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– ¡Ni siquiera me estás escuchando! -exclamó la mujer mirándole con un gesto de desprecio-. Estoy intentando comprobar si estás dispuesto a hablar con el psiquiatra de Tinna. Él quiere hablar contigo pero tú no contestas a sus llamadas. No tienes que hacerlo por mí, si eso es lo que te molesta.

– ¿Qué demonios voy a decirle? Si a Tinna le pasa alguna tontería, será culpa tuya. Tú la criaste -Adolf se encogió de hombros para dejar bien claro lo poco que le afectaba todo aquello-. ¿Y a qué idiota se le ocurrió la brillante idea de mandarla al psiquiatra? No le pasa nada que no pueda arreglarse con una buena comida. Tú deberías darle de comer, seguramente no te vendría mal aprender a cocinar mejor. No me extrañaría lo más mínimo que ella no quiera comer la bazofia que guisas -Adolf no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus cualidades culinarias.

– Siempre he sabido que eras muy corto, pero no me había dado cuenta de que eres un cretino integral -dijo la joven, con las mejillas enrojecidas. Tenía el puño cerrado-. ¿Es que nunca has oído hablar de esa enfermedad? ¿Ni siquiera has tenido unos minutos para entrar en Internet y leer algo sobre lo que está arrastrando a tu hija a la muerte?

– Eso son estupideces -dijo Adolf, que sintió que su voz se había hecho más grave, como le pasaba siempre que se enfadaba de verdad-. Todo el mundo sabe que en Internet te quieren hacer creer que todos los niños están mal de la cabeza. Hay artículos sobre problemas de atención, sobre hiperactividad y a saber qué más, todo para que los especialistas puedan dedicarse a amasar dinero. Tinna está flaca y no come suficiente. A lo mejor es que la dejas ver demasiado la televisión y los pases de modelos.

La mujer dejó escapar un hondo suspiro.

– ¿Querrás hablar con ese hombre por el bien de tu hija o no? -se levantó del sillón y miró a su alrededor. Su gesto de desprecio superó al de Adolf-. Me permito dudar que vaya a servir de nada, y me importa un pito lo que hagas. Al menos podré ir al médico con la conciencia limpia y decirle que te he intentado convencer.

– ¿Qué se piensa que le voy a decir? -preguntó Adolf, frustrado por la ventaja que parecía llevarle la mujer. Hacía mucho tiempo que no recibía a nadie en su casa, aunque no le había dado mucha importancia. Sus amigos iban dejándose ver cada vez menos según se iba acercando el juicio. No querían que les pusieran la etiqueta de violadores. A Adolf le daba totalmente igual, aunque les comprendía. Él haría exactamente lo mismo en su lugar-. ¿Quieres un café? Tengo, si quieres.

Ella le miró extrañada.

– No. No, gracias -se echó el bolso al hombro y desplazó el peso de su delgado cuerpo a la otra pierna-. ¿Vas a hablar con él? -repitió.

Adolf se encogió de hombros, apartó la mirada de la mujer y la fijó en la mesita del tresillo.

– Si supiera de qué quiere hablar, entonces estaría dispuesto a hacerlo. Pero no acabo de comprender para qué va a servir.

– No tengo ni idea de lo que quiere hablar contigo -dijo la mujer; el cansancio se percibía claramente en su voz-. Si lo que te preocupa es que se ponga a psicoanalizarte, puedes estar tranquilo. Que yo sepa, lo único que está intentando hacer es completar la anamnesis.

– ¿La qué? -preguntó Adolf, que no comprendió el término. De pronto le vinieron deseos de ceder y decir que sí…, que se pondría en contacto con el médico ese. Pero no quería. No entendía para qué podía servir aquello y le desagradaban los psiquiatras, los psicólogos y toda esa panda. Esos especialistas le sacaban de quicio sin motivo alguno, y se sentía mal en su presencia.

