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Por eso estaban allí los dos, el arqueólogo y la abogada, con los ojos clavados en la torcida puerta del sótano mientras aquel hombre, que en 1973 era todavía un adolescente, rescataba el terrible secreto, debajo de los pies de ambos.

– Aleluya -dijo Þóra cuando se oyeron unos pasos procedentes de la escalera del sótano.

– Espero sinceramente que lo haya encontrado -dijo Hjörtur con tono de cansancio-. Mejor ni pensar en lo que pasará si vuelve con las manos vacías.

Cruzaron los dedos y miraron fijamente la puerta.

Observaron en tensión mientras el manillar giraba, y el asombro les cambió el gesto al instante, porque solo se abrió una rendija de la puerta. Se miraron el uno al otro antes de que Þóra se inclinase hacia la rendija.

– Markús -dijo tranquila-, ¿pasa algo?

– Tienes que venir -fue la respuesta de una voz extraña al otro lado de la puerta. Era imposible comprender por qué estaba Markús tan excitado, tan desilusionado o tan triste. El débil resplandor de su linterna iluminó brevemente el suelo y los pies de Þóra.

– ¿Yo? -respondió Þóra extrañada-. ¿Ahí abajo? -miró a Hjörtur, que frunció las cejas.

– Sí -dijo Markús, todavía con aquel tono impenetrable en la voz-. Tengo que enseñarte algo para lo que necesito tu opinión.

– ¿Mi opinión? -repitió Þóra. Cuando se quedaba sin palabras tenía la costumbre de repetir lo que decía su interlocutor, lo que le permitía, sin pretenderlo, un instante más para reflexionar.

– Sí, una opinión legal -se oyó detrás de la puerta.

Þóra estiró la espalda.

– Te daré todas las opiniones que quieras, Markús -dijo ella-. Pero el caso es que los abogados no tenemos necesidad de probar en carne propia las cosas sobre las que opinamos. No hay razón alguna para que yo tenga que bajar ahí contigo. Cuéntame de qué se trata y aquí mismo te doy mi opinión por escrito.

– Tienes que bajar -dijo Markús-. No necesito una opinión por escrito. La oral es suficiente -calló-. Te lo ruego. Baja, es solo un momento.

Þóra jamás había oído tan lastimera la voz de Markús. Solo la conocía con un tono de superioridad y prepotencia.

Hjörtur miró a Þóra, parecía de todo menos divertido.

– ¿Quieres darte un poco de prisa, por favor? No corres ningún peligro, y yo ya estoy hasta las narices de esperar a que se acabe este asunto.

Þóra vaciló, inquieta. ¿Qué demonios podía haber allí abajo? No le apetecía ni lo más mínimo, consciente de que abajo había todavía menos aire que arriba y que todo estaba más oscuro. Pero al mismo tiempo coincidía con Hjörtur en que tenían que resolver aquello sin más demora. Se armó de valor.

– Pues venga -dijo, y cogió prestada la linterna de Hjörtur-. Ya voy.

Abrió la puerta lo justo para entrar por el hueco. Markús estaba en la escalera, pálido como un muerto. Su rostro tenía casi el mismo color que el casco blanco que llevaba en la cabeza. Þóra no pudo sacar de ese hecho demasiadas conclusiones, pues la única luz procedía de las linternas, que daban a todo un tinte irreal. Carraspeó. Allí había todavía más polvo y el aire estaba aún más enrarecido.

– ¿Qué querías enseñarme? -preguntó cuando consiguió calmarse-. Vamos a acabar ya con esto.

Markús empezó a bajar las escaleras hacia la oscuridad. El chorro de luz de su linterna apenas se abría paso a través del polvo y la ceniza, y era imposible ver dónde terminaban los escalones.

– No sé qué decir -dijo Markús de una forma de todo menos normal y tranquila, mientras descendía-. Tienes que creerme, no he bajado a buscar eso. Pero es obvio que tendrás que solicitar que se prohíba la excavación y que vuelva a enterrarse la casa.

Þóra dirigió la luz de su linterna hacia el suelo, delante de sus pies. No le apetecía nada dar un tropezón en las escaleras y caer rodando hasta el sótano con la cabeza por delante.

– ¿Algo malo que ignorabas?

