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– Yo no abro esas puertas -dijo Bella, tosiendo otra vez. El polvo era ahora más espeso y cada aspiración iba acompañada de un desagradable sabor que recordaba a un libro polvoriento-. El tronco no lo han encontrado aún -a pesar de todo, Bella siguió a Þóra y se puso a su lado.

– Por supuesto, la policía ya ha mirado ahí dentro -dijo Þóra-. Es completamente imposible que el tronco esté en esta casa, y menos aún en el sótano -sin embargo, Þóra notó que se le encogía el estómago. Cogió el picaporte de una de las puertas y la abrió con los ojos cerrados. Estaba justo delante de Bella y sabía que la secretaria no podía verle la cara. Esperó dos segundos y, como Bella no había soltado ningún grito, supo que no había peligro en abrir los ojos-. ¡Qué horribles son los trasteros! -exclamó Þóra al ver neumáticos desinflados, estufas, herramientas y piezas de repuesto de aparatos cuya función desconocía por completo-. Evidentemente, la policía lo ha revuelto todo -dijo señalando un anillo blanco en el suelo, debajo de los neumáticos.

– ¿Crees que estarán aquí? -preguntó Bella, metiendo la cabeza por la abertura-. Los libros y demás.

– No -respondió Þóra al tiempo que negaba con la cabeza-. Es poco probable. Este trastero solamente se usaba para objetos que encajarían mejor en un garaje que en un sótano. Es difícil que a alguien se le ocurriera guardar unos libros antiguos entre tornillos -iluminó con la linterna hasta cerciorarse de que allí no había estanterías ni cajas donde pudieran estar las cosas que buscaban-. Probemos con la otra puerta -dijo mientras cerraba. No tenía muy claro si prefería que allí hubiera cajas y otras cosas donde guardar trastos o que no hubiera nada, con lo que tendrían que salir del sótano. Abrió la segunda puerta igual que había hecho con la primera. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que no podrían salir de allí en un buen rato. Era un trastero de buen tamaño, con estanterías en todas las paredes, y cada uno de los estantes estaba lleno de cajas y trastos de esos que no suelen hacer falta todos los días pero que son demasiado importantes como para tirarlos a la basura.

– Jopelines -dijo Bella-. ¿Piensas mirar todo eso? -entró en el trastero detrás de Þóra, señalando fugazmente una de las estanterías-. Seguramente, la policía habrá estado mirando todo, de modo que ahí no puede haber nada interesante.

Þóra abrió la primera caja.

– Esto irá muy rápido -dijo pensando en otra cosa mientras iluminaba con la linterna el interior de la caja-. Estamos buscando libros, una brújula y monedas. Moneda fraccionaria, creo.

Bella suspiró y se dirigió a la estantería más alejada de Þóra.

– Tú sabrás -dijo cogiendo un viejo gorro de niño-. Parece que aquí metían de todo -continuó, y se agachó a recoger una paleta para pescado toda doblada-. ¡Cómo es la gente! -exclamó-. ¿Por qué no se tiran estos trastos inútiles?

– Eran otros tiempos, cuando guardaron aquí estas cosas -dijo Þóra, y siguió mirando la caja que tenía delante. Sin querer, pensó en el contenido de su propio trastero. Confió en que su casa no quedara nunca cubierta de cenizas, para que no pudieran ir otros más tarde a rebuscar entre sus cosas y no se asombraran de la misma manera-. La gente aprovechaba las cosas mucho más, y casi todo era más caro que ahora.

– No creo que el pelo fuera más caro que ahora -dijo Bella-. No, no.

Þóra no pudo entretenerse mucho mirando lo que había encontrado Bella, pues le pareció que algo brillaba, y podía tratarse de monedas en el fondo de la caja.

– La gente guarda mechones de pelo de sus hijos. Es de lo más habitual, aunque no acabo de entender para qué -dijo, metiendo el brazo hasta el fondo de la caja. Sacó dos cucharillas de té que volvió a dejar caer cuando vio lo que eran. Cerró la caja y pasó a la siguiente.

– Esto no es de un niño pequeño, te lo aseguro -dijo Bella-. Totalmente imposible.

– Mi madre tiene pelo de mi abuela -dijo Þóra, ajustando la linterna-. No sería capaz de tirarlo, y estoy segura de que se hará enterrar con él -dijo Þóra, contenta de haber llevado a Bella. Si estuviera ella sola allí abajo, no podría aguantar mucho más. Aunque el tema de conversación no fuera nada especial, le permitía olvidarse del aire viciado y del peligro de que la casa se les viniera encima.

