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Ella había estado a punto de pedirle perdón por poner riesgo su buen nombre, pero preguntó:

– ¿Sirvió para algo? -preguntó ella.

– Al menos para oírte decir que yo había sido muy amable. Y con esa sinceridad.

– Casi lloro de la emoción… Este accidente ha sido por tu culpa. lo sabes.

– ¿De verdad? -él atravesó la habitación, recogió la silla y la puso debajo de la mesa, luego apoyó la puerta del armario en la pared-. ¿No te sientes ni un poquito responsable? ¡Sólo a ti se te ocurre subirte a una silla tambaleante!

– No es tambaleante.

Nick golpeó el suelo con la silla para demostrar su opinión.

– Es el suelo el que está mal. Y yo no habría subido a una silla si tú no hubieras decidido poner la comida en el estante de arriba. Además, hasta que te has puesto a gritar por el caldo de pollo no me había pasado nada…

– Un error por el que te pido perdón. Lo estaba pasando muy mal con la receta en aquel momento. Con una de tus recetas.

– Ocurre a veces.

– ¿A ti?.

– A todo el mundo. Afortunadamente poca gente me llama por teléfono para echarme la culpa de ello. ¿Cuál era el problema?

– El problema era que no sabía qué estaba haciendo -admitió él-. ¿Puedes ayudarme, Cassie?

Ella no podía creerlo.

– Llévala a cenar fuera, Nick. De ese modo tendrás la posibilidad de disfrutar de un rato agradable.

– No puedo. No se trata de disfrutar.

– ¿No?

Él negó con la cabeza.

– Se trata de ganar -él se sentó en el borde del sofá y levantó el paquete de judías del tobillo de Cassie-. ¿Qué tal está?

– Soportable. ¿Siempre tienes que ganar?

– Soy un Jefferson. En mi familia o ganamos o morimos. Vas a tener que estar en reposo un día o dos dijo, y empezó a enrollar una venda alrededor de su tobillo-. No te conviene subir y bajar escaleras.

– Las escaleras no me preocupan tanto como otras cosas. Pasado mañana iba a llevar de campamento a tres niños rebosantes de energía.

– Tendrás que postergarlo.

– No puedo -alzó la vista. Vio que Nick fruncía el ceño-. Se lo he prometido a los muchachos.

– Bueno, no puedes irte sola. No estás en condiciones.

– Mike me ayudará -dijo con más convencimiento del que realmente sentía. Mike no había parecido muy entusiasmado cuando habían hablado del viaje. -¿Mike?

– El mayor de mis sobrinos.

– ¿Cuántos años tiene? No podrás conducir, ya sabes.

– Le pediré prestado el coche a mi cuñado. Tiene uno automático -dijo rápidamente ella.

– Bien, inténtalo, Cassie. Pero es el tobillo derecho el que te has torcido.

– ¿Has comido ya? -dijo ella, intentando cambiar de tema.

– No. Mi comida la ha arruinado un cocinero incompetente. ¿Y tú? -ella negó con la cabeza-. ¿Quieres que llame para que nos traigan comida hecha?

– No seas tonto. Tengo una nevera llena de comida…

– Y un tobillo mal -le dijo él.

– ¡Oh! Pero si te voy diciendo qué tienes que hacer…

– Ya he estropeado una cocina. ¿Qué prefieres? ¿Comida india? ¿China? ¿Una pizza?

– Lo que sea -nunca nadie le llevaba comida. Siempre esperaban a que cocinara ella, y de pronto se sintió halagada con aquel gesto.

– China. Hay una botella de vino tinto en la nevera. Me gustaría beber algo-dijo ella.

– No sé si es buena idea. ¿Y si has tenido un shock, o una conmoción cerebral?

– Te repito que no me he golpeado la cabeza. ¿Por qué no me crees?

– No sé por qué será. ¿Saca-corchos?

– En el primer cajón.

– ¿Copas?

– En el armario encima del fregadero.

– ¿Por qué no le gustan los hombres a tu gato?

Su pregunta la tomó completamente por sorpresa, y no supo qué contestarle. Después de un momento se le ocurrió decir.

– Tiene buen gusto, supongo.