– Sí, puede decirse que es eso -respondió Markús-. Nunca habría dicho nada sobre la excavación si hubiera sido esto lo que quería ocultar. Eso está más que claro -ahora estaba ya en el suelo del sótano-. Me parece que se viene encima un asunto de lo más feo.

Þóra descendió el último escalón y se detuvo al lado de Markús.

– ¿Qué es ese «esto»? -preguntó dirigiendo la luz a su alrededor. Lo único que podía distinguir parecía de lo más inocente: un viejo trineo, una pajarera retorcida, un montón de cajas y trastos diversos por todas partes, todo cubierto de polvo y ceniza.

– Ven -dijo Markús. La llevó al final de un tabique y le dijo que tenía que creerle… que no sabía nada en absoluto de aquello. Dirigió la linterna hacia el suelo.

Þóra aguzó la vista sin ver lo que había causado tanto desasosiego a Markús. Solo pudo distinguir lo que parecían tres montones de polvo gris. Pasó la luz de la linterna a un lado y otro. Necesitó un tiempo considerable para distinguir lo que era… y tuvo que echar mano de toda su entereza para que la linterna no se le cayera de las manos.

– ¡Dios mío! -exclamó. Sin querer, dirigió la luz hacia los tres rostros, uno tras otro. Las mejillas hundidas, las cuencas de los ojos vacías, las bocas abiertas de par en par; le recordaban a unas fotos de momias que había visto hacía mucho tiempo en Investigación y Ciencia-. ¿Quién es esta gente?

– No lo sé -dijo Markús desconcertado-. Pero eso no cambia nada. Lo que está claro es que llevan muertos bastante tiempo -se llevó una mano a la nariz, aunque en el aire no había olor alguno a cadáver, tosió y apartó la vista.

En cambio, Þóra no podía separar los ojos de los cadáveres. Markús tenía toda la razón: aquello no tenía buena pinta.

– ¿Y qué es lo que querías llevarte, si no era esto? -preguntó Þóra, confundida-. Más vale que tengas una buena explicación para cuando esto se haga público -al ver que Markús iba a objetar algo, se apresuró a añadir-: Puedes olvidarte de lo de volver a enterrar la casa como si no hubiera pasado nada. Te aseguro que no existe la más mínima posibilidad de semejante cosa -¿por qué no había nunca nada sencillo? ¿No podía haber salido ese hombre del sótano con un montón de prehistóricas fotos pornográficas? Dirigió su linterna hacia Markús-. Enséñamelo -le dijo, y sintió una cierta aprensión cuando su rostro dejó ver a las claras que no podía esperar nada bueno-. No podrá ser peor que esto -añadió.

Markús calló un momento. Luego tosió e iluminó un hueco justo al lado de donde estaban.

– Era esto -dijo sin seguir el rayo de luz con los ojos-. Puedo explicarlo todo -añadió con dificultad, con los ojos bajos.

– Pero no… -exclamó la abogada Þóra Guðmundsdóttir, y la linterna se le cayó de las manos.

Capítulo 2

Lunes, 9 de julio de 2007

– A decir verdad, no sé muy bien si tengo que alegrarme de que este extraño hallazgo de cadáveres y otros restos humanos que habéis hecho haya sucedido antes de mi retiro.

El policía fue mirándolos a uno tras otro. Þóra Guðmundsdóttir, el arqueólogo Hjörtur Friðriksson y el cliente de Þóra, Markús Magnusson, sonreían con apuro. Estaban todos en la comisaría de policía de Heimaey, donde les habían hecho esperar durante un tiempo interminable la llegada del comisario jefe, que era quien estaba sentado delante de ellos. Evidentemente había pasado bastante rato en el sótano, pues quiso ver con sus propios ojos de qué iba todo antes de hablar con ellos.

– Ya estoy llegando a la edad -añadió después de presentarse como Guðni Leifsson-. Después de casi cuarenta años de trabajo -cruzó las manos-. Y que otros lo hagan mejor.

Þóra hizo todo lo posible por mostrarse interesada en los éxitos de su carrera, pero no le resultó fácil. Lo único que le interesaba de verdad era saber la hora, porque no podía perder el último avión de Reikiavik. Aquello no se acababa nunca.