– Cómo no, claro que lo será -dijo Hjalti; en la voz se podía apreciar una rabia más propia de un niño que de un joven-. Le torturarán para que confiese -añadió.
– No podemos pensar que la policía vaya a hacer semejante cosa -dijo Þóra con tanta tranquilidad como pudo. Había empezado a conocer bien a los niños, pues en su casa los tenía de todas las formas y tamaños. El muchacho tenía que oír a un adulto decirle que todo iría bien. Que su padre quedaría libre enseguida, que estaría con él como siempre, y que le compraría un apartamento en Heimaey, como habían decidido-. Estos casos son tremendamente difíciles hasta que se solucionan, y no es raro que en medio del remolino haya alguien que no merece estar ahí. Es lo que está pasando con tu padre. Si no ha matado a ninguna de esas personas, no le condenarán. Yo me encargo de ello -iba a añadir algo como que siempre se descubría la verdad, pero el muchacho la interrumpió antes de que pudiera decirlo.
– Y si alguien no ha cometido el crimen y se ha limitado a ayudar al asesino, ¿qué pasa entonces? -preguntó el muchacho, hablando con rapidez.
Þóra sabía que ese alguien era el padre del muchacho, que se había dado cuenta de que era posible que su padre tuviese alguna relación con el asesino o los asesinos. No era tan tonto el chico, aunque se hubiera puesto muy nervioso.
– En mi opinión, nada indica que tu padre haya hecho nada que pudiera convertirle en culpable. Puede haber ayudado al asesino sin saberlo, pero eso no es punible -confiaba en que no fuera a preguntarle a qué se refería, pues Þóra no tenía ganas de hablar con el chico de la caja y la cabeza humana.
– Vale -dijo Hjalti, aún con dolor en la voz-. A lo mejor voy mañana a las dos. ¿Está bien?
– No creo que puedas ver a tu padre, si eso es lo que quieres -dijo Þóra-. Pero puedes ir y esperar fuera, si lo prefieres. Luego puedo verte y decirte cómo ha ido todo, si eso te hace sentirte mejor.
El chico dijo que así lo haría, aunque a Þóra no le apetecía nada la idea, y se despidieron.
Sonó el teléfono, era Bella.
– Ya he encontrado el tattoo -dijo-. Creo que lo mejor será que vengas y lo veas tú misma.
La prohibición de fumar, recientemente entrada en vigor, no se aplicaba en aquel salón de tatuajes. Bella exhaló una densa columna de humo en dirección a Þóra. El extraño propietario del salón tenía también un cigarrillo encendido entre los labios, de modo que Þóra optó por no recriminar a Bella y se limitó a entornar los ojos. Se preguntaba qué estaba haciendo allí; a fin de cuentas, Markús estaba ya libre de sospecha en lo relativo al crimen de Alda, y el tatuaje Love Sex no tenía ninguna relación con los cadáveres del sótano. Pero no quería menospreciar la investigación de Bella sobre el origen del tatuaje, e intentó aparentar que era un gran avance.
– ¿De modo que te parece improbable que otras personas se hayan hecho ese tatuaje? -preguntó Þóra.
– Sería una casualidad que te cagas -dijo el hombre sin quitarse el cigarrillo de la comisura de los labios. Dio una calada y dejó salir el humo sin tocarlo. Habida cuenta del éxito de Bella con los hombres en Heimaey, Þóra pensó un instante si habrían estado liados los dos-. Esa chica pidió dos tattoos de la carpeta -levantó un pie hacia una ajada carpeta negra que había en la mesa del sofá, delante de Þóra. La negra bota militar la empujó sobre la mesa.
Þóra sonrió cortésmente y se agachó para coger la carpeta.
– ¿Cómo es que te acuerdas tan bien? -preguntó, mirando a su alrededor. Todas las paredes estaban cubiertas de dibujos y fotografía de tatuajes-. Parece que haces un montón de estas cosas. No creo que puedas acordarte de todas -ciertamente era imaginable que aquel hombre fuera una versión contemporánea de los campesinos de otros tiempos, que, según se decía, reconocían todas las marcas del ganado lanar del país.