– ¿No es un macho acaso?

– Técnicamente, no.

– ¡Ah!

– Por lo visto tú no has tenido nunca un gato macho -contestó ella-. O sabrías que es imposible vivir con ellos.

– Eso me han dicho.

Cassie respiró profundamente, luego intentó que su gato se acercase a ellos.

– Ven, Dem. Nick no te hará nada.

– ¿Dem?

– Demerara, como el azúcar -el gato salió de su escondite y saltó al sofá con ella. Su pelo dorado brilló con la luz.

– ¡Oh! Ya comprendo, por el color del pelo. Hace años mi hermana tenía un gato que se llamaba Miel. ¡Oh! ¡Maldita sea! Me acabo de acordar de algo… -le dio a Cassie una copa de vino-. ¿Puedo usar tus teléfono?

– Por supuesto.

Él marcó un número de teléfono, pero se encontró con un contestador automático. Hablar con su madre era como hablar con el primer ministro.

– Soy Nick. Graham me ha dicho que había hablado contigo para que te quedases con los niños de Helen, mamá. Mira, sé que estás ocupada, pero…

– Nick, cariño -dijo su madre levantando el receptor.

– ¡Oh! Me alegro de que estés aquí. Creí que te habías ido fuera.

– Me marcho en cinco minutos. Me voy a una conferencia a Nairobi. Lamento estropear tus planes, Nick. Otra vez será, cuando tenga más tiempo.

– Nunca tienes tiempo -le recordó él agriamente-. Y esta semana es el cumpleaños de Helen.

– Lo sé. El otro día he ido al pueblo y le he comprado el nuevo libro de cocina de Cassandra Cornwell, firmado por ella.

– Yo he hecho lo mismo.

– ¿En serio? ¡Oh, cariño! ¡Qué penal Además se lo he dado hoy porque no iba a estar aquí el día de su cumpleaños. Tendrás que pensar en otra cosa.

– No le habrás organizado un viaje a París también, ¿no es cierto?

– Por supuesto que no. Le he dado un cheque para que se compre lo que quiera.

– ¡Genial!

– Pareció contenta. Tú debiste hacer lo mismo. Habría sido más sencillo. Para todos.

– Me tomé el trabajo de organizarle un cumpleaños como es debido -dijo él.

– Sí, querido, me lo ha dicho Graham. Ha sido una idea encantadora. La pena es que no hayas pensado en los niños antes de reservar el viaje.

– Pensé que con dos abuelas disponibles no sería necesario.

– Las abuelas tienen también sus vidas, Nick. Si te preocupa tanto, ¿por qué no te tomas unos días y cuidas tú a las niñas? ¡Sabes bien lo mucho que te quieren! Debo marcharme ahora. El taxi me está esperando -y después de esa advertencia, su madre colgó.

– ¿Hay algún problema? -le preguntó Cassie cuando Nick colgó.

– Algo así. Cuatro problemas. Todos del sexo femenino.

– ¡Ah! Entonces no es nada que no puedas arreglar.

– No lo tengo tan claro. ¿Qué harías tú con cuatro niñas pequeñas durante cinco días, Cassie?

– ¿Cuántos años tienen?

– Entre cinco y ocho años. Muy monas y divertidas…

– Para pasar un rato agradable con ellas y luego dejárselas a su madre, ¿verdad? -ella lo comprendía.

– Una cosa es ir al McDonald's con ellas. Y otra pasar cinco días.

– Llévalas a algún sitio.

– ¿Y pasarme todo el tiempo explicando quiénes son y por qué estoy solo con ellas? -él levantó las dos copas y se sentó al lado de ella en el sofá, haciéndose sitio moviendo a Cassie suavemente por los hombros. Dem lo miró indignado-. ¿Crees que soy un egoísta? Tú te has ofrecido a llevar de campamento a tus sobrinos…

Estaban un poco apretados en el sofá. Y sintiéndolo tan cerca, a Cassie le era difícil pensar en nada. Sentía hasta el latido de su corazón.

– Y como si eso no fuera suficiente, mi madre le ha comprado a Helen un ejemplar de tu libro también. Firmado -agregó, como si de algún modo ella tuviera la culpa.