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– Mira qué piernas, niña -dijo, tragando saliva. Se levantó y fue por delante-. Voy a por las llaves del coche. Ponte el chaquetón, está lloviendo -su voz sonreía, pero sorbió por la nariz.

Tinna se puso en pie con cuidado. Sintió un mareo. Bajo ninguna circunstancia podía desmayarse. Entonces la internarían en una planta y la tendrían allí mucho, mucho tiempo. Respiró con calma y luego se puso en marcha muy despacio y cogió el diccionario de inglés que le había regalado su tía por su confirmación. Pesaba mucho, así ayudaría a Tinna a adelgazar mientras llegaba al coche. Se sintió más contenta. En el hospital podría meterse en la ducha, y luego otra vez en el cambio de turno. Así que a lo mejor no era tan terrible.

Adolf dejó el teléfono y se puso a darle vueltas a la extraña enfermedad que aquejaba a su hija. No consiguió llegar a ninguna conclusión. La chica nunca había estado gorda; antes de enfermar, tenía un diminuto michelín de bebé, del que nadie se daba cuenta. Ahora era un esqueleto andante que se negaba a comer y si seguía así no conseguiría acostarse con un hombre ni pagando. No es que él pensara en eso con ella…, era demasiado joven y además era su hija. Pero eso formaba parte de las cosas de la vida que la esperaban, y lo mejor que la chiquilla podía hacer era ser consciente de que eso sería lo que pasaría si seguía con aquel rollo. La madre de Tinna estaba histérica en el teléfono, venga a repetir que la chica estaba tan enferma que su vida corría peligro. Él no se lo creía del todo…, sabía que al final tendría tanta hambre que se vería forzada a alimentarse. Claro que recordaba vagamente la historia, en una revista de cotilleos, de una modelo que había fallecido de anorexia, pero eso era algo completamente diferente. Esa mujer pasaba hambre por su trabajo, mientras que Tinna no tenía ningún motivo para hacerlo. De manera que al final se rendiría.

Se levantó del sofá y fue a la cocina a por un café, pero nada. Lo único que encontró fue un frasco de café instantáneo pasado de fecha desde hacía meses. Pese a ello, decidió preparar una cafetera grande con aquella porquería y tragárselo a toda velocidad, sin azúcar y sin leche. No le vendría nada mal estar bien despierto antes de hablar con su abogada. Había notado que desde que dejó de trabajar su entorno le prestaba menos atención y estaba más soporífero de lo que debía. Sin duda era porque él tenía tiempo de sobra, pero aquello significaba que lo dejaba todo para después y acababa siempre con prisas. Movió el cuerpo para que el café pasara pronto a la sangre. No recordaba quién había hablado de eso, pero lo cierto es que siempre parecía funcionar. Marcó el número de la abogada.

– ¿Sabías que ha muerto la enfermera que quería hablar conmigo? -fue lo primero que dijo la mujer, después de pasar a toda velocidad por las obligadas expresiones de cortesía.

– No -mintió Adolf. Había visto la noticia de la muerte unos días antes y le había resultado muy extraña-. ¿Importa?

La abogada carraspeó.

– Pues estaba segura de que sí, efectivamente -respondió-. Me pareció entenderle que tenía una información que sería muy favorable para tus intereses. Y no nos vendría nada mal algo así, te lo aseguro.

– Yo no violé a esa tía -dijo Adolf con rudeza. ¿Qué gilipollez era esa? Nunca le condenarían por aquel rollo completamente inventado.

– No me lo vuelvas a repetir más -dijo la abogada; su voz revelaba cansancio-. Si esa tal Alda hubiera testificado a tu favor, habría sido de la mayor importancia. Tú situación pinta bastante mal.

– ¿Cómo se puede denunciar una violación después de casi veinticuatro horas? -repuso Adolf, exaltado-. Si yo la hubiera violado realmente, se habría ido directamente a la policía o al hospital. No a su casa.

– Indudablemente, eso lo tienes a tu favor, pero tampoco es tan raro, de modo que no servirá. Recuerdo que tenía dolores y una hemorragia no explicada como consecuencia del acto sexual -Adolf prefirió no decir nada y guardó silencio, de modo que la abogada decidió continuar-. Seguramente sabes todo eso, así que no hace falta repetirlo más -calló un instante, pero como la respondió el silencio, siguió hablando-: Cuando me llamó esa tal Alda, dijo que quería charlar contigo antes de venir a verme. Intenté convencerla de que lo hiciera al revés, pero se mantuvo firme en su decisión. ¿Se puso en contacto contigo?