– Bueeeno -dijo el hombre, cruzando sus musculosos brazos. Al entrar en el pequeño y destartalado salón de tatuaje, Þóra creyó al principio que, bajo su chaleco de cuero, el hombre llevaba una extraña camiseta multicolor ceñida al cuerpo. Se equivocaba. Los brazos estaban cubiertos de imágenes de colores desde la muñeca hasta el hombro; tigres y plantas de la jungla se agitaban como movidos por el viento cuando tensaba los músculos-. En realidad, me acuerdo de muchos. Sobre todo de los más guapos, pero también de los más puñeteros.
Þóra carraspeó.
– Y ese, ¿a qué grupo pertenece? -preguntó señalando la fotocopia del tatuaje Love Sex que Bella había tomado prestada.
El hombre miró a Þóra con desprecio.
– Eso es una pasada, tía.
Þóra quería estar a buenas con aquel hombre, de modo que prefirió no malgastar palabras para corregir su expresión: ella no era su tía.
– ¿Y te acuerdas aunque hayan pasado seis meses desde que lo grabaste? -preguntó, sin saber con seguridad el verbo que se utilizaba para los tatuajes-. No veo ninguna foto de ese tatuaje en las paredes -añadió finalmente, aunque fuera imposible excluir que hubiera una foto de ese tatuaje concreto metida en algún sitio.
– Yo no me dedico a colgar esas cosas en las paredes, igual que no lo hago con los cientos de maripositas que se han ido poniendo las chicas en todos estos años -dijo el hombre, encogiendo los labios en una expresión de asco por las mariposas y otras gilipolleces semejantes-. Si tuviera que decir qué me parece más pasado, si las maripositas o esa barbaridad, te diría que el tattoo de Love Sex. Es lo más fuerte que he hecho nunca. Esa chica está majara, no tiene nada en el coco.
Þóra sonrió para sí, pues ella se había hecho el mismo juicio sobre él un poco antes.
– ¿Te explicó por qué se lo quería poner, lo que significaba?
– No -dijo el hombre-. Tampoco se lo pregunté. Intenté quitarle esa idea de la cabeza, pero ella no me hizo ni puto caso. Y eso que perdí el tiempo enseñándole otras estampas mucho más guapas, pero fue como echarle maripositas a un cerdo.
Þóra estuvo a punto de explicarle que lo que no hay que echar a los cerdos son margaritas, no maripositas, pero se contuvo.
– ¿Vino por aquí una mujer llamada Alda Þorgeirsdóttir a pedirte la misma información? -preguntó en vez de corregirle-. Era enfermera.
El hombre asintió con la cabeza.
– Como ya le dije a esta… -señaló a Bella-, es fuerte que varias personas quieran hablar conmigo de esa barbaridad. No ha habido las mismas reacciones que por los tattoos de los que estoy realmente orgulloso. Si queréis que os lo haga a vosotras, la respuesta es no.
– ¿Alda también quería hacerse el mismo tatuaje? -preguntó Þóra, muy extrañada.
– No -respondió el hombre con una sonrisa. Se vio un destello en sus grandes dientes, amarillentos por el tabaco-. La otra tía quería saber si el tattoo se había hecho aquí y en cuanto le dije que sí se empeñó en saber cuándo.
– ¿Y pudiste proporcionarle esa información? -preguntó Þóra.
– Sí, claro -respondió el hombre-. Tengo un fichero con esas cosas, así que lo miré. La tía estaba tan interesada que no pude decirle que no. Me contó que estaba haciendo una investigación para el servicio de urgencias, y que este asunto tenía su importancia -el hombre apagó el cigarrillo, que estaba quemado ya hasta el filtro-. Añadió que la investigación esa no tenía nada que ver conmigo ni con mi trabajo, aunque era lo lógico, pues yo tengo mucho cuidado con todo lo de la higiene.
– Te creo -dijo Þóra, prefiriendo no mirar las manchas que adornaban el chaleco de cuero negro-. ¿Hace mucho tiempo que llamó?
– No, no tanto -respondió el hombre-. Unas pocas semanas, quizá dos meses, como mucho. Dijo que antes había estado buscando el origen del tattoo por otros sitios porque no sabía de la existencia de mi estudio; es que no salgo en las páginas amarillas. Hacía poco que le había hablado de mí un chico que quería que le quitasen un tattoo que le había hecho yo -volvió a encoger la nariz-. Menudo idiota.