– ¿Nos vamos a internar mucho en el mar? -preguntó Þóra cuando salieron de la bocana del puerto.
– Si queréis pescar algo, tendremos que alejarnos un poco de la costa -dijo Paddi, que parecía estar oteando la superficie del mar como esperando que los caladeros le indicasen el mejor sitio.
– En realidad no sufriré lo más mínimo aunque no pesquemos nada -refunfuñó Bella-. Yo no como pescado. Me resulta desagradable -Þóra se volvió hacia Bella y carraspeó para darle a entender que tenían que ganarse a aquel hombre y que ese no era el mejor camino. Bella clavó sus ojos en los de Þóra y añadió-: Pero el frailecillo me encanta -Þóra respiró aliviada.
Paddi «Garfio» farfulló algo incomprensible y siguió paseando la vista por el mar en calma. El tiempo era todo lo bueno que podía ser. Los rayos de sol se reflejaban en la tranquila superficie del mar, que se convertía así en un deslumbrante mar de luz.
Paddi detuvo la embarcación al lado de Bjarnaey. En las elevadas paredes del acantilado derruidas por el mar se veían cables a los que se sujetaban los que trepaban hasta la zona herbosa en lo más alto de la isla, en la que había una pintoresca cabaña de pescadores. Þóra no era capaz de imaginar nada que la hiciera a ella escalar hasta allí arriba. Aunque, al menos, estaba claro que si subía tendría un sitio donde quedarse a vivir. Porque bajar era algo que jamás conseguiría hacer.
– Probemos aquí -dijo el anciano marino, que se secó las manos en su ajado pantalón vaquero-. Aquí podemos sacar algo.
Un grupo de gaviotas que había estado revoloteando alrededor del barco descendió hasta posarse en el mar. Las olas las mecían. Obviamente, esperaban tener pronto algo que echarse al pico.
– Bueno, empieza la gran pesca -dijo Paddi indicándoles que bajaran a la cubierta, en la que había unas cañas grandes y fuertes instaladas al lado de un tonel sin tapa. Paddi le entregó a cada una un cinturón de cuero con un soporte para la caña y las ayudó a ajustárselo. Afortunadamente, el cinturón le cupo a Bella. Aunque no resultó nada fácil, la joven aguantó con estoicismo y sin enrojecer todas las maniobras de Paddi para ponérselo. Les explicó lo que tenían que hacer y después se ajustó también él un cinturón y se situó al lado de ellas.
– Tenéis que aseguraros de que el sedal llegue hasta el fondo -dijo, sorbiendo por la nariz-. Allí está el pescado -continuó mirando con ojos escrutadores los movimientos de las dos mujeres. Las gafas de sol de Þóra se le habían bajado a la nariz pero no se atrevía a quitar una mano de la caña para colocárselas en su sitio por miedo a que se le cayeran al mar.
Aunque sin decir nada, Þóra confiaba en que ningún pez picara su anzuelo, y por eso intentó evitar que el sedal cayera hasta el fondo, como había recomendado Paddi. En realidad no tenía ni idea de dónde se había quedado el sedal. Igual podía haber aterrizado en pleno fondo, en medio de un banco de peces que estaban decidiendo en aquel mismo instante si sería peligroso picar el anzuelo. Þóra volvió la vista hacia Heimaey. El nuevo campo de lava se veía espléndidamente.
– Debió de ser terrible -dijo, dirigiéndose a Paddi.
– ¿Te refieres a la erupción? -dijo Paddi. Su caña se movió un poco y él empezó a recoger el hilo tranquilamente.
– Sí -dijo Þóra echando la caña torpemente hacia atrás y de nuevo hacia delante por encima de la borda, como les había enseñado Paddi-. ¿Tú vivías aquí entonces?
– Sí, siempre he vivido aquí -respondió el hombre, que seguía recogiendo el sedal-. Fue magnífico.
Þóra no comprendía la intención con que podía haber usado aquella palabra.
– ¿Qué te llevaste tú de tu casa la noche de la erupción? -preguntó por simple curiosidad. ¿Qué podría querer llevarse un hombre como aquel? ¿Una caña de pescar o una botella de sucedáneo de whisky?
