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– Eso no es ir de campamento -le había dicho Matt-. Eso es un campamento de vacaciones.

Y había tenido que aguantar a su cuñado relatar recuerdos memorables de los campamentos a los que había ido de pequeño, en los que no había faltado la pesca, ni el nadar desnudo en algún río.

Ella se había desanimado, sobre todo porque los pequeños habían oído a su padre.

– No esperarás que mi hermana los lleve a un sitio así -había dicho Lauren-. Si no, tendremos que llevarlos a Portugal con nosotros.

– Creí que las vacaciones estaban planteadas para descansar de los niños -dijo Matt.

Mike, el niño mayor se había ido de la habitación ofendido.

– ¡Mike! -había exclamado Matt.

– ¡Déjalo! Este niño no da más que dolores de cabeza.

Cassie miró al niño, y se preguntó si habría oído a su madre. Pero quien más preocupaba a Cassie era su hermana. Era evidente que estaba esperando una excusa para provocar una discusión.

– ¡Por el amor de Dios, Lauren! Cualquiera diría que soy una inútil. Nos lo pasaremos muy bien. ¿No es así, niños?

Finalmente, para no dar el gusto a Matt de que siguiera menospreciando su plan, Cassie dijo:

– Tienes razón, Matt. Un campamento menos civilizado parece mejor idea. Reserva el sitio, señálalo en el mapa, y actuaremos como pioneros. ¿Qué os parece, niños? -había dicho.

Ella estaba segura de que eso suponía falta de duchas, servicios y otras comodidades. Pero valía la pena, si eso ayudaba a salvar el matrimonio de su hermana. Aunque pasaría por alto el capítulo de bañarse desnuda en un río helado de Gales.

Dejó la masa en un cuenco y lo cubrió con un trapo de cocina para dejarla subir.

Luego se puso a escribir una lista de compras que debía hacer para el viaje. Una larga lista. Debía de estar preparada para cualquier eventualidad.

Nick siempre se había apañado estupendamente para comer bien sin necesidad de desarrollar sus habilidades culinarias más allá de preparar una taza de café. Y si lo apuraban, también era capaz de hacer una tostada, e incluso un bocadillo. Pero siempre había considerado la cocina como un feudo de la mujer, y además la experiencia le había demostrado que las mujeres se morían por demostrarle sus artes culinarias, presumiblemente con la esperanza de conseguir el puesto en su cocina para siempre. Él nunca las había desanimado. Tampoco les había prometido nada. A él le gustaba la comida casera, como a cualquier hombre, pero no estaba dispuesto a perder su libertad por ella.

Pero todo eso iba a cambiar. Se sentó y abrió el libro de Cassie. Estaba perfectamente ordenado por primeros y segundos platos. Al dar vuelta las páginas se la imaginó en su cocina, envuelta en aroma de hierbas, pan reciente y rodeada de verdura fresca de su huerta.

Era una idea romántica y estúpida probablemente. Ella era una profesional y seguramente trabajaría en una cocina de acero inoxidable, con la atmósfera aséptica de un hospital.

Miró las sopas de verduras. No creía que Verónica fuera una mujer a quien le gustase mucho comer. Empezaría por algo sencillo. Algo frío que pudiera dejar preparado en la nevera. Su hermana siempre lo hacía.

¿Ostras? No. No quería quedar en evidencia. Salmón ahumado estaría mejor. Con esa mayonesa especial que solía preparar Helen. Y pan casero en finas rebanadas.

Se sintió satisfecho de sí mismo, y escribió una nota en un bloc.

¿Qué más? Algo más original. Como para que no sospechase que lo había hecho preparar a un cocinero. Le habría gustado pedirle consejo a Cassie, pero no tenía su número de teléfono. Beth lo sabría, pero despertaría su curiosidad si se lo pedía.

Llamó a su hermana.

– Helen, ¿cómo estás?

– Ocupada. ¿Qué quieres? -preguntó su hermana, desconfiada.

– ¿Te parece forma de hablarle a tu hermano mayor?

– Nick, cariño, yo no soy una de tus chicas, así que por favor no me untes. Te conozco demasiado para engañarme. ¿Qué quieres?

