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– Una cosita más, y prometo dejarte en paz -dijo Þóra-. ¿Sabes por qué estaba tan molesta Alda con su pelo?

Þóra esperaba que la mujer dijese que no sabía de qué le estaba hablando, pero no fue así.

– Ah, eso -respondió, con voz apagada-. Menuda barbaridad.

– ¿Le pasó algo a su pelo? -por la mente de Þóra pasaron todas las historias terroríficas que había oído a lo largo de los años sobre peluqueros que les quemaban el pelo a sus clientes con el líquido de la permanente o con los tintes.

– Se lo cortaron -respondió la mujer-. El curso entero hizo una acampada en el gimnasio al terminar los exámenes, antes de las navidades, y cuando Alda se despertó por la mañana le habían cortado el pelo, probablemente mientras dormía. Nunca se descubrió quién había sido.

Þóra frunció las cejas.

– ¿Quiénes estaban allí, y quiénes tenían acceso al gimnasio?

– El curso entero, si no recuerdo mal. Claro que hubo algunos que prefirieron no participar o que estaban enfermos, pero la mayoría de los chicos y las chicas estaban allí. También había dos profesores y el conserje. Puede ser que hubiera más adultos, pero no lo recuerdo. Naturalmente, me habría olvidado de todo si no hubiese sido por lo del pelo de Alda. Como es lógico, se puso hecha un basilisco, pues tenía un pelo especialmente bonito, largo y rubio. Se lo cortaron con unas tijeras y casi la dejaron al cero. Naturalmente, tuvo que ir a una peluquería al día siguiente para que se lo arreglaran, pero fue una imbecilidad. Demasiado corto, igual que un chico.

Þóra se despidió. Estaba de lo más confusa, porque recordaba perfectamente lo importante que era el pelo en la adolescencia. Era absurdo pensar que aquel desagradable suceso pudiera tener alguna relación con el caso, pero nunca se sabe. Otro detalle más que preguntarle a Markús, junto a lo que había dicho la mujer sobre la borrachera adolescente del fin de semana anterior a la erupción, la noche antes de que apareciera la sangre en el muelle.

Þóra pasó a ocuparse de la clínica en la que trabajaba Alda. Vio en la Red que la llevaban dos cirujanos plásticos, Dís Hafliðadóttir y Ágúst Ágústsson. Þóra tuvo la sensación de que el nombre del tal Ágúst le resultaba conocido. Efectivamente, lo había oído mencionar de pasada en una reunión de su grupo de amigas, hablando de tratamientos de belleza. Las amigas más enteradas decían que era el mejor especialista en senos de toda la ciudad. Había además rumores menos contrastados sobre personas que venían incluso desde Hollywood para ponerse en sus manos, y Þóra recordó que aquello le había sonado un poco excesivo. Si en Hollywood no se podían conseguir unos senos decentes, sería absurdo que tuvieran que marcharse nada menos que a Reikiavik para operarse. La práctica hace al maestro, según dicen. En cambio, a la tal Dís no la había mencionado nadie, y si miles de personas iban a someterse a sus tratamientos desde el otro extremo del mundo, su grupo de amigas no se había enterado.

El contestador informó a Þóra de que la petición de hora se debía hacer antes del mediodía en días laborables. Le indicó igualmente que si necesitaba contactar con alguno de los doctores en relación con intervenciones ya realizadas podía llamar al número que figuraba en su parte de alta. El número de emergencias, evidentemente, no era público. Þóra decidió dejar un mensaje en el contestador.

