Dís estaba sentada, pensativa, esperando a Ágúst. La última paciente estaba en el despacho de su colega, se trataba de una mujer joven que no acababa de decidir si se aumentaba los pechos o no. Dís la había mirado al entrar y apostó consigo misma que aquella mujer tan delgada acabaría con unos pechos más grandes de lo que podía considerarse bonito. Siempre pasaba igual. Le parecía lamentable, porque las mujeres se aumentaban el pecho para ser más guapas a ojos de los hombres, daba igual la justificación que diera cada una de ellas. Solían disfrazarlo las más de las veces diciendo que el aumento de talla las dejaría más contentas consigo mismas y más seguras de sí mismas. Desde luego, era cierto, pero eso significaba que la confianza en una misma se basaba en ser más atractiva a los ojos del otro sexo. Por eso, Dís creía que era lamentable que, casi sin excepción, aquellas mujeres eligieran unos implantes demasiado grandes que las hacían opulentas pero no estupendas. Si una mujer estaba casada, solía venir con su marido para las primeras consultas y siempre tenía en mente unos pechos grandes, mientras que el marido solía preferir algo más bien bonito. Dís siempre intentaba llamar la atención de las mujeres sobre ese hecho, pero no servía de nada: «¿No prefieres pensártelo y elegir quizá unos pechos más pequeños? Serán mayores que los que tienes ahora, pero el cambio no será tan drástico. Estarás más satisfecha con ellos con el paso del tiempo». Ni doctor ni marido conseguían cambiar nada. Quizá se trataba de conseguir lo más posible por el mismo dinero, o el miedo a que los pechos fueran a disminuir de tamaño con la edad, Dís no estaba segura ni creía que las mujeres fueran capaces de responder. Ni siquiera entenderían que se lo preguntara.
Dís miró de nuevo su reloj. ¿Por qué demonios estaba pensando en esas cosas en aquel momento? De todos modos, aquello era como una pesadilla, porque eran las afectadas quienes tomaban sus propias decisiones, quienes cargaban con la responsabilidad y quienes tenían que vivir con ellas. Y encima sabía que esas mujeres estaban felices y contentas con sus nuevos pechos. Dís echó otro vistazo a su reloj con la esperanza de que el tiempo hubiese transcurrido más deprisa de lo que le parecía. Naturalmente, no era así. El tiempo se arrastraba como un gusano, como siempre que quería que pasara deprisa. La espera la fastidiaba por bastantes motivos, le recordaba que Ágúst era más cotizado que ella, aunque ella fuera exactamente igual de hábil que él, si no más ya, en los últimos tiempos. Él era mayor y tenía más experiencia, pero había empezado a estancarse. Además, Dís se percataba de que había empezado a mostrar menos interés por la profesión. Hacía un débil intento de disimularlo aparentando interés cuando Dís hablaba de artículos que había leído, como, muy recientemente, sobre una intervención en la almohadilla de la planta del pie que facilitaba a las mujeres caminar con zapatos de tacón. Dís oyó abrirse la puerta del despacho de Ágúst y escuchó la cortés charla entre él y la paciente, a la que obviamente quería acompañar hasta la puerta. Dís se sentó bien erguida cuando oyó a Ágúst cerrar la puerta de salida. Por fin.
– Creía que no iba a terminar nunca -dijo Ágúst al entrar en el despacho de Dís-. Perdona la espera -se dejó caer en la silla, se aflojó el nudo de su carísima corbata y el último botón de la camisa-. Acaba de tener un niño y no puede esperar para volver a ponerse el bikini.
A Dís ni se le pasó por la cabeza hacer un comentario. Le apetecía ir a nadar y marcharse a casa.
– Estoy lamentando el interrogatorio de ayer -dijo, entrando así directamente en materia-. La policía sabe que me lo llevé yo. Tengo esa corazonada.
– Venga, mujer -dijo Ágúst frotándose los hombros con la mano y pensando en otra cosa-. ¿Cuándo tienes que presentarte mañana? Por suerte, yo no tengo ningún paciente hasta las diez.
Dís se sintió inundada de furia. Ese hombre no comprendía lo que pasaba, ahí estaba, tan ridículamente indiferente mientras ella no aguantaba los nervios. Y eso que todo había sido culpa suya.
– Hay un hombre encerrado por el asesinato de Alda -dijo Dís con toda la tranquilidad de la que fue capaz-. ¿No te molesta eso ni siquiera un poquitín? -en su voz sonaba claramente la ira.
Ágúst miró fijamente a Dís, como si estuviera volviéndose loca.
– ¿Y por qué tendría que molestarme? -preguntó, molesto-. Estoy encantadísimo con que la policía haya encontrado ya al criminal -apartó los ojos de Dís-. Tú también deberías alegrarte, en vez de andar dándole vueltas a puras imaginaciones que nunca se realizarán.
– Ágúst -dijo Dís apretando los dientes para no gritar. Respiró por la nariz y luego continuó algo más tranquila-. Me llevé pruebas de la casa de Alda y la policía sospecha algo. Quizá esa prueba podría demostrar la culpabilidad del hombre que tienen detenido o, lo que sería aún mucho más terrible, limpiarle de todas las acusaciones. Claro que estoy preocupada, tendría que estar loca para no preocuparme -indicó así que Ágúst debería estar igual que ella.
Ágúst no comprendía el motivo:
– La policía también habló conmigo. No hubo nada extraño en sus preguntas, considerando las circunstancias de la muerte. El bótox no se coge sin más de las estanterías de la farmacia.
Dís puso cara de desesperación.
– No fuiste tú la primera persona que llegó a su casa y entró en la escena del crimen. Fui yo -dijo Dís echándose un poco sobre el respaldo cuando se dio cuenta de que estaba casi con el vientre sobre la mesa-. Las preguntas que te hicieron a ti fueron mucho menos exhaustivas.
Ágúst no sabía muy bien qué más decir. Saltaba a la vista que se arrepentía de no haber aprovechado la ocasión de escaparse a la vez que su última paciente.
– ¿Qué preguntas eran esas que te han puesto en este estado?
– Las preguntas sobre el bótox y dónde había podido conseguirlo Alda. Las preguntas sobre lo que hice yo exactamente mientras esperaba, cuánto tiempo había pasado hasta que llamé para pedir ayuda, etcétera, etcétera. Estoy segura de que habrá un testigo de cuándo llegué, y por su declaración se podrá suponer que hice algo más de lo que les he contado.
Ágúst se encaró con ella.
– Pero Dís, ¿a qué viene todo esto? ¿Cuánto tardaste en coger eso de la mesilla de noche? ¿Medio minuto? ¿Veinte segundos? La policía no puede tener ninguna información como la que tanto temes. Tranquilízate y no pienses cosas raras.
Dís tenía que reconocer que las palabras de Ágúst tenían sentido. Aquello le atacaba los nervios más aún que cuando no le tenía a la vista, como un rato antes.