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– Aquí no dice nada del instituto de Ísafjörður -dijo la mujer; se oía a alguien más-. Evidentemente, se matriculó en nuestro centro en otoño, aunque como alumna libre durante ese semestre, por motivos de salud. Aquí no dice qué enfermedad padecía, pero es que esas cosas son confidenciales y se guardan en otro sitio. En cualquier caso, fueran cuales fueran las circunstancias, empezó a asistir a clase aquí el mes de enero de 1974.

Þóra le dio las gracias y se despidió. Quedaba claro que Alda nunca había asistido al instituto de Ísafjörður. Esa historia era una invención. Þóra pensó que lo más probable era que hubiera estado ingresada en algún centro psiquiátrico. En aquellos años, las enfermedades mentales eran un verdadero tabú del que todo el mundo se avergonzaba. Þóra supuso también que no sería del todo improbable que, si Alda había estado enferma, hubiera sido por culpa de algo relacionado con la caja que le entregó a Markús el año anterior. A una jovencita inmadura no podía sentarle demasiado bien andar por ahí con una cabeza humana.

Capítulo 22

Sábado, 21 de julio de 2007

El teléfono móvil de Þóra sonó cuando estaba apoyada en la barandilla del transbordador Herjólfur. Había optado por ir a Heimaey por vía marítima en vez de tomar el avión, pues la predicción meteorológica para el día siguiente era mala y Þóra no tenía intención de pasar allí más de una noche. En ese tiempo pensaba recoger información sobre Valgerður y Daði, así como hablar con la madre de Markús y, si era posible, también con su padre, lo que representaba el objetivo principal del viaje. Bella estaba encerrada a cal y canto en el camarote, aunque su misión era ayudar a Þóra y servirle de confidente.

Al teléfono estaba Matthew, que llamaba desde Alemania. El barco navegaba viento en popa, lejos de todas las antenas de telefonía móvil del país, y la recepción era bastante mala.

– ¿Y dónde estás en realidad? -preguntó Matthew; sonaba como si hablara desde el fondo de un barril.

– Estoy en el mar y la comunicación se puede cortar en cualquier momento -dijo Þóra-. Voy camino de las Vestmann por un caso en el que estoy trabajando.

– Espero que no se trate de los cadáveres del sótano y la cabeza, de la caja, ¿o me equivoco? -preguntó Matthew, pero los chirridos e interrupciones de la línea hicieron que no esperase realmente respuesta, por lo que entró de lleno en el tema-. ¿Qué te parece tenerme de visita la semana próxima? -preguntó.

– Estupendo -dijo Þóra con toda sinceridad-. ¿Vienes por el trabajo o de visita? -preguntó, intentando que no se le notara la impaciencia por saber si había tomado ya una decisión.

– Tengo una entrevista -respondió Matthew-. Quieren enseñarme la sede y presentarme a los principales directivos -añadió al instante-. Espero tomar una decisión definitiva después de la reunión, aunque en realidad ya tengo una idea bastante clara de lo que quiero hacer.

– ¿Y? -preguntó Þóra-. ¿Qué piensas hacer?

– Yo…, si…, así que… -la conversación se había interrumpido. Þóra pensó en desplazarse corriendo a la popa del barco para recuperar la conexión y enterarse por fin de si Matthew se había decidido, pero desistió. No había conseguido marcar ni siquiera los primeros números cuando el barco perdió toda cobertura de telefonía móvil. Suspiró y devolvió su teléfono al bolsillo.

– ¿Podrías confundir estas dos casas? -preguntó Þóra. Estaba con las manos en las caderas en la zona de excavación de la Pompeya del Norte, mirando la casa natal de Markús y la casa en la que vivían Valgerður y Daði.

– No -dijo Bella con un bostezo-. Son completamente diferentes. Esta de aquí en realidad no es más que una ruina -señaló la casa de los vecinos. No exageraba, el tejado de la casa había cedido ante el peso de la ceniza y una de las paredes exteriores recordaba más que nada a la torre inclinada de Pisa.

– Intenta imaginar que estás en plena erupción volcánica y que la casa no está en ruinas -dijo Þóra-. ¿Podrías confundirlas?

Bella la miró con desdén.

– ¿Es que no ves que una tiene dos pisos y la otra solo uno? -refunfuñó-. No es posible confundir estas dos casas -señaló la que estaba al otro lado de la casa de Markús-. Tampoco se puede confundir esa casa con la de los cadáveres -miró a su alrededor, a todas las casas que estaban siendo excavadas-. La casa de los cadáveres es la única de dos pisos en toda la calle.

Þóra observó la calle en su conjunto. La secretaria tenía razón, la única que destacaba sobre las demás era la de Markús. De ahí que quedara bien claro que los cadáveres no habían sido colocados allí por error.