Ya no le quedaba más que hablar con el servicio de urgencias, pero el número le recordaba a Þóra muchos años de matrimonio con un médico que volvía siempre tardísimo después de las guardias. Siempre se alargaban lo indecible. Incluso le sonó familiar la voz de la mujer que respondió, aunque llevaba ya cinco años separada de Hannes. Pero no le pasó lo mismo a la mujer al otro lado de la línea, la voz de Þóra no pareció encender ninguna lucecita en su memoria, ni pasó a un registro de mayor familiaridad al oír su nombre. Þóra intentó consolarse pensando que allí trabajaba mucha gente y que a lo largo del tiempo unos se iban y otros venían, además de que su nombre era relativamente común. Después de esperar para hablar con la supervisora de Alda Þorgeirsdóttir, informaron a Þóra con cierta desgana de que trasladaban su llamada a la jefa de enfermería que estaba de guardia en esos momentos. Þóra le dio las gracias, pero antes de que acabara su frase la mujer ya había transferido la llamada. En los oídos de Þóra sonó una espantosa melodía electrónica que seguramente jamás habría podido entrar en ninguna lista de éxitos.

Unos minutos más tarde se presentó con voz fría una mujer llamada Elin, a quien no parecían quedarle muchas ganas de hablar después de haberse pasados unas cuantas horas aliviando los sufrimientos de las personas que llegaban al servicio. Þóra se presentó y explicó el motivo de su llamada. Dijo que buscaba información sobre Alda Þorgeirsdóttir y preguntó si podría pasarse por allí a hablar con sus antiguos compañeros de trabajo, por un asunto que afectaba a un amigo de la infancia de la enfermera recientemente fallecida.

– Sé perfectamente cómo estáis de liados y os molestaré lo menos posible -dijo finalmente, con la esperanza de ser mejor recibida. Aquella gente tenía muchísimo que hacer, pocos lo sabían mejor que Þóra, e imaginó que acabaría teniendo que hablar con ellos mientras curaban alguna herida abierta.

– Alda Þorgeirsdóttir había dejado de trabajar aquí ya antes de su fallecimiento -dijo la enfermera jefe-. En realidad nunca fue empleada fija, sino que se limitaba a hacer algunas guardias los fines de semana y algunas noches. Trabajaba en una clínica privada en el centro, por lo que creo que deberías ponerte en contacto con ellos.

Siempre venían bien los consejos de los demás, sobre todo si eran obvios.

– Claro, pienso hacerlo -respondió Þóra, algo molesta por la frialdad de la voz al otro lado de la línea-. Pero preferiría poder hablar también con vosotros.

– No creo que sea posible -fue la respuesta-. En primer lugar, no tenemos nada que decir, además es muy dudoso que sea ético, y por último no tenemos obligación ninguna de hablar con un abogado de la ciudad. La ética ocupa aquí un lugar prioritario.

¿Ética? Þóra intentó adivinar la edad de aquella mujer. ¿Cien años? ¿Ciento cincuenta?

– Naturalmente, no tenéis ninguna obligación de recibirme -respondió-; claro, a menos que tenga un accidente. Pero en todo caso siempre podría llamaros a testificar ante un tribunal y enterarme entonces de si tenéis información que afecte al caso. Tal vez esa sea la mejor solución.

– ¿Ante un tribunal? -exclamó la mujer, menos orgullosa que antes-. Creo que eso será totalmente innecesario. Ya te he dicho que dejó de trabajar aquí -se la notó vacilar por un momento-. ¿De qué va todo esto, si puedo preguntar? ¿De la muerte de Alda?

– De un caso en el que trabajo para un señor que conocía a Alda -respondió Þóra, aprovechando la situación para jugar sus cartas.

– ¿Se trata de un caso de violación? -preguntó la mujer, y ahora su voz estaba llena de recelo-. Ya hemos dicho todo lo que tenemos que decir. Nosotros no protegemos a nadie, y de nada sirve presentarse con subterfugios. Este caso va a resolverse en el tribunal, que es el que decide la culpabilidad, y ahí termina nuestra labor. Seguimos las normas habituales en este tipo de casos, y entre ellas no figura el tener reuniones con abogados de la calle sobre cualquier tema del que a ellos les apetezca hablar.