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– De la prisión provisional tendrás que hablar con mis colegas de Reikiavik. De esas cosas se encargan ellos -respondió Guðni. Al mencionar «Reikiavik», la voz se tiñó de burla-. No tengo ni idea de qué piensan ni de cuáles son sus planes en lo referente a Markús.

Þóra tenía la esperanza de que Guðni estuviera siguiendo la marcha de la investigación y pudiera decirle algo, aunque solo fuera con alguna indirecta, de lo que podía esperar al día siguiente, cuando acabara el plazo de prisión provisional de Markús. Intentó aparentar que aquellas palabras no la habían afectado en lo más mínimo. Guðni la ponía tan nerviosa como ella parecía ponerle nervioso a él, de ahí que no tuviera sentido hacerle el favor de ser testigo de la decepción de la abogada. Sonrió y dijo:

– Pero en lo referente a las armas…

Guðni soltó una carcajada seca.

– ¿Armas? -dijo-. Eso son herramientas.

Þóra esperó un momento antes de continuar.

– A lo mejor es algo nuevo para ti, pero las herramientas ya se han utilizado anteriormente para cometer crímenes. Te aseguro que tal cosa no es en absoluto inusitada.

Guðni clavó sus ojos en ella sin mudar el semblante. Se echó hacia delante y miró fugazmente los objetos que había sobre su mesa.

– No sé cómo se te ocurre pensar que esto pueda tener relación con los cadáveres.

– No es nada normal guardar unas herramientas entre objetos infantiles, sobre todo en un faldón de cristianar-respondió Þóra-. Además, sospecho que en las dos hay sangre. Estoy segura de las que pusieron allí para ocultar pruebas.

– Sería una medida de lo más inteligente -dijo Guðni, sonriendo sin alegría alguna-: esconder las armas homicidas en una caja y dejar los cadáveres en el suelo a la vista de todos -apretó los labios y sacudió la cabeza-. ¿Crees que el asesino era tan absolutamente tonto?

Þóra enrojeció hasta la raíz de los cabellos, pero mantuvo la compostura.

– No es el momento de proponer hipótesis sobre cómo puede encajar todo. Lo primero que es preciso hacer es determinar si se trata de sangre, y después ver si pertenece a esos hombres. Al mismo tiempo, no estaría de más comprobar si hay huellas dactilares en los mangos.

– Seguramente no usas mucho herramientas como estas -dijo Guðni en tono displicente, como si nadie pudiera ser una persona como es debido a menos que llevara una maza para salmones en una mano y un cuchillo en la otra-. ¿No te das cuenta de que pueden existir explicaciones racionales para la presencia de sangre en estas herramientas?

– Quizá, pero la cantidad de sangre es tan grande que me permito dudar de que haya un solo pescador que atonte al pescado con tanta fuerza que la maza se quede llena de sangre. ¿No crees?

Guðni entornó los ojos y apretó los labios.

– ¿Y qué esperas sacar de todo esto? -preguntó, apoyando los codos sobre la mesa.

Þóra no pensaba que pudiera estar refiriéndose a sus emolumentos.

– Creía que los dos íbamos detrás de lo mismo -respondió-. El asesino. Más bien, los asesinos.

Guðni prefirió no responder. Volvió a clavar sus ojos en los de Þóra, pero tuvo que pestañear y volvió a hablar.

– Nosotros lo encontraremos. Sin tu ayuda.

– No me digas -masculló Þóra, pero decidió no ponerse a litigar con aquel hombre-. ¿Qué me puedes decir de un antiguo caso de contrabando de alcohol que se produjo aquí justo antes de la erupción?

Aquel cambio inesperado de tema pareció pillar a Guðni por sorpresa.

– ¿Qué tiene que ver eso con este caso? -preguntó, pero Þóra optó por no responder-. Me da la sensación de que has ido demasiado lejos en busca de explicaciones si ahora pretendes meterte en ese asunto -se volvió a echar hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho-. ¿No estarás ocultándonos información?

– No, en absoluto -respondió Þóra-. Solo que he oído hablar de ello dos veces a lo largo de mis conversaciones con diversas personas, y me gustaría saber algo más, aunque solo sea para excluir que pueda existir alguna conexión.

