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Þóra miró con aprobación a la hermana de Alda.

– Estupenda idea -dijo-. Creo que sería mejor que nos sentáramos en la cafetería -prosiguió-. Se está más tranquilo y podemos tomar un café -dio tiempo libre a Bella y luego se sentaron las dos con sendas tazas de café junto a la mesita de madera que había en un extremo del restaurante.

– En primer lugar, tengo que aclarar que aún estoy recuperándome de lo que le ha sucedido a Alda -dijo Jóhanna al tiempo que se sentaba-. Aunque hubiera ocho años de diferencia entre nosotras, estábamos muy unidas. No es que mantuviéramos un contacto diario, pero de todos modos estábamos muy unidas -cogió su café, y cuando volvió a dejar la fea taza sobre el plato, se concentró en colocarla bien-. No me creo en absoluto que se haya suicidado. Ella no habría hecho eso nunca. Tiene que tratarse de un accidente o de algo aún peor -levantó los ojos de su taza-. Imagino que así es como piensan todos los que se encuentran de repente con el suicidio de un pariente próximo, pero no es eso. Alda nunca fue el tipo de persona que se suicida.

Þóra se dio cuenta de que aquella mujer no tenía una idea clara de para qué quería verla.

– No quería verte para hablar de Alda -respiró hondo-. No conozco las circunstancias y no puedo ayudarte en ese tema. Trabajo para Markús, el hermano menor de Leifur. Se encuentra en una situación bastante difícil, si se puede expresar así, pues en el sótano de la casa de su infancia han aparecido tres cadáveres. El nombre de Alda ha salido a relucir en el caso y yo confiaba en que tú pudieras decirme alguna cosa que ayudara a Markús, o que me remitieras a alguien que pueda hacerlo -Þóra calló y esperó la reacción de la mujer. Estaba segura de que la hermana le diría que muy bien, pero que no, gracias, y que se marcharía.

Jóhanna miró a Þóra, parecía sobre todo extrañada.

– Naturalmente, he leído las noticias y he oído hablar del asunto de los cadáveres. Como es fácil de entender, en la ciudad se habla mucho de ese asunto -dijo. Un poco incómoda, añadió-: Dicen que Markús está relacionado con eso, pero yo creía que eran simples chismorreos, porque en los periódicos no se mencionaba su nombre. Pero el nombre de Alda no lo he oído mencionar hasta ahora en ese contexto, solo que los cadáveres eran de unos ingleses que habrían sido asesinados antes de la erupción.

– ¿Ingleses? -dijo Þóra entre dientes-. ¿Sabes de dónde procede esa versión? -¿sería posible que su propia suposición sobre la guerra del bacalao fuera correcta?

– No he prestado suficiente atención al asunto para poder decirte nada a ciencia cierta -respondió la mujer-. He tenido otras cosas en que pensar. Pero me parece recordar que es lo que se comprobó en la autopsia.

Þóra se quedó rígida. ¿Era posible que hasta el último mono de aquella ciudad conociera la marcha del caso antes de que las partes interesadas tuvieran acceso a los informes? Intentó aparentar tranquilidad, pero ardía en deseos de echar a correr a la comisaría y soltarle unos gritos a Guðni, el comisario.

– Yo no he oído nada al respecto, y no sé si es cierto -dijo Þóra-. Sea cual sea el grado de veracidad de esa historia, el caso está en manos de la policía y la investigación está aún en su fase inicial. En cualquier caso, yo solo sé lo que afecta a mi cliente, y la muerte de Alda fue un golpe muy duro para él. Esperaba conseguir una información que habría hecho avanzar la investigación y que habría demostrado su inocencia.

Jóhanna se puso rígida en su silla. Respiraba deprisa y las pupilas se hicieron más grandes.

– ¿Crees que alguien pudo matarla para que no hablara? -preguntó, pronunciando las palabras a toda velocidad-. Esa tiene que ser la explicación -se puso una mano sobre el pecho-. ¿Quizá la misma persona fue culpable de la muerte de Alda y de los hombres del sótano?

