– No me lo preguntes a mí, no tengo ni idea. Lo cierto es que habría pensado que es imposible. Los únicos que pueden solicitar una copia de la historia son los directamente afectados. Es imposible que una persona llame por teléfono y se la manden.
– ¿Por qué no hay una base de datos accesible con información sobre las alergias? -preguntó Þóra finalmente.
– Sería de lo más conveniente, y se ha hablado de hacerlo, pero aún no se ha llegado a nada -dijo Hannes. Enseguida cambió de tema y pasó a un asunto mucho más importante-: ¿Estás en casa? ¿Puedo ir a recoger los palos?
Capítulo 28
Sábado, 21 de julio de 2007
Þóra y Bella estaban en la escalera de entrada de una casa de madera que apenas recordaba su antiguo esplendor. Estaba revestida de placas de latón que ya habían empezado a cubrirse de óxido. Las ventanas no se habían limpiado mucho y lo que había sido un jardín le pareció a Þóra totalmente descuidado.
– ¿Quieres que hable yo? -preguntó Bella, que estaba negra por tener que hacer aquella visita, pero Þóra le había insistido muchísimo. En aquella casa vivía la madre de Alda, y Þóra sabía que no sería muy bien recibida en cuanto se presentara como abogada del sospechoso de asesinar a su hija. Lo único que quedaba por saber era el grado de mala recepción.
– No -respondió Þóra molesta y empezando a dudar que hubiera sido buena idea el haber hecho que la acompañara Bella. Quería tenerla a su lado como apoyo por si todo iba de la peor forma de las posibles y la mujer llegaba incluso a enfadarse con Þóra. Aunque no tenía miedo de una mujer de ochenta años, no quería tener que pasar por semejantes complicaciones, y pensaba que las curvas de Bella podrían ejercer un efecto disuasorio-. Yo me encargo. Tú intenta mostrarse comprensiva. Esta mujer está atravesando una situación muy dolorosa.
Se escucharon unos pasos que se acercaban y se miraron la una a la otra, pero inmediatamente volvieron los ojos hacia la puerta. Jóhanna, la hermana de Alda, parecía extrañada de ver quiénes eran las visitas.
– Hola -dijo, aparentemente sin saber qué hacer. Echó un rápido vistazo a su espalda.
– ¿Quién es? -se oyó preguntar desde dentro. La voz podía corresponder a una anciana.
– Unas conocidas -respondió Jóhanna volviéndose hacia las recién llegadas.
– ¿Es tu madre? -preguntó Þóra, aunque se contuvo y no se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de Jóhanna-. He venido precisamente con la esperanza de poder charlar un momento con ella.
– No ha sido muy inteligente por vuestra parte venir hasta aquí -repuso ella-. No creo que mi madre quiera hablar contigo -le dijo a Þóra-. Está aún completamente destrozada, y mientras Markús siga siendo sospechoso, tú perteneces al bando enemigo. Intenté explicarle lo que me dijiste sobre su inocencia, pero no quiso oír ni una sola palabra.
– ¿Quiénes? -se oyó preguntar dentro de la casa, aunque la voz estaba ahora más próxima.
Jóhanna parecía muy triste.
– Unas señoras, mamá -respondió-. No te preocupes, tú no las conoces.
– Qué tontería -fue la respuesta. La mujer había llegado a la entrada-. Como si yo no conociera a todas las señoras de aquí… -calló al ver a Bella y Þóra en las escaleras. Se detuvo al lado de su hija en el estrecho umbral, y tuvo que empujar a Jóhanna a un lado.
– Buenos días -dijo la mujer, limpiándose las manos en una bayeta, antes de saludar-. Soy Magnea, la madre de Jóhanna.
– Buenas tardes -dijo Þóra extendiendo su mano-. Þóra Guðmundsdóttir. Precisamente esperaba poder hablar contigo.
– ¿Y eso? -preguntó la mujer; el gesto de su rostro era duro-. ¿Qué puedo hacer por ti, amiga?
– Solo quería charlar un momento sobre tu hija Alda -respondió Þóra, lista para empezar el baile-. Soy la abogada de Markús Magnusson, acusado erróneamente de haberle causado daño.
