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– Tal vez puedas darnos también a nosotras esa misma información -sugirió Þóra-. Tampoco nosotras la utilizaremos en contra tuya.

– Dejadme mirar un momento cuándo se hizo el tattoo -dijo el hombre con una sonrisa-. Por lo demás, a mí me es igual. Bueno, si lo encuentro rápido; acabo de cerrar y me gustaría irme a casa.

Lo mismo podía decirse de Þóra.

Capítulo 33

Lunes, 23 de julio de 2007

Sóley se había quedado dormida en el regazo de su madre. Þóra acarició el pelo de su hija mientras cogía el mando a distancia y apagaba el televisor. El programa que había dormido a la pequeña iba encaminando también a Þóra hacia el mundo de los sueños. Bostezó, colocó un cojín debajo de la cabeza de la niña y la arropó. Sóley murmuró algo, pero no se despertó. Þóra cogió los documentos que se había llevado de la oficina. Después de volver del salón de tatuajes, Þóra preparó a toda prisa algo para la cena: puso agua a hervir y echó pasta precocinada. Su hijo Gylfi desapareció después de la cena, se fue a casa de la madre de su hijo, donde pensaba pasar el resto de la tarde con ella y Orri. Þóra y Sóley se quedaron solas. Se instalaron en el sofá cuando Sóley terminó sus deberes, pero los programas de la televisión eran tan interesantes que la niña se durmió en la primera parte de la velada.

Þóra se instaló en un sillón al lado del sofá y miró la primera página, en la que figuraba el nombre de la chica que había echado a perder las artes del tatuador: Halldóra Dögg Einarsdóttir, 26 de febrero de 2007. Ese era el día en que fue allí la muchacha para hacerse el tatuaje, según el dueño del salón. Aquello no le decía nada a Þóra, de modo que buscó a la chica en el censo. Había nacido en 1982, así que tenía veinticinco años de edad cuando fue al salón. Su nombre le resultaba familiar, por lo que Þóra la buscó en Internet, pero no encontró nada.

– ¿Qué interés podía tener Alda por aquella chica?

Þóra imaginó que sería por el tatuaje en sí. Bien podría tratarse de algo de su trabajo en la clínica de estética, o motivos personales que Þóra fue incapaz de adivinar, por mucho que lo intentó. Tampoco se imaginaba la relación que podía tener aquella chica con el asesinato de Alda, aunque algo le decía que tal conexión existía. Naturalmente, había una vía fácil de averiguarlo, y de saber si la chica y Alda se conocían. A lo mejor resultaba que era ella la persona que Þóra había estado intentando localizar por activa y por pasiva: la persona a la que Alda había confiado el secreto de la caja con la cabeza. Þóra miró su reloj y vio que eran las nueve y media, y que no era demasiado tarde para una llamada telefónica. Buscó el número en la guía telefónica y marcó.

– ¡Diga! -la voz era juvenil, aunque en realidad de una forma un tanto forzada, como si la muchacha intentara parecer una niña.

– Hola. ¿Halldóra Dögg Einarsdóttir? -preguntó Þóra.

– Soy yo -la voz seguía siendo desagradablemente parecida a la de una niña.

Þóra se presentó y preguntó si podía hacerle unas cuantas preguntas, porque su nombre había salido a relucir en un caso relativo a un cliente de ella.

No se oyó nada al otro lado, pero cuando la muchacha volvió a hablar, la voz sonaba mucho más adulta.

– ¿De qué caso se trata? -preguntó; toda la alegría de su voz había desaparecido.

– Un caso criminal -respondió Þóra-. Como te digo, tu nombre ha aparecido en relación con él, y querría tener la ocasión de hacerte unas preguntas que espero puedan explicar tu conexión con la persona asesinada.

– ¿A quién han asesinado? -preguntó la muchacha. El asombro era manifiesto. Y añadió, un poco nerviosa-: Yo no he matado a nadie.

– Perdona si no me he expresado con claridad -dijo Þóra-. Tú no eres sospechosa, y además yo no trabajo para la policía. Sencillamente, estoy intentando excluir que tú tengas cualquier clase de conexión con este caso. Sería totalmente absurdo insinuar que estés involucrada de cualquier modo en un crimen.

– ¿Has dicho que eres abogada? -preguntó la chica, cuya voz sonaba todavía cautelosa-. ¿Trabajas para Adolf? -su voz terminó en un grito.

