y se habría caído. Y era culpa suya.
Cassie se dio cuenta de que él estaba preocupado. O quizás sólo estuviera enfadado. Se había mostrado muy irritado por teléfono. Todo ese lío por un caldo. ¿Qué les pasaba a los hombres? Siempre tenían que hacer un drama de cualquier tontería. Como ésa.
Se había caído de una silla. Simplemente. Podía arreglárselas sola.
Pero no le dio tiempo a decirle nada. Él se agachó a su lado, la tomó por la cintura, y le buscó el pulso. Ella no pudo contener la risa.
– ¿Qué tiene de gracioso? -le preguntó él.
– Tú eres gracioso. Me he torcido el tobillo, Nick. No te sirve de nada tomarme el pulso.
Él la miró con cara de enfadado.
– Me parece que tu pulso es un poco irregular -le quitó un mechón de pelo de la cara-. ¿Te has golpeado la cabeza? Será mejor que llame a una ambulancia -dijo, sin esperar la respuesta.
Ella podría haberle dicho que el único motivo por el que su pulso estaba alterado era porque él estaba inclinado sobre ella, a pocos centímetros de su mejilla. Si él se hubiera dado la vuelta y la hubiera mirado a los ojos, seguramente habría hecho lo que había estado a punto de hacer cuando ella le había cerrado la puerta: la habría besado. Y no podía negar que quería que lo hiciera. No podía mentirse a sí misma.
Ella había impedido que Nick la besara porque estaba asustada. Tenía miedo de que le hicieran daño. Lo que era ridículo. ¿Cómo podía hacerle daño? Sólo podía hacerle daño alguien a quien amase. Y ella se había jurado no volver a caer en la trampa del amor.
A esa distancia podía verle la sombra de la barba de un día. Y sabía perfectamente cómo sería sentirla sobre su piel. Sintió ganas de alzar la mano y tocársela. Y de pronunciar su nombre. Nick. Lo dijo para sus adentros, no en voz alta.
Si decía eso, él la miraría a los ojos y descubriría el deseo que la estaba traicionando.
Un tobillo torcido no sería excusa para lo que pasaría luego. Y eso le haría más daño que una torcedura.
– No seas ridículo. No necesito una ambulancia. Todo lo que necesito es un poco de aceite de avellana y una venda en el tobillo, y se me pasará.
Nick le frotó suavemente el tobillo con sus dedos. Ella se estremeció ante aquel contacto. Pero no por el dolor que le causaba precisamente.
– Al menos no está roto.
– Ya lo sabía. Pero agradezco la opinión de otra persona, doctor Kildare -le dijo ella entre dientes-. Ahora bien. si quieres hacer algo práctico. encontrarás la caja de primeros auxilios debajo de la pila. Estoy segura de que allí hay vendas.
– Sí, señora. Pero… ¿no debería hacer algo tan interesante como poner unas compresas frías primero? -la miró con una sonrisa seductora.
Aquello la desarmaba más que caerse de una silla.
– ¿Estás seguro? ¿Sabes qué es una compresa?
Nick dejó de sonreír.
– No tienes muy buena opinión de mí, ¿no es así Cassie?
– Estoy segura de que estás haciendo un gran esfuerzo por impresionarme, Nick. Lo que no me explico es por qué lo haces.
– Yo tampoco. Es un problema, ¿no? -él se puso de pie y fue a la nevera. Abrió el congelador y tiró de los cajones.
– ¿Qué estás haciendo?
– Buscando esto -sacó un paquete de judías congeladas-. No estaba seguro de que una cocinera renombrada como tú tuviera esto en la nevera.
– A mis sobrinos les gusta.
¡Oh! ¡El viaje que iba a hacer con ellos!, pensó ella.
– ¡Ay! -gritó ella cuando él le aplicó el paquete congelado encima del tobillo-. Parece que sabes qué es una compresa.
– Vengo de una familia de deportistas, tanto hombres como mujeres. Mi madre era una buena corredora en carreras de obstáculos. Se dedicó a ello hasta que aparecí yo y le quité las esperanzas de ser campeona olímpica. Pero aprendí el uso de las judías congeladas en su rodilla -cuando alzó la vista, la sonrisa pícara de Nick había vuelto a ocupar su lugar, y como consecuencia el pulso de Cassie volvió a dispararse-. Creo que sería más fácil si estuvieras en el sofá. Pon los brazos alrededor de mi cuello.
– Puedo llegar allí yo sola…
Ella dejó de discutir, se aferró al cuello de Nick, y él la llevó al sofá.
A ella le gustó cómo le había rodeado la cintura. Pero no debía animarlo más.
– Vas a hacerte daño en la espalda -le advirtió ella-. ¿Y entonces qué haremos?
– No mucho -dijo él.
Nick tenía la cara muy cerca y ella podía ver las pecas del iris del ojo, unas pecas oscuras que hacían que sus ojos grises parecieran negros.
Pero él no siguió su advertencia. La alzó en brazos y la depositó en el sofá con tanta facilidad como si se tratase de una pluma.
– Al menos nada de lo que a mí me gustaría hacer contigo.
– ¿A qué te refieres? -le preguntó ella. Se puso colorada, pero él no pareció darse cuenta. Se había dado la vuelta para tomar el paquete de judías y volver a ponérselas en el tobillo sin mayor ceremonial.
– Te pondría encima de mis rodillas y te daría unos azotes por subirte a una silla vieja. ¿No tienes una escalera? -le preguntó.
– Se la he dejado a mi vecina.
– Tendrías que habérsela pedido -hizo una pausa y agregó-: Sostén esto en su sitio mientras voy a buscar la caja de primeros auxilios. Luego te pondré una venda.
– No veo la hora de que lo hagas -di ¡o ella. Prefería eso a que llamase a una ambulancia.
De pronto cambió de tema y le preguntó:
– ¿Cómo has entrado, Nick?
– Arriesgando mi vida -dijo Nick, agachándose para buscar debajo del fregadero.
La tela del vaquero se pegó a sus fuertes piernas. En traje era muy atractivo; pero en vaqueros y con una camiseta ajustada, era digno de admiración.
Nick alzó la cabeza y sonrió devastadoramente.
Ella se mordió el labio para no dejar escapar una exclamación.
– Al fondo, contra la pared -le indicó ella, al ver que él no encontraba lo que buscaba-. No tendrías que haber saltado. Te podrías haber caído.
– No te preocupes. No soy tan incompetente como tú. No me he hecho daño.
– No eres tú quien me preocupa -ella estaba furiosa con él. No por el insulto sino por su estupidez-. Podría haberte visto alguien del vecindario y tener en vilo a todo el barrio.
– De hecho alguien me ha gritado algo -confesó él.
– Entonces prepárate para que venga la policía -en ese momento se oyó que golpeaban a la puerta-. ¿Qué te acabo de decir?
Él se puso una mano en la oreja.
– No he oído sirenas.
– Será mejor que vayas a abrir y que le asegures a quien sea que no me están estrangulando, Nick. O llamarán de verdad a la policía.