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– ¿En esos correos se decía algo al respecto? -preguntó Þóra.

– No, eran solo confirmaciones de horas de consulta, si Alda podía ir o no a esa hora y ese día, y cosas por el estilo -respondió Dís.

– ¿Recuerdas tal vez el nombre de la sexóloga? -preguntó Þóra. Alguien más con quien posiblemente debería hablar.

Dís asintió.

– Sí, se llama Heiða. El patronímico no lo recuerdo, pero no puede haber muchas sexólogas con ese nombre trabajando en Reikiavik.

– ¿Alda habló contigo alguna vez sobre tatuajes? -preguntó Þóra mientras anotaba el nombre-. Le había dicho a su hermana que quería contarle una cosa, algo referente a un tatuaje, aunque en realidad se lo dijo de forma un tanto críptica.

– ¿Tatuajes? -preguntó Dís extrañada. Su rostro se iluminó-. Sí, sí, en efecto -dijo-. Hace poco vino por aquí un hombre joven que quería averiguar si era posible quitarse un tatuaje, y recuerdo que Alda se quedó muy impresionada. Habló mucho rato con él, le preguntó dónde se lo había hecho, y todo parecía indicar que andaba con la idea de tatuarse ella también. Pero cuando le pregunté, no hizo sino reírse. Luego volvió a hablar del asunto conmigo y con Kata, la secretaria, durante la hora del café, y estuvo dándole vueltas a la idea de si alguien se haría un tatuaje en recuerdo de una mala experiencia. Kata y yo no entendíamos adonde quería llegar -Dís extendió la mano para abrir un cajón de la mesa-. Ya que estás aquí, lo mismo conviene que te enseñe algunas otras cosas -dijo, sacando unos papeles grapados, y otros que no formaban parte del montón-. Encontré estos papeles y otras cosas en el escritorio de Alda después de su muerte. Uno de los papeles es precisamente una fotografía fotocopiada que me da toda la impresión de corresponder a un tatuaje -le dio a Þóra el papel en cuestión.

– ¿Love Sex? -leyó Þóra en la foto. La fotografía tenía grano grueso y se había desenfocado un poco al fotocopiarla, pero el tatuaje se distinguía perfectamente.

– No me preguntes -dijo Dís mirando el papel con incredulidad-. Éste no es el tatuaje que quería quitarse aquel chico. Era una letra china, si no recuerdo mal. No tengo ni la menor idea de a quién pertenece esto, ni por qué lo tenía Alda en su mesa. A lo mejor el de este tatuaje es el hombre del que también tenía una foto en su cajón. No le conozco. ¿Será por casualidad tu cliente?

Þóra cogió la foto, pero no reconoció al hombre joven que había en ella. Aunque tenía un gesto duro, era muy guapo.

– No, ni idea de quién pueda ser -devolvió la foto a Dís. Esta la cogió y a cambio le dio a Þóra los papeles grapados.

– Y luego está esto, que no sé si tendrá alguna importancia. Cuando lo encontré estaba segura de que Alda se había quitado la vida, y pensé que a lo mejor esto podría tener alguna relación con el motivo que la llevó a hacerlo -miró a Þóra-. Y es que resultaba un tanto extraño, porque Alda estuvo particularmente contenta los días inmediatamente anteriores a su muerte. Eso no encaja con un suicidio, y me empeñé en intentar comprender por qué lo hizo. Ahora que se sabe que es un crimen, este documento quizá carezca de toda importancia. Sería bueno que le echases un vistazo, porque yo no sé qué hacer con él.

– ¿Qué es? -preguntó Þóra, cogiendo los papeles.

– Es el informe de la autopsia de una anciana que murió hace seis meses -respondió Dís-. Nunca había oído mencionar su nombre, así que no me explico qué clase de relación puede tener esto con Alda. Pensé incluso que podría tratarse de una pariente próxima cuya muerte le hubiera resultado especialmente dolorosa.

Þóra miró la primera página y leyó el nombre de la difunta: «Valgerður Bjólfsdóttir». Había visto aquel nombre hacía poco. Pero ¿dónde?

– ¿Me podrías dar una fotocopia de todo esto?

