– No creo -dijo Þóra, aunque no tenía muchos argumentos para defender su teoría-. Lo peor es que dudo de que la familia de Markús me haya contado toda la verdad. Normalmente, pensaríamos que una madre pondría el interés de su hijo por delante del suyo propio y el del marido, sobre todo cuando se da la circunstancia de que el marido está ya en las últimas y su hijo Markús tiene todavía media vida por delante.
– Ni idea -dijo Bella tomando un sorbo de su copa-. Yo soy soltera y no tengo hijos, así que ni idea de qué es lo que preferiría defender.
De pronto apareció la camarera con la bebida de Þóra. No era la misma mujer que había tomado la comanda, esta parecía mayor y de gesto cansado. Llevaba una bandeja redonda con una bebida de aspecto lechoso en un vaso alto rematado por una sombrilla de colores y una cereza pintada de verde. Þóra le dio las gracias y le dijo el número de su habitación. La camarera estaba a punto de irse después de anotarlo, pero Þóra le preguntó:
– ¿Sabes de alguien que sea un muy buen conocedor de la erupción y de la vida de Heimaey en esa época? Alguien con quien pudiera charlar un ratito.
La mujer miró a Þóra.
– ¿No preferirías ir a ver un documental que hay sobre la erupción? Es de lo más popular -miró el reloj de la pared-. La próxima sesión empieza dentro de una hora.
– No, no se trata de eso -repuso Þóra-. Estoy buscando a alguna persona que pudiera responder unas cuantas preguntas sobre la vida de Heimaey en esa época -Þóra sonrió, con la esperanza de que la mujer no fuera a pedir más detalles, porque no los tenía.
La mujer se encogió de hombros.
– Naturalmente, aquí hay montones de gente que estarían encantados de hablar de la erupción. Aunque la mayoría prefieren contar su propia experiencia, pero me da la sensación de que lo que tú buscas es otra cosa -dijo mirando a Þóra, que asintió con un movimiento de cabeza-. Entonces creo que lo mejor es un tipo -prosiguió-. Se llama Paddi «Garfio» y sabe un montón. Cuentan que solo salió de la isla una vez en su vida, y fue la noche de la erupción. Por eso sabe más que nadie sobre la vida de por aquí. Además, le vuelve loco hablar, de modo que tendréis que andar con cuidado para que guarde la compostura. No siempre es del todo claro en sus respuestas, pero eso no es obstáculo ninguno para él.
– ¿Dónde podemos encontrar a ese hombre? -dijo Þóra, expectante.
– Tiene una barca que alquila a turistas. Sobre todo para pescar con caña -respondió la mujer-. Os aconsejo que le paguéis para dar un paseo en barca, porque de otro modo es posible que no se muestre muy dispuesto a hablar con vosotras. Está a la que salta, y nunca quiere dejar pasar un trabajo -les sonrió-. ¿Queréis que le llame y reserve un paseo?
Þóra dio las gracias a la mujer y le pidió que lo hiciera, para ella y su amiga. Que le daba igual si era una excursión para ver la costa o para pescar. Bebió un sorbo de su bebida. Se permitió paladear por un momento el sabor del coco antes de continuar:
– Bueno, por una vez podemos darnos el gusto de salir a pescar.
Leifur estaba con su padre en el dormitorio que la familia le acondicionó en el piso bajo de la casa cuando Klara renunció a seguir con su esposo en el dormitorio de matrimonio. Magnús no hacía más que despertarla y preguntarle enfadado quién era, qué hora era o sencillamente quién era él mismo. Cuando a eso se sumaron por las noches la furia y la violencia, la mujer decidió que ya era suficiente. Había dos posibilidades, o llevarlo a una residencia o tomar las medidas necesarias para que pudiera seguir en casa sin que ella tuviera que pasarse despierta día y noche. Leifur estaba sentado al lado de la cama mirando las estanterías de libros, que eran lo único que quedaba del mobiliario original de la llamada «habitación del cabeza de familia». El resto había ido a parar al sótano, desde donde los muebles acabarían en manos de desconocidos después de la muerte de sus padres. O al vertedero. María y él carecían de espacio para aquellas cosas, y sus hijos no tenían ningún interés en unos muebles usados, aunque hubieran pertenecido a la familia. Nada importaba que fueran de mejor calidad que los muebles que estaban de moda, por mucho que ahora fueran infinitamente más caros. Seguramente, su hijo había cambiado más veces de sofá desde que se marchó de casa ocho años atrás que él y su mujer en todo el tiempo que llevaban juntos. María, su mujer, llevaba un tiempo insistiendo en que derribaran la casa, se desprendieran de todos los trastos, o los vendieran, y construyeran una nueva. Había conseguido ir aplazando la idea, pero sabía que dentro de no mucho tiempo se vería en la tesitura de ceder o de correr el riesgo de perder a su mujer. Algo había cambiado en ella, pues seguía pidiendo lo mismo pero con menos convicción. Eso le llenaba de aprensión, porque sabía que la rendición era con frecuencia precursora de medidas más radicales. A lo mejor se trataba del primer paso de su mujer hacia la libertad que tanto ansiaba y que, para ella, no podía existir en otro sitio que en Reikiavik, libertad para ir de comprar y para pasear de cafetería en cafetería, libertad para dar envidia a sus amigas por la opulencia en la que pensaba vivir. Si se separaba de Leifur tendría de sobra, indudablemente, para permitirse todo lo que le pudiera apetecer. Los contratos matrimoniales no eran habituales cuando se casaron, pero aunque hubieran sido cosa corriente, Leifur no habría insistido en que su novia firmara nada semejante.
