– ¿Viven aún tus padres? -preguntó a Leifur, tomando otro bocado de huevo. Parecía no acabarse nunca y no podía ni imaginarse que hubiera ninguna ave capaz de poner unos huevos tan grandes, aparte de las avestruces.
– Sí -respondió Leifur-. Viven aquí mismo, a unas pocas casas de distancia, pero no está nada claro por cuánto tiempo más podrá seguir siendo así. Mi padre está ya de lo más difícil y mi madre es tan mayor que no podrá seguir encargándose de él por mucho tiempo. María la ayuda mucho, pero va a hacer falta una asistencia más especializada, que es difícil de encontrar por aquí.
Aquello era algo que Þóra nunca hubiera esperado. Miró a la mujer y vio que, a pesar de su apariencia fría, debía de ser una mujer cariñosa. No era difícil ponerse en su lugar, con los niños ya fuera de casa y poco que hacer, mientras su marido no paraba de trabajar. El que la mujer fuese de Reikiavik hacía que su mundo estuviera realmente allí; en Heimaey no tendría muchas oportunidades para invitar a sus viejas amigas a tomar café.
– Tenéis hijos, ¿verdad? -preguntó dirigiéndose a María-. ¿Viven aquí?
– No -respondió María, bastante triste. Al instante añadió-: Quiero decir que no, que no viven aquí, pero sí tenemos hijos. Dos, exactamente. Magnús y Margrét -estiró la espalda-. Margrét está en el extranjero, haciendo un posgrado en medicina, y Magnús estudió dirección de empresas como su padre. Trabaja en uno de los grandes bancos y desde hace poco es director del departamento de gestión de activos -miró a su esposo-. No tiene sentido pensar que ninguno de los dos se vaya a hacer cargo de la empresa familiar. Magnús ya gana un sueldo que es el doble del de su padre.
– No es tan sencillo -respondió Leifur a su mujer-. Lo sabes perfectamente -se volvió hacia Þóra-. Aunque nuestros hijos hayan seguido otros derroteros en su vida, nunca se puede saber si las cosas no van a cambiar algún día. Por ejemplo, Hjalti, el hijo de Markús, está muy interesado por el mar y la empresa. Pasa con nosotros más o menos todo el verano y muchos fines de semana del invierno. No le gustaría nada que la empresa cambiara de manos.
La conversación parecía retomar el rumbo de los conflictos de la pareja que aún no se habían podido solucionar. Þóra oyó a Bella suspirar en voz baja y pensó que debía de ser por el tema de conversación, aunque también podía ser por el huevo, que seguía aún a medias en el plato delante de ella.
– ¿Recuerdas algo de la erupción? -preguntó a Leifur en un intento desesperado por relajar la tensión.
– Claro que sí, cariño -respondió Leifur apartando su plato-, es difícil olvidarla.
– ¿Fuiste tú a Reikiavik en el mismo barco que Markús cuando se evacuó la isla? -preguntó entonces Þóra-. Estoy buscando a alguien que pueda testificar que Markús y Alda tuvieron una conversación a bordo del barco.
– Yo estaba a bordo -respondió Leifur, que parecía estar haciendo memoria-. Aunque tengo que confesar que no recuerdo especialmente a Alda en el barco, lo cual no quiere decir nada especial. Alda era de la misma edad que Markús, o sea dos años más joven que yo. En esa época no hacíamos mucho caso a los pequeños -bebió un sorbito de vino blanco-. Pero sí que puedo garantizarte que si Alda estaba a bordo, Markús no podía andar muy lejos -dejó la copa en la mesa-. Creo que nunca ha llegado a superar del todo el enamoramiento que tenía con ella; ni siquiera en su edad adulta.
– Eso tengo entendido -dijo Þóra, intentando meter el huevo en el fondo de la cascara para que pareciese que ya se lo había terminado. Dejó la cuchara y se secó la boca con la servilleta para completar la ficción-. ¿Hay alguna otra persona que pudiera recordar esa circunstancia? ¿Quizá tu madre?
Leifur sacudió la cabeza.
