– ¿No podría ser que ella estuviera ya tan desesperada por tener amigos que te sacrificara a ti en el altar de otras posibles amistades? -preguntó Þóra, que intentaba ponerse en la piel de aquella forastera en una pequeña sociedad rural que no tenía a nadie cercano.
– Quizá fuera eso -repuso Klara, muy enfadada-. Pero no por ello dejó de ser algo de todo punto imperdonable. Esa mujer no podía contar con meterse en los círculos más íntimos así por las buenas, y una vez que yo expliqué lo sucedido a la gente, se quedó aún más aislada que antes. Hacer aquello no fue nada sensato por su parte -Klara se puso las manos sobre sus anchos muslos para prestar más énfasis a su propia manera irreprochable de comportarse.
Þóra no valoró en exceso su perfección.
– ¿Perdieron algún hijo Valgerður y Daði? -preguntó, aunque sabía que Bella estaba intentando averiguarlo en aquellos mismos momentos.
– No -respondió Klara-. Mientras vivieron aquí no tuvieron hijos. Lo intentaron todo lo que pudieron, pero nunca lo consiguieron. Valgerður sufrió al menos dos abortos, lo que no contribuyó a endulzar su agrio carácter. Naturalmente, en esos tiempos no existían todos esos psicólogos a los que acude ahora la gente, pero no cabe duda alguna de que su gran interés por nuestros hijos, aún pequeños, tenía que ver con el hecho de que ella no tenía ninguno. Se dedicaba a contar historias de todos los niños del barrio, también de mis chicos, porque eran muy traviesos.
– En la casa tenían una habitación para niños -dijo Þóra, confiando en que nadie preguntara de dónde había sacado esa información-. ¿Es posible que las personas que vivieran allí antes que Valgerður y Daði tuvieran hijos? -en aquellos momentos, era de esperar que Bella estuviera descubriendo en el archivo municipal la respuesta a esa misma pregunta.
– La casa la construyeron ellos, de modo que nadie vivió allí antes. El barrio era uno de los más nuevos de la ciudad, y algunas de las casas ni siquiera estaban terminadas del todo, aunque todas estaban ocupadas -dijo Klara-. Yo entré poquísimas veces en su casa, en realidad solo por obligación -movió los hombros como si le dolieran-. Nunca vi ese cuarto de niños, pero es posible que lo tuviesen. En realidad, tengo entendido que tuvieron un hijo después de la erupción, de modo que tal vez se había quedado embarazada y prefirió no decir nada en vista de las experiencias anteriores. Tal vez estaban preparando el nacimiento del niño. Pero no comprendo por qué tenían tanto interés, pues una mujer que conozco me dijo que era la comidilla de todos en el noroeste el nulo interés que mostró Valgerður por el recién nacido nada más parirlo. Aquello anunciaba problemas.
– ¿Tuviste contacto con ellos después de que se marcharan? -preguntó Þóra.
– No -dijo Klara escandalizada-. ¿Por qué iba a tenerlo? Te he estado diciendo que ni el marido ni la mujer me caían nada bien. De aquí se fue mucha buena gente que nunca regresó. Yo tenía suficiente como para mantener el contacto con ellos.
– Comprendo -dijo Þóra con cortesía-. ¿Crees que Daði y Valgerður podrían tener alguna clase de relación con los cadáveres que aparecieron en el sótano de vuestra casa?
– De eso no tengo ni idea -respondió la mujer, que seguía irritada-. Ya le he dicho a la policía que no tengo ni la menor idea de cómo pudo suceder aquello y vuelvo a decirlo una y otra vez: no tengo ni la más mínima idea.
Þóra se percató de que la anciana hablaba de «yo» y no de «nosotros», sin decir nada que pudiera incluir a su marido. También le llamó la atención, al leer el informe de la policía, que el suyo era el más breve de todo el caso y que había sido escrito por Guðni, el comisario jefe de la isla. A Klara solo le habían hecho un par de preguntas, que respondió con la mayor brevedad posible. Þóra imaginaba que Stefán y sus colegas no serían igual de respetuosos si decidían interrogar a la mujer.
– Pero ¿ellos tenían relaciones con extranjeros aquí en las islas? -preguntó Þóra por si acaso.
