– ¿Y dónde pudo haber conseguido Alda el bótox? -preguntó Dís-. No descartan nada en la investigación que están haciendo. Imaginemos que al final consiguen averiguarlo. En las botellas hay un número que se puede rastrear hasta el distribuidor, y desde allí se puede saber a quién se lo sirvió. ¿Qué dices a eso, Einstein? Entonces te examinarán con lupa, igual que a mí. Eso te lo aseguro -esperó en tensión a que él se asustase. Era él quien había comprado el medicamento, no ella. Las medicinas que encargaba ella estaban en el almacén y no salían de la clínica así como así-. Y cuando se pongan a investigarte a ti, saldrán a relucir muchas cosas, como sabes perfectamente -le miró fijamente esperando que apareciesen arrugas de preocupación.
Dís vio decepcionadas sus expectativas. Ágúst se limitó a encogerse de hombros y a sonreír maliciosamente.
– No importa-dijo-. Nunca acabaré debajo de esa lupa tan temible. Ya tengo pensadas respuestas para todo -obviamente, Ágúst estaba increíblemente seguro de sí mismo, pues, sin darse cuenta, hinchó el pecho-. Le dije a la policía, como quien no quiere la cosa, que a lo mejor no teníamos suficientemente bien controlado el almacén últimamente, por falta de tiempo -Ágúst envió una sonrisa a Dís-. Y fíjate: falta bótox.
– ¿Piensas mentir y negar que procede de aquí? -preguntó Dís. Poco a poco iba dándose cuenta de que aquello podía salvar a Ágúst, pero que ella seguiría siendo igual de sospechosa-. Entonces, a lo mejor pensarán que lo cogí yo -dijo, extrañada de que en su voz no hubiera señal alguna de furia-. Yo le dije a la abogada del detenido que tenemos el almacén perfectamente controlado. Empezará a sospechar algo en cuanto tú digas otra cosa completamente distinta -añadió.
– Mira que eres tonta -repuso Ágúst-. La abogada no se enterará de nada de lo que yo le diga a la policía -miró a Dís con gesto decepcionado-. Nunca tendrías que haberle contado eso.
Dís no estaba nada feliz de haberse tenido que poner a la defensiva, pero ya no había arreglo.
– Yo pensaba que podía hacerles creer, a ella y a la policía, que se trataba de un suicidio, a pesar de todo, o que se fueran a investigar al servicio de urgencias del hospital -en el mismo momento en que las pronunció, se dio cuenta de que aquellas palabras sonaban mal.
Ágúst se levantó y puso su mano sobre la de ella, que descansaba en la mesa con la palma hacia abajo.
– No habrá ningún problema, Dís. No estropees las cosas con elucubraciones inútiles ni hagas ninguna locura-le sonrió amistosamente, pero en una forma que hizo sospechar a Dís que ocultaba algo. No podía esperar mucho-. ¿Dónde tienes guardado lo que cogiste de la mesilla? -preguntó Ágúst.
Dís intentó ocultar su frustración.
– Me lo llevé a casa -respondió, y volvió a apretar los labios. Estaba decidida a hacerle pagar.
– ¿Y qué piensas hacer con ello? -preguntó Ágúst con tranquilidad-. ¿No será mejor destruirlo?
– No -dijo Dís, y apartó la mirada-. No puedo. A lo mejor, en la jeringuilla hay huellas dactilares importantes -se puso en pie-. Cuando lo cogí de la mesilla de noche, sospeché que tú le habrías dejado el bótox a Alda. Yo sabía perfectamente que ella se consideraba capacitada para inyectar a algunos amigos por su cuenta, y también sabía que tú nunca le dirías que no, aunque no acababa de entender qué esperabas ganar con eso -cruzó los brazos sobre el pecho para que Ágúst no pudiera ver cómo le temblaban las manos-. Temí que hubiera cometido un error tan serio que le causó la muerte. Que le hubiera dado un infarto o algo aún peor. Pensaba en ti, quería defenderte si se llegaba a conocer tu imprudencia con los medicamentos. Pero jamás sospeché que se tratara de un crimen -le miró-. Aunque yo quisiera ayudarte entonces, eso no quiere decir que vaya a…
Ágúst la interrumpió.
– ¿A qué? ¿A ocultar pruebas a la policía? Pues eso es lo que has hecho -la miró fijamente y, por primera vez, el temor asomó a los ojos del médico -. ¿Vas a llevárselo a la policía?
Dís reflexionó un instante y respondió:
– No lo sé. Aún no lo he decidido -mintió.