– No, mi madre no. Sufrió un mareo espantoso y ya tenía suficiente consigo misma. Dudo incluso que supiera dónde estaba Markús -volvió a posar su copa en la mesa-. Déjame que lo piense. A lo mejor me viene a la memoria quiénes más estaban allí. Son sobre todo los amigos de infancia de Markús los que podrían haberse dado cuenta de algo. Todo el curso se derretía por esa chica y a lo mejor queda aún algo en sus recuerdos.
Þóra metió la mano en el bolso, que estaba colgado en el respaldo de la silla, y buscó la fotocopia de la lista que Bella había encontrado en el archivo.
– Tengo aquí una lista de los que fueron a tierra en ese barco. A lo mejor te suenan los nombres -pasó la lista a Leifur.
Leifur repasó la lista, que estaba manuscrita y ocupaba cuatro páginas en total. De pronto se le iluminó el rostro.
– Jóhanna, la hermana pequeña de Alda. Sigue viviendo en la isla y trabaja en el banco que lleva mis asuntos. A lo mejor ella puede ayudar, aunque tal vez no recuerde el traslado. Hablaré mañana con ella, si te parece bien.
Þóra dijo que sí. Vio que Bella se rendía ante el huevo y dejaba la servilleta encima de él, con un gesto inusualmente remilgado.
– Yo ya no puedo más, muchas gracias -dijo en voz baja apartando el plato-. Un sabor muy especial -añadió sin levantar la mirada. Se quedó mirando el mantel.
María les sonrió, aunque con una sonrisa no muy sincera. Se levantó y empezó a recoger la mesa. Luego desapareció, con un montón de cosas en las manos, por la puerta de la cocina, y la oyeron preparar el plato principal. Þóra cruzó los dedos esperando que no hubiera más aperitivos especiales, pero no consiguió evitar la horrible fantasía de que aparecería con una bandeja llena de estrellas de mar asadas.
– ¿La policía no os ha pedido que vayáis a declarar? -preguntó Þóra dirigiéndose a Leifur mientras apartaba de su mente la idea de nuevas exquisiteces-. ¿Ni a tus padres?
– Me llamaron el otro día desde Reikiavik y les dije por teléfono que no sabía nada de ese asunto, lo que es totalmente cierto -respondió Leifur-. Dudo que se quede en eso, porque la persona con quien hablé me preguntó mucho sobre mis futuros viajes y también sobre mis padres. Me anunció que volverían a contactar conmigo para una declaración formal. Le indiqué que no sería posible interrogar a mi padre, le hablé de su enfermedad. Eso fue el viernes, pero desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas -Leifur se encogió de hombros para poner de relieve una despreocupación que Þóra fue incapaz de adivinar si era real o fingida-. Que vengan sin quieren. No tenemos nada que ocultar.
– Entonces no tienes de qué preocuparte -dijo Þóra con una sonrisa cortés-. Pero, en todo caso, ¿cuál crees que pueda ser la explicación de esos cadáveres en el sótano? -preguntó-. Debes de haber pensado en ello -añadió.
Leifur se encogió de hombros.
– Claro que lo he pensado -respondió-. Aunque, a decir verdad, no he conseguido llegar a ninguna explicación. Ni sobre quiénes podían ser ni por qué acabaron precisamente allí. Pero lo que me parece obvio es que tienen que ser extranjeros. Cuatro islandeses nunca habrían podido desaparecer en la erupción sin que se supiera.
– ¿Había extranjeros por aquí en esa época? -preguntó Þóra-. Me refiero al momento de la erupción, pero también a un poco antes de su comienzo.
– Bueno -dijo Leifur, pensativo-. Antes de la erupción siempre había extranjeros, aunque no tantos como ahora. Eran marinos y gente de las pesquerías, no turistas como es ahora lo más frecuente -sonrió a Þóra como disculpándose-. Tengo que confesar que no sé si había extranjeros aquí durante la erupción propiamente dicha. Tengo una vaga noción de que algunos echaron una mano en las labores de salvamento. Soldados de la base americana, tal vez.