Capítulo 8
Domingo, 15 de julio de 2007
– ¿Tú sabes algo de la erupción? -preguntó Þóra a Bella cuando salían del hotel para disfrutar del buen tiempo.
– No -respondió Bella-. Solo que hubo una erupción.
– Sí, eso suele pasar en las erupciones -respondió Þóra, extrañada de que se le hubiera ocurrido hacer participar a la secretaria-. Bueno, ya te informarás luego. El hombre al que vamos a visitar ahora lo sabe todo; eso dice Markús.
Tampoco Þóra era ninguna especialista en conflictos telúricos del pasado. En aquella época era demasiado joven para recordar cualquier cosa que no fueran simples retazos, y aún no había podido echar un buen vistazo al libro de la biblioteca.
– Fastuoso -dijo Bella con ironía, sacando del bolsillo del chaquetón un paquete de cigarrillos.
Þóra no se dio por enterada, y siguió caminando cuando Bella se detuvo para encender un cigarrillo. Luego, la secretaria no aceleró el paso para alcanzar a Þóra una vez lo tuvo encendido, de modo que por un rato caminaron separadas el trecho que quedaba para llegar a la administración del puerto. Þóra provecho el rato para pensar en lo que quería conseguir de ese tal Kjartan Helgason al que iban a visitar. Había navegado mucho en sus tiempos y ahora trabajaba como vigilante del puerto. Markús le consideraba uno de los mejores conocedores de la erupción y del trabajo de recuperación y salvamento que la siguió. Kjartan era amigo del padre de Markús y resultaría sencillo interrogarle. Þóra no se hacía muchas esperanzas de que fueran a salir demasiadas cosas de esa entrevista, pero ella y Bella acabarían, por lo menos, con más información que antes sobre aquellos sucesos. A lo mejor él había pensado por su cuenta en quiénes podían ser los hombres del sótano y podría poner a Þóra en la pista. Þóra sabía que la policía trabajaba sin pausa para descubrir eso precisamente, y que la institución disponía de información muy superior a la que podía soñar Þóra, por mucho que se hubiera empapado de la colección Nuestro Siglo. Pero tenía claro, por otra parte, que conocer el lugar de origen de aquellos hombres haría progresar considerablemente el caso, de forma que había mucho que ganar como para intentar averiguarlo. Le proporcionaría pistas sobre las personas que habían podido tener trato con ellos, y sobre los motivos de su presencia en Heimaey. Cómo viven las personas tiene mucho que ver con la forma en que mueren.
Kjartan las recibió en la explanada que había delante del edificio de la administración portuaria. Estaba allí fumando en compañía de un hombre más joven que él. Se presentó en cuanto apareció Þóra, y le estrechó la mano con mucha fuerza. Le faltaba la última falange del dedo índice de la mano derecha, y la palma era rugosa al tacto. Parecía estar ya cerca de la edad de la jubilación, y aún podían verse algunos cabellos oscuros en una cabeza principalmente blanca; pero pocos. Cojeó un poco cuando las guió para entrar en el edificio, y les contó, sin necesidad de que le preguntaran, que eran secuelas de la caída de una botavara sobre la pierna hacía casi veinte años.
– Por eso dejé de embarcarme -dijo con una sonrisa cansina-. Ya no se tienen las piernas tan firmes con una herida como esta -se dio una palmada en la parte superior del muslo de la pierna herida.
– ¿Y empezaste directamente a trabajar aquí? -preguntó Þóra mientras subían al segundo piso del edificio.
– No, cariño -respondió Kjartan subiendo otro escalón con bastantes dificultades-. Me dediqué a cosas diversas cuando tuve que quedarme en tierra. Aquí solo llevo cinco años.
– ¿No puedes tener el despacho en la planta baja? -preguntó Þóra extrañada de que un hombre medio tullido hubiera de subir tantas escaleras.
– Sí, claro que sí -respondió Kjartan-. Pero no me importa. Tener que trepar por estas escaleras me merece la pena -abrió la puerta que daba a un pequeño despacho-. Tengo que ver el mar -dijo señalando con la mano la ventana por la que se veían el puerto y el acantilado de Heimaklettur-. En eso soy como esa ave marina llamada frailecillo: no puedo echar a volar sin tener el mar delante de los ojos -movió los brazos a su alrededor-. Si no es así, no consigo hacer nada.