– No -mintió Adolf por segunda vez-. No, no me llamó.

– Pues aún peor-dijo la abogada-. ¿Estás completamente seguro? -su voz daba a entender claramente que no le creía, y a toda prisa añadió-: La cuestión es ahora solamente que Alda se hizo cargo de la chica cuando acudió a urgencias, de modo que lo que tenía que decirnos debía de ser de la máxima importancia. El informe del hospital es pésimo para ti, tal como están ahora las cosas.

Adolf ya sabía todo eso.

– Alda no vino, ya te lo he dicho.

– En realidad has dicho que no te había llamado, pero bueno… -la mujer seguía pareciendo poco convencida-. Ya me dirás si de pronto recuerdas alguna conversación telefónica o una visita de Alda a tu casa, algo que hubieras olvidado.

Adolf dejó que la indirecta le entrara por un oído y le saliera por el otro.

– No creo -titubeó un instante, pero continuó-: No estoy de muy buen humor. Mi hija está enferma y acaban de ingresarla. Su vida corre peligro -a juzgar por el silencio del otro lado de la línea, aquello había tenido cierto efecto sobre la abogada, que normalmente era siempre de lo más gélida-. Pero se recuperará. E incluso a lo mejor puede testificar ella…

Capítulo 19

Viernes, 20 de julio de 2007

Del cielo tormentoso del día anterior no quedaba ni rastro, y en su lugar había solamente unas finas nubecillas desperdigadas en medio de un azul brillante. Era como si Dios se estuviese fumando un puro y echara el humo hacia Islandia. Þóra estaba sentada en el porche de su casa disfrutando de la mañana. El ejemplar de Morgunblaðið que tenía en la mesa delante de ella se agitaba con la brisa, y una columna de vapor se elevaba desde su taza de café. Þóra cerró el periódico y tomó un sorbo de café. El diario, gracias a Dios, hablaba de modo muy matizado de la detención de Markús y su ingreso en prisión preventiva. Seguramente no era tan extraño, porque el juez dudó bastante. Por un rato, Þóra incluso llegó a pensar que rechazaría la solicitud del fiscal. Pero esa impresión duró poco, aunque redujo a cinco días la petición de tres semanas de prisión preventiva. La intervención de Þóra y los indicios que podían apuntar a la inocencia de Markús tuvieron quizá cierta influencia en la decisión. Por primera vez en su vida tuvo ganas de fumarse un cigarrillo, o al menos de sentir el olor del humo de un cigarrillo. Sin duda, el constante fumar de Bella tenía su parte de culpa. O a lo mejor era que empezaba a apetecerle fumar. No podía perder su salud mental ese día, porque tenía que llevar el informe de la prisión preventiva al tribunal de segunda instancia a lo largo de la mañana.

Como es lógico, Markús quería apelar la decisión. Es verdad que solo quedaban tres de los cinco días que había impuesto el juez, pero ella no le reprochaba aquel deseo a su cliente. Tres días son como mil; nadie quiere estar entre barrotes siendo inocente. Miró el reloj y vio que todavía ni siquiera eran las ocho. Si salía de casa dentro de una hora tendría incluso tiempo de sobra para pensar en algo más que pudiera anular la decisión del juez. Aunque no acababa de ver claro qué sería mejor aducir. Sin duda, el diario de Alda de 1973 tendría bastante importancia a la hora de que el juez de apelación pusiera un signo de interrogación a la culpabilidad de Markús. Þóra se lo había entregado a la policía nada más terminar el interrogatorio. Stefán reaccionó con auténtica furia. Y la acusó de ocultar pruebas a la policía. Þóra intentó explicarse, pero sin éxito. Cuando el fiscal intentó que se excluyera el diario como prueba, el juez se puso de parte de ella y dijo que, analizando las circunstancias, la entrega del diario no había incurrido en anomalía alguna. Otra pequeña victoria fue que el juez preguntó bastante sobre los indicios que apuntaban a que los tres cadáveres habían sido introducidos en el sótano después del comienzo de la erupción, momento en el que Markús no se encontraba ya en la isla. La policía no tenía mucho contra Markús en lo concerniente a los cadáveres del sótano, con excepción de la cabeza de la caja.