– ¿Desde cuándo asesinar a una mujer se llama «causarle daño»? -le espetó la mujer. Dio un paso atrás, apartó a Jóhanna y cerró dando un portazo con todas sus fuerzas. El número de la casa, en una plaquita de madera que colgaba en el exterior de la puerta, se soltó de los ganchos y quedó colgando de lado. Þóra pensó que había sido toda una suerte que ni ella ni Bella hubieran tenido un pie en el quicio de la puerta.
Þóra miró a Bella.
– Puf -exclamó la secretaria-. Qué oficio tan horrible el de abogado.
Þóra lo intentó otra vez golpeando la puerta suavemente, con la esperanza de que la mujer estuviera un poco más tranquila. Desde dentro se oyó gritar que se marcharan antes de que llamara a la policía. Estaba claro que no conseguirían nada, de modo que Þóra y Bella se volvieron hacia el coche. Cuando Þóra estaba a punto de poner el vehículo en marcha, sonaron unos golpes en su ventanilla. Allí estaba Jóhanna, y Þóra bajó el cristal.
– Te advertí de que no tenía ningún sentido -le dijo con tono de reproche-. Seguramente, ahora necesitaré el resto del fin de semana para calmarla -se envolvió con los brazos como para protegerse del frío, aunque la temperatura era inusualmente templada-. No se encuentra bien -dijo entonces-. No siempre es así, todo lo contrario.
Þóra asintió.
– Lo comprendo, no te preocupes. Lamento mucho haberos causado molestias, no se me ocurrió pensar que podría pasar esto -no era más que una burda mentira, pues era precisamente la reacción que Þóra había esperado.
Jóhanna titubeó, era evidente que quería hablar de algo importante.
– ¿Qué ponía en los diarios? -preguntó sin más preámbulo-. He cambiado de opinión y quiero saber lo que ponía -vaciló un momento y se irguió-; bueno, si hay algo sobre mi padre.
– Venía a contártelo, pero por desgracia se me olvidó, por el otro asunto -dijo Þóra, un tanto avergonzada de no haber buscado una forma menos mala de acercarse a aquella mujer-. Te llamé por teléfono una vez, pero no respondió nadie -Þóra le sonrió-. En los diarios no había nada malo sobre tu padre.
Jóhanna asintió. Sus ojos parecieron humedecerse.
– Bien -dijo con una sonrisa-. Bien.
– Pero había algunas otras cosas de las que me habría gustado hablar con tu madre -dijo Þóra entonces-. Hay unas cuantas dudas sobre el lugar donde estuvo Alda después de la erupción -se llevó la mano a la frente para protegerse del sol, y miró a Jóhanna a los ojos-. Parece que nunca estuvo en el instituto de Ísafjörður -continuó-. Nunca estuvo matriculada en ese centro.
– Claro que sí, claro que estuvo allí -repuso Jóhanna-. Eso es seguro. No puedo estar tan equivocada.
– ¿La viste allí? -preguntó Þóra-. ¿Fuisteis de visita o fue ella a casa en vacaciones?
Jóhanna pareció hacer memoria.
– Bueno, no recuerdo que fuéramos a visitarla -se le hizo la luz-. Sí, sí, mamá fue por lo menos una vez, seguramente más.
– ¿Pero Alda no fue nunca? -preguntó Þóra-. En los institutos hay muchas vacaciones, cortas y largas -prosiguió con toda la soltura de que fue capaz-. Vosotros vivíais en la región de los fiordos del noroeste, así que no estabais tan lejos. Se podría pensar que ella iría a visitar a sus padres de vez en cuando. ¿No fue así? -por el gesto de Jóhanna, Þóra comprendió que Alda nunca había ido a su casa, ni en las vacaciones cortas ni en las vacaciones largas-. ¿Es posible que Alda estuviera en un hospital? -preguntó Þóra con la máxima prudencia-. ¿Que padeciera alguna enfermedad mental?
– Que yo sepa, no -toda la alegría causada por las noticias sobre el contenido del diario había desaparecido ya de su rostro-. Tal vez no me enteré, porque era muy pequeña -añadió entonces, con gesto apenado.
– No tengo nada que me lleve a pensar en lo de su posible enfermedad -dijo Þóra-. Me habría gustado preguntárselo a tu madre. En cambio, lo que sé con toda seguridad es que Alda no estuvo en Ísafjörður, como dice todo el mundo; al menos no en el instituto.