– No, qué va -dijo Þóra, sin saber si debía decir que conocía el nombre o no. Prefirió no correr riesgos-. El hombre para el que trabajo se llama Markús.

– No conozco a ningún Markús -dijo la muchacha, molesta-. ¿Estás segura de que no trabajas para Adolf?

– Completamente -dijo Þóra. Decidió entrar directamente en el asunto que la había hecho llamar-. ¿Conocías a una mujer llamada Alda Þorgeirsdóttir? -le respondió un largo silencio acompañado de la pesada respiración de la muchacha, y Þóra optó por repetir la pregunta para asegurarse de que la chica la había comprendido bien. La chica tomó aire con tanta fuerza que se la oyó perfectamente inspirar. Luego respondió, y era evidente que la pregunta la había afectado:

– ¿Cómo te atreves a mentirme? Los abogados no pueden mentir.

Þóra no comprendió la retahíla de reproches que siguió a estas palabras.

– ¿No sería más fácil responder simplemente sí o no? -preguntó Þóra-. No te he mentido, si eso es lo que piensas.

– Claro que trabajas para Adolf-soltó la muchacha-. Lo sabía -añadió con tono victorioso-. Te voy a denunciar.

– ¿Denunciarme? -preguntó Þóra, extrañada-. Creo que aquí hay una confusión -no quería que la chica pensara que temía sus amenazas-. Lo único que intento saber es si conocías a Alda Þorgeirsdóttir o si oíste mencionar su nombre alguna vez.

Pasó un breve rato hasta que la muchacha respondió. Þóra supuso que estaría pensando si era mejor decir que sí o que no, o simplemente colgar. Evidentemente, aquel nombre había hecho sonar una campanita.

– Sé quién es -dijo la chica, de pronto al borde de las lágrimas.

– ¿Puedes decirme cuándo o cómo la conociste u oíste hablar de ella? -preguntó Þóra, contenta de haber encontrado por fin una salida para aquella extraña conversación.

– No -respondió la muchacha-. No quiero hablar de eso.

Þóra se quedó atónita. Pero ¿a qué venía eso?

– ¿Tuvo algo que ver con tu tatuaje Love Sex?

Volvió a responderle el silencio. Y la chica colgó el teléfono.

Þóra dejó a un lado el grueso montón de documentos. Estaba ya hasta la coronilla de lo que parecía una enumeración infinita de todos los objetos posibles e imposibles encontrados en las casas excavadas en Heimaey. Aún no había conseguido identificar nada que pudiera tener importancia para el caso de Markús, con la excepción de un gran número de botellas de vidrio rotas encontradas en las casas de Kjartan y Daði, en el garaje del primero y en el trastero del segundo. Þóra imaginó que seguramente habrían estado intentando borrar las huellas del contrabando de alcohol en un momento de nerviosismo, al ver que el cerco de la policía se iba cerrando sobre ellos. La lista no incluía la casa de Markús, pues todavía tenían que vaciarla, pero Þóra no había visto allí botellas ni rotas ni enteras. Eso no significaba nada, las botellas podían haberlas escondido en las partes de la casa que aún no había visto. Pero lo dudaba mucho. Kjartan pareció muy convincente cuando le aseguró que Magnús no estaba involucrado en ese asunto. Sintió una punzada de dolor en los hombros. Tuvo que levantarse y estirarse.

Þóra paseó por el salón moviendo los brazos en arco para activar la circulación sanguínea. Claro que no sabía si aquello funcionaría, pero esperaba que pudiera servir de algo. Lo que es indudable es que era aburridísimo y agotador. Volvió a sentarse y cogió un papel que había en la mesa del sofá. En él había escrito el nombre y el número de teléfono de la abogada del caso de violación de Adolf. El juicio estaba a la vuelta de la esquina, y Þóra había entrado en la página de acceso restringido del Tribunal de Distrito de Reikiavik para buscar el nombre del abogado. Lo había hecho con la esperanza de conocerle para poder averiguar algo sobre la posible relación entre el asesinato de Alda y la violación. Aunque Markús ya no parecía sospechoso del asesinato de su amor de juventud, había algo que le decía a Þóra que ambos casos estaban relacionados. Afortunadamente, reconoció el nombre de la abogada, habían estado en el mismo curso en la Facultad de Derecho. A cambio, estaba resultando muy complicado hablar con ella, porque cada vez que llamaba estaba comunicando. Había empezado a creer que el número no era correcto, pero decidió hacer un último intento antes de que se hiciera demasiado tarde.