– Entonces ya lo sabemos -dijo Þóra, con los ojos clavados en la casa que tenía delante-. Tengo unas ganas tremendas de entrar ahí -dijo señalando la casa en la que vivía aquella pareja tan desagradable, Daði «Malacara» y Valgerður «Malosmorros». Al ver el gesto dibujado en el rostro de Bella, se sintió obligada a explicarlo mejor-. Esa gente tiene relación con el caso, aunque aún no sé cuál.

– Hum -bufó Bella-. Yo ahí no entro. Esa casa está a punto de venirse abajo -se acercó a ella y pasó por encima de la cinta que delimitaba el espacio al que no podían acceder las personas no autorizadas-. ¿No han sacado ya todo lo que había dentro?

– Claro que sí -respondió Þóra-. Pero, de todos modos, quiero ver el interior. Nunca se sabe -miró en torno suyo, aunque sabía perfectamente que estaban las dos solas. De modo que siguió el ejemplo de Bella, pasó por encima de la cinta y se acercó a la casa. Miró por un hueco que había en la juntura de las tablas cruzadas que habían asegurado con clavos para tapar las ventanas. En la oscuridad, no pudo ver absolutamente nada. Se dirigió a la puerta, que estaba sujeta al marco con unas grapas. Bella la siguió.

– ¿Estás de broma? -dijo la secretaria al ver que Þóra se esforzaba en empujar la puerta para abrirla-. ¿Pretendes entrar? Debe de estar prohibido -paseó la mirada por la enorme zanja de la excavación, como si esperase ver a un grupo de policías acercándose a todo correr por los negros márgenes, cubiertos con redes para evitar que el polvo de ceniza llegase hasta los edificios actuales.

– Esta casa no está marcada como la de Markús -dijo Þóra con un suspiro de cansancio-. En esa no puedo entrar de ninguna manera, pero en esta, en cambio, no hay ningún cartel de la policía advirtiendo que está prohibida la entrada.

– ¿Y qué hay de ese cartel que dice que no se permite el acceso al personal no autorizado? -preguntó Bella, molesta con su jefa-. Yo pensaba que los abogados no podían quebrantar la ley.

– Eso no es una ley, sino una advertencia -dijo Þóra, abriendo un poco más la puerta-. Algo distinto son las leyes, cuyo incumplimiento, por naturaleza, es ilegal. No solo para los abogados, sino para todo el mundo. Por eso se llaman leyes.

Bella refunfuñó y renunció a seguir recriminando, Þóra. En vez de eso, se decidió finalmente a ayudarla y con el esfuerzo de las dos consiguieron abrir un espacio lo suficientemente grande para que Þóra pudiera entrar con dificultad dentro de la casa.

– Avisa si se te cae algo encima -dijo Bella por el hueco cuando Þóra estuvo ya dentro-. Iré a buscar ayuda.

Dentro de la casa, Þóra se sintió invadida de la misma sensación que experimentó la decisiva mañana en que Markús encontró los cadáveres. El olor de la ceniza era asfixiante e iba aumentando su intensidad según se adentraba en la casa. Había algo de claridad, porque los tablones que cubrían las ventanas no las cerraban por completo. Llegaba también luz desde arriba, pues en algunos lugares se veía a través de las grietas de la casa y el tejado derruido, que dejaba pasar la luz del día. Þóra pasó desde la puerta principal a un pequeño vestíbulo que daba acceso a las otras estancias de la casa, y decidió dirigirse hacia donde supuso que estaría el salón. Allí la oscuridad era mayor, pues el tejado estaba en mejor estado, pero bastó para comprobar que se encontraba vacío, con excepción de una lata de Coca-Cola y dos envoltorios de sándwich, que supuso que serían recientes. En las paredes había restos de papel pintado que en su mayor parte estaba hecho jirones y dejaba ver la base manchada de ceniza. Dos lámparas de pie seguían aún en su sitio, aunque volcadas. Las demás estancias tenían las mismas señales de fuego. Se habían llevado todo el mobiliario. Al parecer, Daði había rescatado la mayor parte de las cosas y treinta años más tarde llegó Hjörtur, el arqueólogo, y arrambló con lo que quedaba. La casa era pequeña y la breve visita convenció a Þóra de que Daði y Valgerður no tenían mucho dinero. El cuarto de baño, que estaba cubierto de pedazos de baldosín, era diminuto. En aquella casa solo vivían el marido y la mujer, y no necesitaban más espacio. Al lado del dormitorio de matrimonio, Þóra se quedó boquiabierta. Sin lugar a dudas, aquello era una habitación de niños, porque el chamuscado papel de la pared estaba cubierto de imágenes de ositos, a diferencia del resto de la casa. La lámpara del techo, rota, tenía forma de globo. El matrimonio no tenía hijos, por eso a Þóra le resultó extraño. En un rincón había un montón de basura recogida recientemente, y en él destacaba el brazo de plástico de una muñeca. Cuando Þóra golpeó el montón con el pie, el brazo cayó rodando. Removió el montón con el pie en busca de cualquier cosa de interés, pero sin éxito. El brazo de muñeca estaba desparejado y por eso no debía de haber interesado a los arqueólogos.