– Bueno, Valgerður trabajaba en el hospital, además de como enfermera de la escuela dos tardes por semana -respondió Klara-. En la escuela no había profesores extranjeros, ni nadie más que fuera extranjero, pero en el hospital ingresaban a veces marineros extranjeros heridos, y otros forasteros de los que no sé más detalles. En esos casos no se puede hablar de relaciones, en realidad, aunque ella les curase las heridas. Daði trabajaba con uno de los armadores más pequeños de las islas. Allí solamente trabajaban islandeses, por lo que yo sé. Por otra parte, lo mejor será preguntárselo al hijo sobreviviente de esa gente, quizá incluso podría decir más que yo, que nunca he tenido interés alguno por ellos.
– ¿Así que Daði ya no vive? -preguntó Þóra-. Sé que Valgerður aún respiraba hace no demasiado tiempo, pero no sabía a ciencia cierta si él seguía con vida.
– Tengo entendido que murió de cirrosis hace dos años o así -respondió Klara con un tono de dureza en la voz-. Pero creo que su hijo vive todavía.
– ¿Tienes idea de cómo se llama? -preguntó Þóra.
– No, no me acuerdo. Lo oí alguna vez, pero hace mucho que lo olvidé.
Þóra asintió, quién sabía si Bella se lo encontraría en el archivo. Había conseguido que la mujer empezase a hablar por fin, de modo que era el momento de cambiar de marcha, además de que no se le ocurrían más preguntas sobre los vecinos.
– Otra cosa -dijo entonces-. La noche del viernes 19 de enero de 1973, esto es, el fin de semana anterior a la erupción, en la escuela de Heimaey hubo un baile que se desmadró. A Markús lo fue a buscar su padre, porque él y todos sus compañeros de clase agarraron una borrachera espantosa -miró a la mujer a los ojos-. ¿Recuerdas esa noche?
Klara puso una cara como si Þóra le hubiese pedido que le dejara rebuscar en la cesta de ropa sucia de la familia.
– Creo recordarlo vagamente -respondió, aunque era evidente que recordaba perfectamente la noche en cuestión-. No fue solo Markús, sino la clase entera, si no recuerdo mal. Markús no bebía, a diferencia de los demás chicos de por aquí, de forma que a nosotros aquello nos pilló totalmente por sorpresa.
– No tengo ningún interés en si Markús bebía o no, sino en si recuerdas alguna otra cosa extraña de esa noche -dijo Þóra-. ¿Recuerdas si tu marido volvió a salir después de dejar a Markús en casa, por ejemplo en plena noche, y si quizá fue al puerto?
Klara palideció.
– Magnús no fue a ningún sitio -respondió-. Vino a casa con el chico y se quedó aquí. Magnús no tenía por costumbre andar por ahí en plena noche, y desde luego no estaba de humor después de ver el estado en que se hallaba su hijo -jugueteó con un magnífico anillo de oro que llevaba en el anular de la mano izquierda, y apartó la mirada.
Þóra no le creyó ni media palabra. Por primera vez, la anciana parecía nerviosa y, evidentemente, no era buena actriz. Parecía mentir tan mal como su hijo cuando se la presionaba.
– ¿Y tú, Leifur, recuerdas que sucediera algo esa noche? -miró a Klara y esbozó una falsa sonrisa-. Tal vez Magnús salió cuando tú estabas ya dormida.
Leifur sacudió la cabeza.
– Ese fin de semana, yo estaba en Reikiavik. El instituto había vuelto a empezar después de las vacaciones de Navidad, y yo estaba en tercero y vivía en la capital.
Þóra frunció el ceño.
– Pero la noche de la erupción estabas aquí, ¿no? -preguntó-. Y la erupción fue a mitad de semana, ¿no?
Leifur le sonrió, y parecía perfectamente sincero, a diferencia de su madre, que mostraba a todas luces que aquellas preguntas ya no le resultaban indiferentes.
– Lo de Markús y su borrachera fue toda una tragedia -dijo Leifur-. Mi madre estaba destrozada y mi padre furioso, así que decidí escaparme y venirme para acá a fin de calmar un poco el ambiente y echarle una buena bronca a Markús. Aquel lunes no había clase en el instituto, de todos modos, de forma que no me perdí mucho. Tenía intención de volver a Reikiavik el martes, aunque no esperaba que a medianoche pasara lo que pasó.