– No nos precipitemos -dijo Þóra con calma-. Como ya te he dicho, no sé de qué forma pueda estar relacionada la muerte de Alda con este caso, si es que hay alguna relación. Estoy intentando averiguarlo -no quería decirle que aquel caso quizá podía explicar el suicidio de Alda…, si es que se había suicidado. No sería la primera vez que una persona no se atreve a mirar de frente sus propias faltas y, antes que hacerlo, prefiere no saber la verdad-. Es perfectamente imaginable que exista una conexión. Si no, sería una casualidad bastante extraña.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó Jóhanna con decisión-. Quiero ayudar todo lo que pueda.

Þóra notó que su enfado con Leifur aumentaba. Si ese hombre hubiera actuado de un modo más civilizado, Þóra habría podido prepararse mejor. Preguntó lo primero que se le ocurrió:

– He comprobado que fuiste a tierra con tu madre y tu hermana la noche de la erupción. ¿Recuerdas haber visto a Markús y Alda hablando a bordo del barco?

Los ojos de Jóhanna se abrieron desmesuradamente.

– Lo curioso es que recuerdo esa travesía como si hubiera sido ayer. Yo solo tenía siete años, pero esa noche fue una experiencia tan fuerte que no he podido olvidarla. Todo el tiempo estuve convencida de que había llegado la guerra.

– ¿Y te diste cuenta de si Markús y Alda hablaban? -preguntó Þóra esperanzada.

– Claro que me di cuenta -respondió Jóhanna-. Yo tenía a mi madre cogida con una mano y a Alda con la otra, y recuerdo que, cuando se fue, yo no quería soltarla. Estoy casi segura de que se fue con Markús. Desaparecieron los dos, pero no sé adonde fueron ni por cuánto tiempo. Solo recuerdo que estuve llorando todo el rato que estuvo lejos de nosotras, porque estaba segura de que no volvería nunca.

– ¿Estás dispuesta a confirmar ante la policía lo que acabas de decirme? -preguntó Þóra, intentando disimular su alegría. Las cosas iban bien.

– Sí, creo que sí -respondió Jóhanna-. Es posible que mi madre también se acuerde, y ella servirá de testigo mucho mejor que yo, porque era mayor cuando sucedió -Jóhanna jugueteó con la cucharilla sobre el plato-. En estos momentos es incapaz de hablar, por lo de Alda, pero esperemos que se recupere. Mi padre murió hace bastante poco tras una larga lucha contra el cáncer, de modo que en este año ha sufrido pruebas muy duras.

– Comprendo -dijo Þóra-. Me he enterado de que os fuisteis al noroeste después de la erupción. ¿Cómo estaba Alda en esa época? Comprendo que tú eras muy joven entonces, pero ¿recuerdas si cambió de alguna manera, que se comportara de un modo distinto o que se encontrara mal?

Jóhanna sacudió la cabeza.

– No, no recuerdo nada de eso. Alda se fue a un internado muy poco después de llegar allí y no la veía mucho. Naturalmente, igual que los demás miembros de la familia, había perdido violentamente sus raíces y por eso es posible que no siguiera siendo como antes. Pero eso es algo que mi madre sabrá mejor que yo.

– ¿A qué colegio fue? -preguntó Þóra. A lo mejor podía encontrar allí a alguien que se hubiera hecho amiga de Alda.

– Al instituto de bachillerato de Isafjörður, creo que no me confundo -respondió Jóhanna.

Þóra intentó no dejar traslucir nada, pero aquello sonaba un poco extraño.

– Tengo entendido, por lo que me contaron sus amigas, que estuvo en el instituto de Reikiavik. ¿No es así?

– Sí, sí -respondió Jóhanna-. Cambió de colegio en otoño. Prefería estar en Reikiavik en vez de en Isafjörður, porque todos los demás nos volvimos de allí a Heimaey.

Aquello no encajaba. ¿Cómo pudo Alda cambiar de colegio en pleno año escolar, y a un curso superior al que había estado? Markús tenía la misma edad que los compañeros de clase de Alda, y él estaba aún en la escuela secundaria cuando se produjo la erupción.