A la vista de los montones de papel y periódicos viejos que cubrían el despacho, Þóra supuso que su eficiencia debía de ser alta, pese a las vistas al mar.
– Yo también vivo al lado del mar, y conozco esa sensación -dijo ella levantando un aparato de extraño aspecto que estaba encima de la silla en la que iba a sentarse-. ¿Puedo poner esto en algún sitio? -preguntó al tiempo que miraba a su alrededor en busca de algún lugar seguro. Aunque el aparato parecía un trasto inútil, a lo mejor resultaba ser un objeto de extraordinario valor. Suponía que por eso estaría encima de una silla y no en el suelo, como prácticamente todo lo demás que había en aquel despacho.
– Déjalo en el suelo -respondió Kjartan, y se sentó.
Þóra dejó con mucho cuidado el objeto aquel al lado de la silla y se sentó ella también. Bella arrastró otra silla hacia el escritorio de Kjartan y se sentó después de retirar una bolsa de plástico que parecía contener vasos o tazas. Dejó la bolsa en el suelo sin el más mínimo cuidado y Þóra tuvo que esperar para empezar a hablar hasta que cesó el tintineo del cristal.
– Espero que no te hayamos hecho salir de casa para venir a vernos -dijo Þóra-. Markús nos indicó que estarías aquí, pero como es domingo tengo ciertos remordimientos.
– No te preocupes, cariño -respondió Kjartan-. Tenía que trabajar el fin de semana -añadió-. Aquí somos dos intentando sacar adelante el curro de las tasas de todas las operaciones que se realizan a lo largo de la semana. Hay que estar todo el rato encima para que no se queden sin pagar.
Þóra se sintió aliviada, pero al mismo tiempo sintió pena por aquel hombre al que parecía sobrarle el trabajo, si algo significaba el estado del despacho.
– Muy bien -dijo, para entrar en el tema-. Quizá Markús te haya explicado cuál es el objetivo de mi visita; digamos que estoy asesorándole en un caso que parece estar relacionado con la erupción -dijo Þóra-. Me aseguró que tú lo sabías todo de todo -esperanzada, se apresuró a añadir-: Y que conocías a todo el mundo.
– Eso son los demás quienes tienen que decirlo -respondió Kjartan, que sonrió vanidoso-. Pero sí que conozco el caso de Markús que acabas de mencionar -no apartaba los ojos de Þóra-. Este es un sitio pequeño. Todo hijo de vecino sabe más o menos los detalles de esos cadáveres que han aparecido, tanto lo que ha salido en los periódicos como otras cosas no tan de dominio público.
Þóra sonrió sin muchas ganas. Más o menos era lo que se podía esperar. En Heimaey, única isla habitada de todas las Vestmann, vivían poco más de cuatro mil personas en una superficie de trece kilómetros cuadrados, de modo que la noticia debió de circular bastante deprisa. Ahora tenía que confiar en que sucediera lo mismo con la historia que había detrás de los cadáveres.
– ¿Qué sucedió realmente en Heimaey la noche de la erupción y los días anteriores a que la casa de Markús quedara cubierta de ceniza? -avivó su sonrisa-. Markús me contó lo que recuerda; pero, claro, no era más que un adolescente y por eso lo mandaron a tierra firme de los primeros, esa misma noche. Tengo entendido que no volvió a las islas hasta bastante más tarde, y para entonces la casa ya había desaparecido.
– Imagino que lo que esperas es que quien bajó al sótano fuera cualquier persona en vez de Markús -dijo Kjartan. Se meció adelante y atrás en su silla del escritorio. El respaldo de la silla crujió y chirrió.
– Me interesa saber si es factible excluir esa posibilidad -respondió Þóra, que prosiguió. Debía tener cuidado de que el anciano no le diera la vuelta a las cosas y que la reunión acabara por enfriarle la curiosidad-. Quizá podrías explicarme cómo fue todo, e intentar recordar algo que pudiera tener importancia para el caso de Markús.