Ella le miró, evidentemente con muchas ganas de marcharse. Adolf se dio cuenta enseguida de sus intenciones, quería que él dijese que no y que no fuera. Así podría seguir haciéndose la víctima, la pobrecita madre soltera con una hija enferma que no encontraba apoyo ni comprensión en aquel padre irresponsable. La mujer carraspeó incómoda, como si se hubiera dado cuenta de que él había conseguido adivinar sus verdaderas intenciones. O a lo mejor lo que veía en los ojos de ella no era sino cansancio y rendición inminente.

– La anamnesis, una historia de la salud de Tinna, cómo era antes de caer en las garras de la enfermedad. Por si te sirve, yo he hablado con ese hombre más de una vez y es de lo más normal; hablar con él no resulta nada desagradable. Creen que Tinna está más enferma de lo que pensaban al principio…, que en el fondo tiene una enfermedad mental más seria -miró a Adolf por un momento y cerró la cremallera de su chaquetón barato, que no le sentaba demasiado bien-. Médicos como él te podrían responder tus preguntas sobre la anorexia y las demás enfermedades, si tienes algo que preguntar. Te puede ser de gran ayuda.

Adolf asintió mientras reflexionaba sobre la mejor forma de responder. No creía en absoluto en la anorexia, y mucho menos en esas otras enfermedades nuevas. Miró a la madre de su hija, que estaba tan delgada y con el rostro tan consumido que parecía mucho mayor de lo que era. Nadie decía que ella estuviera enferma. Tinna, sencillamente, había heredado la complexión de su madre, y encima era de lo más impresionable. En la prensa salían muchos artículos sobre el influjo de la delgadez de muchas modelos y actrices sobre las niñas, y Tinna estaba bajo la influencia de esas imágenes. Cuando creciera se daría cuenta de lo que pasaba y todo se arreglaría.

– Yo no tengo nada que preguntar sobre esa enfermedad -dijo. No pensaba decir «enfermedad» de ninguna de las maneras, pero lo hizo.

– Está enferma -dijo la mujer, abatida-. Eres un imbécil, Adolf. Un imbécil de marca mayor, por si no lo sabes.

Aquello le puso furioso. Esa mujer, siempre igual. Para ella nada era nunca lo bastante bueno, nada le parecía bien, todo la molestaba. Él era un imbécil y ella un ángel con forma humana.

– A lo mejor eres tú la imbécil por dejar a mi hija en manos de los médicos sin ningún motivo. La imbécil eres tú, no yo.

Ella se quedó mirándole durante un buen rato. Por un instante, Adolf creyó que la joven se iba a echar a llorar, pero en vez de eso sacudió la cabeza en una especie de gesto de rendición y le hizo un débil saludo de despedida con la mano.

– Me voy -se dio media vuelta y se marchó sin volverse a mirarle.

Adolf se levantó y la siguió. La última palabra la había pronunciado él, y sin embargo no se sentía vencedor. Eso era intolerable, necesitaba todas las pequeñas victorias posibles hasta el juicio si quería aguantarlo sin derrumbarse.

– ¿Así que reconoces que eres una imbécil? -le dijo a la mujer, que en ese momento se acercaba tranquilamente a la puerta de la calle. Adolf habría preferido que caminara más deprisa, eso demostraría su superioridad sobre ella.

Ella se detuvo en seco, pero no se volvió. Su voz era fría.

– Adolf -dijo-, tu hija está en estos momentos en una planta cerrada y vigilada después de hacerse daño ella misma de tal forma que no se puede estar tranquilo si se la deja sola. Si pudieras hablar con el médico, sería estupendo; si no, pues vale. Se llama Ferdinand. A lo mejor tú puedes decirle quién es esa Alda de la que Tinna no para de hablar. Yo no conozco a nadie que se llame así, e imagino que será una de tus amigas.

– ¿Qué sabe ella de Alda? -preguntó Adolf, sin reconocer su propia voz-. No tiene por qué saber nada de Alda.

– Yo no tengo la menor idea de quién es esa mujer -respondió cansinamente la madre de su hija-. De modo que si Tinna la conoce, tiene que ser por ti. La tiene fija en la cabeza y no para de decir que ella sabe quién estuvo en su casa -luego se volvió y le miró-. Supongo que se referirá a ti, pero está con tanta medicación que no consigo entenderla -la mujer se volvió y cogió el pomo de la puerta de la calle.