Capítulo 27
Sábado, 21 de julio de 2007
La excursión terminó navegando casi al albur por un mar en calma, alrededor de Heimaey y las islas vecinas, mientras el viejo capitán hablaba y hablaba sin parar. Habría sido interesante ver el curso de su travesía en un mapa, pues solo el azar parecía decidir la dirección que seguía Paddi «Garfio» en cada momento. De cuando en cuando les señalaba lo más digno de ver y las ilustraba sobre los lugares y la naturaleza. Pero todos tenían perfectamente claro que no era ese el objetivo del viaje. Por eso no se esforzaba demasiado en explicar qué era lo que se ofrecía ante sus ojos, y daba la sensación de que se limitaba a cumplir los mínimos de su función de guía, de vez en cuando, para seguir una costumbre asentada de antiguo. En esos momentos, Þóra intentaba mostrarse interesada, aunque no le salía del todo bien. No por causa del lugar, pues el entorno era grandioso, sobre todo al sur de Heimaey, y Þóra pensó que era como si Heimaey se hubiera hecho pedazos cuando el todopoderoso la colocó en su lugar y los fragmentos hubieran formado los demás islotes, dispersos por todas partes. Cuando desembarcó con Bella, por fin, después de tres horas de navegación, Þóra estaba deseosa de saber todavía más sobre la vida en la isla en la época de la erupción, y sobre las personas que creía relacionadas con el caso. En realidad, Paddi no quiso reconocer que alguien hubiera sacado a colación el nombre de Alda en relación con la sangre del embarcadero, ni hubo forma de que cambiara su versión. El yate con tripulación extranjera había zarpado durante la noche.
Cuando estaban de nuevo en tierra, Þóra probó a mostrarle al viejo marino la fotocopia de la foto encontrada en la mesa de escritorio de Alda, con la esperanza de que pudiera reconocer al joven. Paddi sacudió la cabeza y dijo que ese hombre no era vecino de Heimaey, añadiendo que parecía extranjero. Þóra sonrió y volvió a guardarse la fotocopia en el bolso. Todo lo que había conseguido saber era la historia de la sangre del embarcadero y que Magnús estaba allí cuando se descubrió. Þóra pensó que era extraño que la mujer de Magnús hubiera asegurado con tan absoluta certeza que su esposo no salió de casa esa noche después de traer a su hijo ebrio. Claro que era posible que no se hubiera enterado siquiera de que salía, pero Þóra albergaba la sospecha de que no se trataba de eso, sino que le había mentido, simple y llanamente.
Þóra tenía aún fresca en la memoria la descripción de la violencia con que mataron a los hombres del sótano. Hacía falta una cierto tipo de temperamento para golpear de aquella forma a otros hombres, y todo parecía indicar que ese era el temperamento del padre de su cliente. Daði «Malacara» (e incluso otros más) le echaron una mano, sin duda alguna. Aquello era más plausible que la idea de que todo fuera obra de una quinceañera.
En el hotel, Þóra sintió calor en las mejillas, y en el primer espejo que encontró pudo ver que tenía la cara roja como un salmonete. Se insultó a sí misma por no haberse puesto el protector solar que había tenido la precaución de llevar a la travesía. Tampoco Bella tenía buena pinta. La secretaria bostezó, lo que permitió a Þóra comprobar que no tenía empastes en los dientes, cuestión que jamás le habría podido interesar lo más mínimo.
– ¿No te quieres ir a acostar? -preguntó Þóra, quien también notaba cierto sopor-. Yo tengo que hacer unas llamadas e intentar hablar con María, la mujer de Leifur. Así que puedes tomártelo con tranquilidad. Y cuando vuelva nos iremos a cenar.
No hizo falta decírselo dos veces a Bella. También Þóra fue a su habitación, aunque solo para darse una ducha y cambiarse de ropa, quitarse los vaqueros y el chaquetón de sport y ponerse algo más limpio y presentable. Después se sintió mucho mejor. El cansancio le desapareció del cuerpo al mismo tiempo que la sal desapareció de sus cabellos. Mejor así, porque necesitaba estar bien despejada si quería salir con bien de las conversaciones telefónicas que la esperaban. Una de ellas era con Markús, pues quería hablarle del asunto de su padre y contarle que iba a informar a la policía del relato de Paddi sobre la sangre. También pensaba comunicar a la policía la presencia del yate, y que ella pensaba que los cadáveres encontrados podían corresponder a sus tripulantes. No podía imaginarse cómo acabaron aquellos hombres en el sótano de la casa familiar de Markús, si era verdad que abandonaron la isla unos días antes de la erupción, pero pese a todo tenía la corazonada de que eran ellos. Parecía indudable que en esos días no había más extranjeros en la isla, de modo que no existían muchas más opciones. No podía perder el tiempo dándole vueltas al asunto, porque tenía otras muchas cosas que hacer. Empezó llamando a los niños.