– Comprendo -dijo Guðni-. No es ningún secreto, pero creía que todo el mundo había olvidado ese asunto. Me sorprende que la gente hable de ello después de todos estos años -separó los brazos y se puso a hacer sonar las articulaciones de los dedos, una después de otra-. Eso no se consideraría nada especial ahora, en comparación con todos esos casos de tráfico de drogas. Apareció una gran cantidad de licor aquí en Heimaey, y las pistas condujeron a dos casas. Cuando se produjo la erupción, la investigación iba bien encarrilada. Dadas las circunstancias, el caso fue sobreseído.

– ¿Quiénes estaban implicados? -preguntó Þóra-. Sé que uno era Kjartan, el de la oficina del puerto, pero ¿quién era el otro?

Guðni hizo un ruido especialmente fuerte en el pulgar.

– No le conoces.

Þóra mencionó el único nombre que se le ocurrió, aparte del de Paddi «Garfio», pues Guðni difícilmente podía referirse a él.

– ¿No sería Daði «Malacara»?

Guðni no pudo ocultar su asombro. Sin duda, Þóra había dado en el blanco.

– No pienso hablar contigo de nadie que no sea tu representado -respondió-. Pero puedo informarte de que ninguno de los dos siguió siendo sospechoso, pues un tercer hombre se presentó ante nosotros y lo confesó todo la mañana anterior a la erupción. Se salvó solo con el susto, porque como ya te he dicho la investigación no llegó a cerrarse.

Þóra enarcó las cejas. ¿Quién podría ser?

– ¿No sería Magnús? -preguntó, y nuevamente se dio cuenta de que había atinado en sus suposiciones.

– Te recomiendo que se lo preguntes a él -dijo Guðni con ironía-. Si no hay nada más, lo que queda es solamente preguntar si encontrasteis en el sótano alguna otra cosa que queráis entregar ahora. Lo enviaré a Reikiavik a la primera oportunidad.

– No -respondió Þóra con un tono gélido en la voz-. Nada -sonrió a Guðni mientras pensaba en las demás cosas que Bella y ella habían conseguido sacar del sótano: unos libros viejos de poesía encuadernados en piel, una brújula prehistórica de cobre y unas monedas de oro que no parecían estar acuñadas en ningún país en particular. Antes de entregar aquellos objetos, quería comprobar si eran capaces de conjurar alguna reacción coherente de Magnús, el padre de Markús. Los hilos empezaban a unirse siniestramente sobre el anciano rey de las pesquerías.

– Adolf, lo único que podría justificar tu existencia en este mundo es que empieces a respirar CO2 en lugar de oxígeno -la furia no se ocultaba en el semblante de la mujer, aunque dominaba la tristeza-. Sabes cuál es la opinión que tengo de ti, y no va a cambiar, de modo que más vale que no perdamos más tiempo haciendo teatro.

Adolf miró a la madre de su hija sin responder. Le daban ganas de soltarle algo fuerte, algo que la dejara bien chafada, pero no se le vino nada a la cabeza. Podría decirle que era un rollo y aconsejarle que pasara más tiempo delante del espejo, pero aquello le pareció demasiado suave. Algunas veces, lo mejor era no decir nada y dejar que lo dijera todo el gesto de desprecio, que se le daba bastante bien. Ni siquiera tenía que esforzarse en construirlo, parecía salir por sí mismo en cuanto ella empezaba a hablar. No habría debido abrir al ver que era ella quien llamaba a la puerta. Él no tenía coche, así que habría podido fingir que había salido y no estaba en casa. Adolf no aguantaba a aquella mujer, no soportaba que las pocas veces que hablaban intentara ineludiblemente hacer que se sintiera culpable. Si hubiera tenido la más mínima sospecha de lo que iba a pasar después de su brevísima relación de años atrás, se habría quedado en casa la noche en que se conocieron. Recordaba vagamente el nacimiento de Tinna y que el sexo con su madre no fue nada del otro mundo. Había tenido mejor sexo con tías medio inconscientes de tanto beber.