– Consejo. Voy a preparar una comida para alguien que viene a cenar mañana por la noche…-su hermana empezó a reírse antes de que terminase-. ¿Qué tiene de gracioso? -preguntó.

– ¡Oh, venga, Nick! ¿No lo sabes? Si eres incapaz de hervir agua sin quemarlo todo -de pronto, antes de que él contestase, dijo-: ¡Ah! Ya comprendo. Quieres que haga yo la comida y que me esconda entre plato y plato. Lo siento, cariño. Mañana tengo que preparar una cena para el jefe de Graham y su ascenso depende de mi arte culinario. Llama a un cocinero. O mejor, lleva a la chica a un restaurante romántico. Eso suele funcionar generalmente.

– ¡Helen!

– ¿No tengo razón?

– En este caso, no. Ella cree que sé cocinar.

– ¿Y de dónde lo ha sacado? -preguntó Helen riéndose-. ¿Le has mentido a la pobre?

Helen se había referido a Verónica como pobre mujer también, pensó Nick. Tal vez Verónica y Helen debieran conocerse y charlar amenamente.

– No. Encontró un libro de cocina en mi escritorio, y sacó esas conclusiones.

– ¿Un libro de cocina? ¿Qué diablos…? ¡Oh! ¿Era mi regalo de cumpleaños?

– Más o menos.

– Aun así. ¿Es tonta?

– ¿Es que tiene que serlo? Cocinar no debe de ser tan difícil. Las mujeres lo hacen todos los días de la semana.

– Supongo que es esa práctica la que nos hace perfectas -contestó Helen irónicamente-. Después de la cena, cuéntame qué tal te ha ido todo, Nick. Mejor incluso; saca fotos. Siempre vienen bien unas risas -Helen colgó.

– ¡Helen! ¡Maldita sea! -ni siquiera le había dado la oportunidad de preguntarle por la mayonesa y el pan. Haría su propia mayonesa. Lo haría todo él. Tenía un buen libro de cocina. Pero al hojear el libro de Cassie se dio cuenta de por qué había semejante mercado para los libros de cocina.

Al volver a casa pasó por el supermercado. No lo hacía muy a menudo. Tenía una mujer que le limpiaba la casa y le organizaba lo esencial, pero le había dejado claro desde el principio que no cocinaba. Y si le hubiera dicho que sí, tampoco se lo habría pedido. Estaba dispuesto a demostrarle a todas esas mujeres que era capaz de igualarlas.

Practicaría aquella noche. Al día siguiente Verónica tendría que tragarse sus palabras.

Llevó el carrito con una mano, y la lista de la compra en la otra. Encontró todo lo que le hacía falta.

Estaba mirando una pila de melocotones en almíbar en oferta cuando descubrió a Cassie Cornwell empujando un carrito lleno de comida.

Estaba distraída intentando controlar el carrito para que no se chocase con la pila de latas de melocotón, y no lo había visto. Nick sintió la tentación de mover levemente las latas, pero luego se dio cuenta de que aquélla era una oportunidad de oro, y entonces enderezó amablemente su carrito para que no se chocase.

Cassie alzó la vista con una anticipada sonrisa de agradecimiento.

– ¡Oh, es usted! -dijo al darse cuenta de quién era, y se puso colorada.

– Era yo la última vez que me miré en un espejo -el verla ruborizarse le gustó-. Supongo que esta montaña de comida es para el campamento. ¿O es una compradora compulsiva?

Cassie sintió la tentación de tirarle algo, por sorprenderla de aquel modo, y hacerla sonrojar.

– No -él tomó una caja de cereales y la miró-. No la imagino desayunando esto. Una chica como usted debe de considerar el desayuno la comida más importante del día. Me la imagino preparando algo más sustancioso. Huevos con beicon, tostadas, mermelada casera y café.

¿Le estaría diciendo que estaba gorda?

– ¿Todo ese colesterol y esa cafeína? ¿Qué tiene de saludable todo eso? Yo empiezo el día con yogur enriquecido, fruta fresca y té. Sin leche -contestó ella irritada.

– ¿Ni siquiera el fin de semana se permite otra comida? -dijo él decepcionado.

– Ni siquiera en Navidad -ella miró el carrito de Nick.