Þóra iluminó con su linterna lo que había en lo más alto de la otra caja. Había allí una labor de encaje bastante grande, metida en una bolsa de plástico que en tiempos fue transparente pero que había empezado a amarillear. Þóra la sacó y vio que era un faldón de cristianar. Lo puso a un lado y siguió rebuscando entre ropas de niño de toda clase que parecían estar hechas en casa, la mayoría al menos: labores de punto o de ganchillo. En la parte inferior de la caja había dos libros con el título en letras doradas: Los primeros años del niño. También a Þóra le habían regalado un libro de esos cuando nació su hijo Gylfi, y llegó a escribir en él datos de los tres primeros meses de vida de su primogénito. Luego guardó los libros y no volvió a utilizarlos. Había otros objetos, como platos para niños y cubiertos de plata y peltre.

– Lo de aquí son todo cosas de niños -le dijo a Bella-. ¿Has encontrado tú algo, además de mechones de pelo?

– Bañadores viejos -dijo Bella-. Me parece que están mohosos. Tienen un olor desagradable.

Þóra iba a sacar las últimas cosas de la caja y a recordarle a Bella que la ropa no se enmohecía, cuando se dio cuenta de que el biberón pesaba mucho más de lo normal. Lo iluminó con su linterna y vio que había algo dentro.

– ¿Qué es esto? -se preguntó a sí misma, y desenroscó la tapa.

– ¿El qué? -preguntó Bella, apartando la mirada de los bañadores.

Del biberón cayó con un ruido sordo una maza para salmones.

– ¿Quién guarda una maza en un biberón?

– ¿Qué manchas son esas que tiene? -preguntó Bella, que se había aproximado a Þóra. La luz se multiplicó al iluminar las dos linternas. La observación era exacta, el mazo de color cobre estaba cubierto de manchas negras.

– Preferiría que no fuera sangre -dijo Þóra, pensativa. ¿Sería esta el arma que los hombres del sótano tuvieron la desgracia de conocer? Bella se acercó más a ella para ver de qué se trataba. Soltó un grito cuando el teléfono móvil sonó con un ruido penetrante en medio del opresivo silencio del lugar. Þóra no se vio tan afectada, aunque tuvo que reprimir un grito que casi se le escapó. Buscó el teléfono tanteando con la mano y respondió-: Soy Þóra -intentó parecer tranquila. Esperaba que no fuera alguien de las islas para preguntar dónde estaba. No lo era.

– Hola, soy Dís, la de la clínica -dijeron al otro extremo-. Tengo un problemilla relacionado con tu investigación y con Alda.

– ¿Y? -dijo Þóra extrañada, pero también contenta de no tener que inventar una historia para explicar dónde estaba.

– Esperaba que tú pudieras ayudarme. Necesito un abogado.

Capítulo 30

Domingo, 22 de julio de 2007

Þóra miró fijamente el papel que tenía delante. Aún no eran ni las ocho. Rara vez se levantaba tan temprano, pero unos turistas ansiosos de afrontar su aventura del día la habían despertado hacia las siete con el jaleo que armaban por el pasillo, y no había podido volver a dormirse. Se metió en la ducha y después se sentó a la mesita de la habitación del hotel con la esperanza de ver con claridad los derroteros que estaba tomando el caso. Era más fácil de decir que de hacer, y la conversación con Dís, la cirujana plástica, no había simplificado precisamente las cosas. Dís no quiso ser más explícita y se limitó a decir que disponía de una información que tenía que llegar a manos de la policía. Pero la defensa de sus propios intereses le recomendaba pedir asesoramiento a un abogado, y como solo tenía el número de teléfono de Þóra, la llamaba a ella. Þóra le explicó a Dís que, desgraciadamente, ella no podía ayudarla pues ya era la abogada de Markús, una de las partes interesadas en el caso, y le recomendó que hablara con su socio, Bragi. Dís aceptó y apuntó el número. Þóra habló más tarde con él para saber si se habían puesto finalmente en contacto. Bragi le dijo a Þóra que tenía que estar preparada para la aparición inmediata de nuevas pruebas en el caso de Markús. No le dijo de qué se trataba, y Þóra no intentó sonsacarle, pues Bragi tenía obligación de confidencialidad hacia su cliente. Pero Þóra sí que le preguntó una cosa: si la información en cuestión podía ser beneficiosa o perjudicial para Markús. Bragi reflexionó un buen rato y por fin respondió que, sinceramente, no lo sabía con certeza. Si le torturaban para hacerle elegir una opción, quizá diría que más perjudicial que beneficiosa.