Capítulo 20

Viernes, 20 de julio de 2007

Þora buscó el nombre de la mujer nada más volver al bufete. Lo escribió en un buscador de Internet y apareció un enlace a la página web de los edificios desaparecidos en la erupción de Heimaey, la misma que Þóra consultó durante su viaje a las islas. De eso le sonaba el nombre que leyó en el informe de la autopsia que tenía Alda entre sus pertenencias. Þóra estudió lo que decía sobre aquella mujer; la página indicaba que vivía allí en compañía de su esposo, Daði Karlsson, en la casa contigua al hogar de la infancia de Markús. Þóra leyó todo lo que había en la página concerniente a aquella pareja, pero casi no sacó nada en claro, aparte de que Valgerður Bjólfsdóttir trabajaba de enfermera en el hospital de Heimaey y que su marido era timonel. Ninguno de los dos regresó a las islas después de la erupción. No había ninguna relación clara con Alda, aparte de que esta había elegido la misma profesión que Valgerður. Quizá Alda admiraba tanto a esta mujer como para estudiar enfermería ella también, pero igualmente podía ser una simple casualidad. En aquella época no era tan habitual que las jóvenes aprendieran cualquier profesión, y la enfermería se contaba entre las preferidas por las mujeres. Parecía que la pareja no había tenido hijos, al menos en aquella página no se mencionaba ninguno. Así que la relación de Alda con Valgerður no había sido a través de una hipotética hija de esta. La respuesta no se podía encontrar en Internet, de modo que Þóra decidió llamar a Leifur, el hermano de Markús, para preguntarle por aquella pareja. Cuando habló con él después de la audiencia en la que se decidió la prisión provisional, Leifur le repitió una y otra vez que la ayudaría todo lo que pudiera y le había hecho prometer que le informaría si había alguna cosa en la que él pudiera proporcionarle ayuda de cualquier tipo.

Leifur respondió al segundo timbrazo. Þóra le dejó hacer primero unas preguntas sobre la apelación al Tribunal Superior antes de entrar ella en materia preguntándole sobre los antiguos vecinos. Su respuesta la pilló completamente por sorpresa.

– ¡Uf, esa gentuza! -exclamó Leifur-. ¿Por qué me preguntas por ellos?

– El nombre de Valgerður ha aparecido en relación con Alda y estoy tratando de averiguar cuál era la conexión. ¿Quizá eran parientes? -preguntó Þóra.

– No, que yo sepa -respondió Leifur-. Aunque eran vecinos nuestros, en realidad no sé demasiado sobre ellos. Valgerður no era de aquí, y no sé cómo conoció a Daði, su marido, que sí era de las islas. Se quedaron en tierra firme después de la erupción, de modo que no sé cómo puedes ponerte en contacto con ellos, si es eso lo que quieres.

– En realidad ella ha fallecido -dijo Þóra-. Aunque no sé si él estará vivo o muerto. Desde luego, no te llamé para ponerme en contacto con él, sino porque estaba pensando si pudo existir alguna relación especial entre Alda y la tal Valgerður. Lo que me pareció más probable es que fueran parientes, pero a lo mejor se trataba de alguna otra cosa.

– Yo no tenía ni idea de que existiera ninguna relación entre las dos familias -dijo Leifur-. Valgerður no era especialmente amiga de la madre de Alda, si no recuerdo mal, y sus maridos tampoco eran colegas. Esos dos eran tan antipáticos que no puedo imaginarme que ni un loco de atar hubiera buscado su compañía, a menos que fuera por obligación. A Daði le llamaron toda la vida, exclusivamente, Daði el «Malacara»… y no sin motivos. Y a Valgerður la apodaron «Malosmorros» en cuanto apareció por aquí.

– Ya entiendo -dijo Þóra, sin saber qué más preguntar-. Se me había ocurrido que a lo mejor Alda empezó a estudiar enfermería para seguir las huellas de Valgerður, pero ahora ya no me parece tan probable, en vista de lo que me acabas de decir.

– Entre otras cosas, Valgerður era la enfermera de la escuela y dudo que hubiera podido despertar interés por su profesión en uno solo de los alumnos que tenían que acudir a su consulta. Era famosa por negarse a enviar a casa a los alumnos: para que los considerara enfermos tenían que desmayarse en sus narices o vomitar en mitad del pasillo. Si Alda la conocía de entonces, es un tanto absurdo pensar que eso la hubiera decidido a elegir su profesión.