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Pasó la página y siguió leyendo. No había leído más de dos líneas cuando se tapó la boca con la mano. Aquí estaba lo inesperado de lo que había hablado Guðni. Þóra subió los ojos al cielo y respiró muy hondo. Lo que ella creía que era la lengua en la boca de aquella cabeza del sótano era otra cosa, algo completamente distinto.

Capítulo 14

Martes, 17 de julio de 2007

Adolf leyó el mensaje de texto que acababa de escribir y pulsó enviar. Estaba tumbado en el sofá de su casa mirando con el otro ojo un torneo de golf del que no tenía ni idea de dónde se celebraba ni cómo se llamaba. No le gustaba el golf, pero le parecía relajante aquella retransmisión tan poco televisiva. Miraba con toda su atención, como en trance, las pelotitas blancas que volaban veloces, una tras otra, desaparecían en el cielo de idéntico color y volvían a aparecer botando por un llano cubierto de hierba que tenía toda la apariencia de estar recortado con tijeras. Adolf estuvo pensando si no se le habría olvidado conectar el timbre del teléfono cuando volvió de ver a la abogada. No era así, y el mensaje que acababa de enviar ya estaba en camino. Dejó el teléfono.

Adolf se incorporó en el sofá y se estiró para coger el periódico. En algo tendría que entretenerse esa noche, porque sus amigos no contestaban a sus llamadas ni a sus mensajes. En realidad no le extrañaba demasiado, los que trabajaban tenían otras cosas que hacer los días laborables. A él le habían despedido del trabajo a raíz de su detención, y no había hecho nada por encontrar otro empleo. De todas formas, tenía mucho de lo que ocuparse después de la muerte de su madre. Cuando hubiera pasado todo el rollo del juicio, volvería a buscar en algún sitio, pero ahora no valía la pena. No quedaría nada bien empezar en un sitio nuevo y tener que pedir días libres para presentarse ante un tribunal. Abrió el periódico y pasó las páginas hasta llegar a la cartelera de cines. Si a nadie le apetecía hacer nada esa noche, se largaría al cine. No podía ni pensar en quedarse solo en casa rascándose la barriga. Sería más razonable ir al gimnasio y machacarse hasta quedarse completamente hecho polvo, y luego meterse a una de esas películas de verano que lo único que requerían de los espectadores era que no se durmieran del todo. Pensó en la conveniencia de llevarse a su hija, a ella no le vendría mal entretenerse también un poco, y mejor tener alguien con quien charlar en el descanso. Aunque ya había cumplido los cuarenta, todavía le resultaba desagradable ir solo al cine, aunque no tanto como cuando era más joven. Quizá tendría que reconsiderar lo de ir al gimnasio si se llevaba a Tinna, porque si la pobre niña no tenía fuerzas para levantar la toalla después de la ducha, no digamos lo que sería capaz de hacer con las pesas.

A la mierda el gimnasio, podría ir otro rato. Llamó a su hija y ella aceptó ir al cine con él esa tarde, a ver la película que le apeteciera a ella. La voz de su hija no mostraba interés ni desinterés, y Adolf tuvo la sensación de que tendría remordimientos de conciencia. Siempre le había resultado difícil aclararse con ella. Adolf no había pasado más que una noche con la madre y nunca había tenido buenas relaciones con ella. Por eso, no sabía si era él el único con problemas para conectar afectivamente con la niña o si les pasaba también a otras personas cercanas. A decir verdad, tenía la sospecha de que él no era el único. La pobre niña había vivido siempre en una especie de crisis psicológica, aunque solo últimamente había empezado con la estupidez esa, que todavía no había desaparecido. Aquellas reflexiones le recordaron que aún no había hablado a la abogada sobre la enfermedad de Tinna, y que seguramente era un grave error. Si la niña testificaba, a lo mejor despertaba la compasión del juez. Él siempre se había comportado razonablemente bien con ella, se la había estado llevando un fin de semana de cada dos desde que era una canija, aparte de la prueba de paternidad, naturalmente. Aunque, bueno, las más de las veces la dejaba en casa de sus padres, pero es que a los niños les viene muy bien tener trato con sus abuelos, y eso no le haría ningún daño, aunque no fueran las personas más simpáticas del mundo.

Cuando murió su padre, hacía dos años, Adolf pensó que a lo mejor el estado de ánimo de su madre mejoraría un poco. Su vida se despejaría y se transformaría en otra persona. Desde que él podía recordar, sus padres habían andado constantemente a la greña, porque se impacientaban con cualquier tontería, y consiguieron ahuyentar a todos los amigos y conocidos. En realidad, algún pariente quedaba aún para asomar la nariz, más bien por obligación moral, pero siempre se largaba a toda prisa, porque la atmósfera de su casa era opresiva. Las únicas palabras que pronunciaban eran indirectas terribles que se dirigían el uno a la otra, o expresiones negativas sobre absolutamente todos los aspectos de la sociedad. No había noticia lo suficientemente buena para que ellos no encontraran algún aspecto absolutamente negativo, que convertían en tema de conversación que exprimían durante horas. Adolf sintió un escalofrío al recordarlo. No sabía si las raíces de aquella forma de relacionarse socialmente estaban en su madre o en su padre, pues no les podía recordar sino en constante desencuentro. Si originalmente había sido por culpa de su padre, su madre se había infectado tanto de su antipatía que, cuando por fin desapareció, la naturaleza original de ella ya se había perdido por completo. Seguía refunfuñando todo el rato, aunque ahora solo hablara al aire. Por eso, no fue un día especialmente triste para su único hijo cuando ella falleció, muy poco tiempo atrás: Adolf se limitó a pensar que ya era hora. Los dos habían repartido su malhumor sobre todo lo que les rodeaba, incluyendo a su hijo, y se habían ganado con creces que nadie les llorase.

¿Qué es lo que había dicho de ellos la Alda esa? ¿Que estuvieron a punto de separarse ya en los primeros años de su matrimonio? Si eso era cierto, para él no cabía duda alguna de que habrían hecho mejor en divorciarse, en vez de fastidiarse el resto de sus vidas y convertirse en unos desgraciados. Se sentía total y absolutamente incapaz de comprender cómo a dos personas tan diferentes se les había podido pasar por la cabeza casarse, a menos que después de la boda hubiera sucedido algo que los hubiera transformado a los dos de manera irremediable. Pero pensaba que no era eso, sino que habían nacido siendo unos intolerantes y se habían dedicado a chupar el uno del otro, con la esperanza de que dos menos pudieran hacer un más. Pero en vez de eso vivieron en un puro enfado, intratables hasta el último día. Él no tenía ninguna intención de vivir así. Si él era un menos, no pensaba multiplicarlos en su casa poniéndose a vivir, o casándose, con otra menos de género femenino. El inminente juicio seguía paseándose por su cabeza. ¿Tal vez conseguiría despertar la compasión del juez hablando de las circunstancias en las que creció? Desde luego, no tenía motivo para quejarse de su situación material, porque sus padres tenían muy buena posición económica, pero le había faltado el afecto. Esta idea le agradó tanto que decidió apuntarla para comentársela después a la abogada. Eso tendría efectos mágicos, sin duda, sobre todo si Tinna comparecía ante el tribunal y soltaba la mentira de que él era su único apoyo en la vida. Ningún juez con un mínimo de buen corazón podría condenarle a prisión después de semejante testimonio de una pobre niña enferma. Adolf dio gracias de que aún siguiera pareciendo una niña, aunque ya estuviera a punto de cumplir los quince.