– Me llevé a la mujer -respondió Paddi tensando el hilo-. Lo que no estuvo nada mal, porque mi casa fue de las primeras que desaparecieron bajo la lava. Me las habría visto y deseado para encontrar una nueva -se inclinó hacia delante e hizo girar el carrete con todas sus fuerzas. En el sedal había dos eglefinos. Paddi soltó los anzuelos y arrojó al tonel los peces, que no dejaban de revolverse. Þóra y Bella miraron fijamente el barril y escucharon el golpeteo que procedía de él. Las dos habían imaginado que el hombre atontaría a los peces dándoles un golpe, en vez de dejarlos sufrir una muerte lenta en el barril. Paddi se secó las manos en una toalla medio rota que estaba atada a la barandilla y luego se volvió hacia las mujeres, que no apartaban los ojos del barril, asombradas.
– Tenéis que agarrar con más fuerza -dijo entonces, y fue hacia ellas, que empezaron a esforzarse un poquitín en adoptar la postura correcta-. No queremos que sea yo quien lo haga todo.
Bella soltó un grito cuando de pronto su sedal se tensó.
– Tengo un pez -gritó como si quisiera que la oyeran los posibles ocupantes de la vieja cabaña de pescadores, muchos metros por encima de ellos-. ¿Qué hago?
El anciano fue hacia ella. Tenía las piernas tan curvadas que el barril del pescado habría podido acomodarse entre ellas. Ayudó paternalmente a Bella a sacar el pez. Era una gallineta, tan pequeña que apenas habría podido servir de aperitivo para una sola persona. Las gaviotas se pusieron a chillar, expectantes porque ahora tendrían por fin algo que hacer.
– ¿No podemos soltarlo? -preguntó Bella con rostro suplicante-. Es como muy pequeño, pobrecito -se compadecía del pobre pez que colgaba del anzuelo-. ¿La herida es demasiado grande como para que pueda sobrevivir?
– No, no -dijo Paddi tranquilamente mientras se ponía unos guantes de goma para soltar el pez. Þóra recordó que las gallinetas podían ser tóxicas si entraban en contacto con una herida abierta. No tenía ni idea de si el tóxico se encontraba dentro del pez, pero en vista del cuidado con el que Paddi lo cogió, debía de estar en la piel. Paddi levantó el pez boqueante-. ¿Lo suelto? Vosotras diréis.
Þóra y Bella movieron la cabeza al unísono en señal de asentimiento y observaron contentas a Paddi lanzar el pez con fuerza por la borda. En lugar de sumergirse y alejarse, el pez se quedó flotando de costado. Con las aletas que quedaban hacia arriba hacía como si quisiera nadar.
– ¿Por qué no se sumerge? -preguntó Þóra intentando guardar la calma-. ¿Está más herido de lo que creías? -se sintió furiosa con el hombre.
– ¡Ay! -dijo Paddi sin que pareciera molesto en absoluto-. Es un pez de aguas profundas y cuando se aleja del fondo se llena de aire. No puede hundirse. Lo olvidé. Estaría mejor en el barril.
– ¿Cómo pudiste olvidarlo? -preguntó Þóra con un chillido.
– No tengo mucha costumbre de soltar lo que pesco, querida señora -respondió Paddi, molesto. Þóra no llegó a ver claro si su enfado iba dirigido contra ella o contra él mismo.
Las gaviotas rodearon al pobre pez, que seguía de lado e intentaba nadar con las aletas que quedaban por encima de la superficie del mar. Se aproximaron. Þóra era incapaz de no mirar lo que pasaba, aunque no tenía el más mínimo deseo de ser espectadora de lo que estaba a punto de suceder. Sintió un malestar y en ese momento recordó la bebida que había tomado en el bar. De repente notó el efecto del movimiento de la barca y el olor de los cadáveres del tonel. Cerró los ojos, respiró por la boca y se sintió algo mejor. La náusea volvió en cuanto abrió los ojos de nuevo y vio que el pez seguía aún en una larga lucha por su vida, perdida de antemano. Una de las gaviotas alargó el cuello y le dio un picotazo en el costado. Los tres estaban mirando uno al lado del otro, sin decir nada.