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Paddi miró a Þóra como si fuera una niña retrasada.

– En circunstancias normales, habría pasado eso, claro -dijo Paddi enderezando el curso del barco-. Llegó la erupción unos días después y todos los que vivían en Heimaey se desperdigaron por todas partes. Los que se quedaron tenían cosas más importantes de las que ocuparse que de una mancha de sangre en el muelle. Luego, otro hombre salió con que creía haber visto a Daði entrando en el puerto en una barca de goma aquella misma noche, pero todos estuvieron de acuerdo en que esa historia se la había inventado para llamar la atención y jugar a ser policía -miró a Þóra-. Pero ¿sabes lo que nunca he podido entender? -preguntó sin intención de que le respondiera-. Por qué un gilipollas como Daði, que lo era de verdad, no denunció a Magnús cuando la policía habló con él. Si él no había estado cerca de la sangre, habría podido contarles que estuvieron los dos juntos, y explicar además por qué se andaban con tanto disimulo. Y está también la otra posibilidad, que Daði estuviera metido en el asunto, aunque entonces todo el caso resulta incomprensible. Si los dos actuaron juntos, Daði habría denunciado a Magnús a la policía, sin duda. Y Magnús habría confirmado que Daði tenía las manos bien limpias, o habría caído con él. Y como el imbécil de Daði era un canalla, se habría quedado tan contento -Paddi miró a Þóra a los ojos-. De forma que queda la pregunta: ¿por qué no le dijo Daði a la policía que iba con Magnús?

Capítulo 26

Sábado, 21 de julio de 2007

Tinna no era lo suficientemente buena en inglés para poder hablar con la enfermera. Quizá se habría atrevido a decirle algo si las medicinas no la hubieran dejado tan floja que ya le resultaba difícil hablar en islandés, no digamos en una lengua extranjera. Tinna miró a la mujer vestida de blanco quitar la bolsa que había vaciado en el interior de su cuerpo a través de una aguja que le había clavado en el dorso de la mano izquierda. Tinna no podía ver la aguja a causa del vendaje. La enfermera que solía atenderla era islandesa y no hacía más que hablar mientras lo preparaba todo, con miedo de que a Tinna le resultase insoportable y se echara a llorar o a gritar. Intentó decir que a ella le daba igual, que no sentía dolor cuando la pinchaban o le ponían una inyección, que solo sentía extrañeza. La enfermera no la creyó y cuando clavó la aguja por tercera vez buscando una vena, habló aún más alto y más deprisa. Tinna no podía seguirla del todo bien y no comprendía más que la mitad de las palabras, y eso que su verborrea era toda en islandés. Las demás palabras le entraban por los oídos pero no parecían llegar al cerebro, sino a algún otro sitio completamente distinto. ¿Quizá al estómago? Ojalá que las palabras no tengan calorías. El corazón de Tinna dio un vuelco. ¿No decían precisamente que las palabras eran el alimento de la mente? ¿Quizá podían convertirse en alimento del estómago?

– Okey now -dijo la enfermera extranjera dando un golpecito, con mucho cuidado, en la manta extendida sobre Tinna-. Try to get some sleep.

Tinna no respondió, pero miró fijamente a la mujer. Sabía que sleep significaba «dormir», pero ¿a lo mejor lo que había dicho la mujer era sheep? Sheep quería decir «oveja». Tinna no estaba segura. A lo mejor la mujer quería que se pusiera a contar ovejas como un personaje de dibujos animados, y la niña cerró los ojos y lo intentó. Una, dos, tres ovejas saltaron en su imaginación sobre una valla pintada de verde. La puerta de la habitación se abrió y se cerró con un chasquido profundo. Seguramente la mujer se había ido, pero Tinna no quería interrumpir a las ovejas saltarinas abriendo los ojos para mirar. Se concentró de nuevo en la cerca y los corderos. No iba bien. Las asquerosas ovejas estaban gordas y la cuarta ni siquiera pudo saltar. Se quedó delante de la cerca, balando cansada. Luego empezó a hincharse y al poco desapareció el morro en medio de la blanca lana que se estiraba y se tensaba hasta que por fin se oyó un violento chasquido y reventó. Por todas partes llovieron tripas y sangre. Tinna abrió los ojos para librarse de aquella visión. Volvía a estar sola en la habitación. Su pecho subía y bajaba. Eso era lo que la esperaba si no conseguía salir de allí. Engordaría hasta estallar en pedacitos. Tinna volvió la cabeza y miró la bolsa transparente que colgaba de una percha metálica al lado de la cama. Miró las gotas caer en un dosificador que decidía cuánto líquido le entraría en la vena. Se quedó sin respiración cuando se le vino encima la primera idea clara que había pensado en todo el día. Aquellas gotas estaban llenas de calorías. A lo mejor eran calorías limpias, pero Tinna no tenía la menor idea de cómo eran. Podían ser como agua, que iba de acá para allá hasta caer con un chapoteo por todo el cuerpo. Tinna notó ardor debajo de la aguja, como si estuviera calentísima. Calor, calorías. La aguja estaba caliente porque ahora la estaban atravesando las calorías. Calorías calientes y malas. Tinna sintió que en las esquinas de los ojos se le estaban formando lágrimas. ¿Era bueno llorar? ¿Así se libraba a lo mejor del líquido malo, haciéndolo salir del cuerpo? Con todos aquellos pensamientos le entró dolor de cabeza y con la mano derecha se presionó el lugar de la frente donde sentía el dolor. El sufrimiento se calmó pero volvió en cuanto apartó la mano. ¿Debía tocar el timbre para que fueran a ayudarla? Tinna acercó la mano izquierda al timbre, que estaba mucho más accesible para la mano derecha, pero no se atrevió a moverla por miedo a que las calorías entrasen más deprisa. Además sentía fuego debajo de la aguja, y el ardor empeoraba si se movía. El pulgar descansaba sobre el frío botón del timbre. Tinna estaba a punto de apretarlo, cuando se detuvo. ¿Qué iba a decirle a aquella enfermera extranjera? Solo sabía chapurrear los buenos días en inglés, de modo que no era capaz de explicar que si no le quitaban inmediatamente el líquido, sin esperar ni un momento, se empezaría a hinchar y explotaría, y sus tripas llegarían hasta el control de enfermeras. Tinna alejó la mano del timbre. No serviría de nada. Se colocó mejor e intentó meter la furia en medio de sus pensamientos. La enfermera no podía ayudarla. Nadie podía ayudarla. ¿Qué podía hacer?