Leifur apartó la vista de la anticuada librería, pero no pudo dejar de darse cuenta de que ya estaba un poco inclinada. No era lo único que daba muestras de que la alegría del hogar ya había empezado a declinar. Leifur miró a su padre, que estaba adormilado; de su semblante había desaparecido todo lo que en otro tiempo lo caracterizaba. Estaba pálido, y sus fuertes mandíbulas escuálidas, sus labios y su boca parecía anormalmente grandes. Manchas en la piel y los labios. Por una comisura de la boca se le descolgaba la saliva, y Leifur apartó la mirada. Para eso todos los trastornos, a fin de que su padre pudiera seguir viviendo en casa todo el tiempo que fuera posible. Leifur no podía ni imaginarse que el anciano viviera con otras personas que le hubieran conocido desde hace muchos años, desde antes de convertirse en uno de los pilares de la sociedad local, una gente que fuera a tratarle ahora como a un niño pequeño. Un niño pequeño sin el encanto que los hace tan encantadores y que lleva a la gente a tratarlos con una sonrisa en los labios y a limpiarles la saliva y los mocos sin la menor repugnancia. María, su mujer, había intentado convencerle de que si se iban a vivir a Reikiavik sería mucho más fácil tener a su padre en algún centro donde nadie le conociera. Leifur había respondido que jamás conseguirían plaza en una residencia de la tercera edad de Reikiavik, pues las listas de espera eran enormes. Los pondrían en el último lugar de la lista, por muy difícil que fuera su situación. Por eso era mucho mejor organizarlo así, estarían mucho mejor que si se marchaban a Reikiavik. Ciertamente, algo sí que cambiaría: allí María tendría más cosas que hacer y menos tiempo para su suegro. Era una gran carga para María. Era quien más se ocupaba del anciano y aunque pudiera parecer increíble, lo hacía sin quejarse y sin estar siempre pendiente de que madre e hijo se lo estuvieran agradeciendo constantemente. Naturalmente, se tenía bien merecidos unos muebles nuevos, y su marido no pondría la menor objeción la próxima vez que María hablara de lo ridículo que era todo el mobiliario de su casa. Menuda sorpresa se llevará. A lo mejor, Leifur añadía al lote, encima, comprar un apartamento en uno de los nuevos bloques de pisos de Skúlagata, así podría ir cuando quisiera a Reikiavik a visitar a su hijo y de paso librarse por una temporadita de todos los líos de Heimaey. Y seguramente ya era hora de buscar una mujer que ayudara en casa de sus padres; lo mejor sería encontrar una enfermera o una cuidadora, aunque fuera extranjera. No es que tuviera que mantener largas conversaciones con su padre. De eso se encargaría la madre de Leifur. La mujer podría dormir en la habitación del padre, y ya no tendrían que seguir encerrándole con llave por las noches. A Leifur había empezado a preocuparle que pasara cualquier cosa mientras ellos dormían, aunque no sabía qué era lo que podría pasar. Allí dentro no había nada con lo que pudiera hacerse daño, a menos que se esforzara por conseguirlo; lo cierto es que el comportamiento de su padre se había vuelto bastante impredecible. Lo último que hizo fue darle un empujón al televisor, que cayó de la mesa y acabó hecho pedazos. Cuando Leifur intentó que explicara por qué lo había hecho, se limitó a mirarlo como un tonto y a sacudir la cabeza, como un chiquillo que niega haber tocado el montón de pedazos rotos del suelo. No hacía muchos años desde que llegó a casa con el televisor e invitó a comer a Leifur y María para presumir de sus dimensiones, pues no era nada habitual que los padres de Leifur gastaran el dinero en objetos inútiles. Leifur todavía recordada lo orgulloso que estaba su padre, cómo le gustaban los colores de la inmensa pantalla.