La mirada de Tinna fue a parar a los esparadrapos que cubrían la aguja. Una esquina estaba un poco levantada, seguramente por el sudor que provocaba la aguja caliente y por todas las calorías que pasaban por ella. Tiró con mucho cuidado de la esquina suelta y escuchó embobada el ruido del esparadrapo separándose de la piel. Lo quitó despacio y vio cómo la piel se levantaba desde el hueso. Miró encantada el cuadrado rojizo donde había estado el esparadrapo. En mitad del cuadrado había un trozo de plástico rosa que parecía una mariposa, el tubo entraba allí, y de él salía la aguja que estaba enterrada bajo la piel de Tinna. Quitó el esparadrapo transparente que lo mantenía todo junto e hizo una mueca. ¿Cuál sería la mejor forma de quitar la aguja sin que el líquido se derramara por todas partes? Tinna pensó y pensó, pero no se le ocurrió ninguna solución. Fue sacando lentamente la aguja. Se oyó un tenue chasquido y un ruido de succión cuando la aguja se separó de la piel y durante un instante pudo contemplar un agujero negro en su mano antes de que unas diminutas gotitas de sangre surgieran de él y descendieran hasta la muñeca. Tiró la aguja y la piececita de plástico, pero en lugar de revolotear por la habitación como había imaginado, cayeron directamente al lado de la cama, por culpa del tubo que les cortaba el vuelo. Tinna se llevó una gran decepción, aunque no podía comprender el porqué. Tinna sacó las piernas de la cama y se sentó en el borde un momento mientras se le pasaba aquel mareo tan conocido. Le sonaron las tripas y se dio cuenta de que tenía un hambre horrible. Estaba acostumbrada, pero como le habían llenado la cabeza de medicinas, tenía ganas de comer. Normalmente no le resultaba difícil sentir hambre y aprovecharla para no comer. Así era ella la que mandaba…, no la gula. La gula que hacía a la gente cada vez más gorda hasta que estallaban en el aire como la oveja de antes. Tinna no recordaba si la oveja había explotado de verdad o si solo se lo había imaginado. Tinna se puso en pie para borrar la idea de comida que la asediaba con gula. Paseó por la habitación, se asomó a la ventana pero no vio nada que le apeteciera mirar, luego observó lo que había en el armarito que estaba junto a la pared y encontró su chaquetón colgado de un ganchito con el resto de la ropa que llevaba puesta al llegar. No quedaba nada más que mirar debajo de la cama, o el grifo del lavabo, pero ambas cosas exigían agacharse, y eso no lo hacía excepto cuando no había más remedio, porque le encogería el estómago y le aumentaría el hambre. Se le vino de pronto a la cabeza la canción infantil del cuervo que grazna. Un cuervo grazna, / llama a su tocayo. / Encontré la cabeza de un cuervo, / los huesos y la piel de oveja. No podía comer. Si lo hacía, explotaría como la oveja. ¿Por qué no lo entendía nadie? Tinna sintió que de pronto se quedaba sin peso alguno. La invadió la desidia, la sensación de tener aquello en sus manos y de no tener que preocuparse. Las calorías que ya estaban en su interior no contaban. Sonrió. Soltó una risita. ¿Dónde podría encontrar un cuchillo?