Svala le interrumpió, fuera porque le superaba la total falta de sentimientos de Adolf o porque quería terminar ya la reunión:
– El caso es que la chica empezó a sangrar una barbaridad, y ese fue el motivo por el que acudió a urgencias, en principio. Allí descubrieron a qué se debía la hemorragia, ella sumó dos y dos y denunció a Adolf. Una vez que se descubre lo sucedido con el anticonceptivo, es cuando dice que la han violado.
– Me llamó desde el hospital mientras esperaba al médico o a no sé quién -dijo Adolf de pronto-. Me preguntó si le había hecho eso y que a qué venía, porque ya éramos pareja. Que habría sido mejor no hacerlo. Se puso como una loca y dijo que yo tendría que pagar por haberle hecho eso. Luego, en cuanto le colgué el teléfono, se puso a gritar que la habían violado. Muy típico de esa gilipollas.
Svala carraspeó.
– Eso no me lo habías contado -dijo-. No sería difícil demostrar que se hizo esa llamada.
– Yo no la violé. Tengo entendido que es una obligación legal considerarte inocente a menos que se demuestre tu culpabilidad. Yo no hice nada malo -Adolf miró a la una y después a la otra; en sus ojos brillaba la convicción del tonto-. Preferiría no tener que admitir lo de los medicamentos. Eso hará polvo mi reputación en el mercado.
Þóra imaginó que las mercancías de ese mercado serían mujeres jóvenes. Todos los sentimientos que aquel hombre había despertado en ella antes de abrir la boca se habían enfriado ya hacía rato. Se sintió feliz de no dedicarse ya a la vida social y de que faltaran muchos años hasta que su hija Sóley empezara a salir de marcha. Ya había oído suficiente sobre las relaciones de Adolf con Halldóra Dógg.
– Sostienes que Halldóra Dögg no conocía a Alda -dijo-, pero aún no me has respondido a la pregunta de si Alda se había percatado de que conocía a tus padres. ¿Se dio cuenta por las llamadas telefónicas?
Adolf enseñó los dientes. A Þóra le recordó desagradablemente a un tigre.
– No he dicho que no conociera a Alda, sabía quién era esa mujer; pero no era Halldóra la que convenció a Alda de que me llamara. Recuerdo que Halldóra dijo que Alda era una especie de consejera de apoyo suya, o algo así-se encogió de hombros-. En lo que respecta a mis padres, recordarás que mientras pasaba todo eso yo tenía un pleito con el hospital que asesinó a mi madre.
Þóra frunció el ceño, «asesinar» era una expresión demasiado fuerte para referirse a un error.
– Lo recuerdo.
– En efecto, su madre falleció porque le administraron una dosis muy elevada de penicilina, pese a que era alérgica al antibiótico -interrumpió Svala-. En estos momentos estoy cerrando un acuerdo con el hospital para compensar a Adolf por el error.
Þóra sabía todo eso, más o menos.
– Me doy perfecta cuenta de que pusiste un pleito contra el hospital -dijo Þóra-, de modo que puedes seguir hablándome de Alda.
– La cuestión era, naturalmente, que yo no quería que pasase nada que me complicara las perspectivas de una compensación, por eso no me gustó ni pizca lo que me soltó Alda -dijo Adolf-. Después de la primera llamada telefónica me pareció que se iba a rendir de todos modos, así que dejé de pensar en ello. Pero luego volvió a llamar, un par de meses después, y aunque tenía otro tono, en el fondo era la misma serie de reproches que yo no tenía ganas de oír. Por eso le colgué el teléfono y dejé de contestar, aunque dijo que tenía una información que podía ayudarme y no hacía más que disculparse por haberme considerado culpable equivocadamente -Adolf entornó los ojos-. Una vez cedí, después de no sé qué rollos, y le dije que nos veríamos en un café, y ya no hubo más. No tengo ni idea de si ella fue.
– ¿Eso pasó poco antes de que la asesinaran? -preguntó Þóra.
– Sí. Más o menos -respondió Adolf misterioso-. En realidad la vi unos días antes de su muerte. Vino a mi casa para comunicarme esa maravillosa noticia suya. La dejé hablar pero me harté y la eché. No volvió a llamar, de modo que pensé que por fin había conseguido que le entrara en la cabeza que no tenía ningunas ganas de hablar con ella. Luego vi la noticia de su muerte en los periódicos, unos días después -sonrió con perversidad-. Lo cierto es que las llamadas telefónicas cesaron.
– ¿Fuiste alguna vez a casa de Alda? -preguntó Svala, muy preocupada. Luego, se apresuró a añadir-: No digas nada si fue así.
– No, nunca he ido a su casa, y no tengo ni idea de dónde vive -dijo Adolf.
– Vivía -le corrigió Þóra-. Ha muerto, como todos sabemos -respiró hondo antes de proseguir. Ojalá todas aquellas barbaridades condujesen a algo racional, aparte de darle una lección práctica sobre la psicología de los solteros egoístas-. ¿Por qué tenía Alda tanto interés en ti y en este caso? -preguntó-. ¿Era por tus padres?
Adolf le sonrió. Era como si de pronto se hubiera dado cuenta de que aún disponía de información que Þóra necesitaba. Parecía decidido a hacérsela pagar bien.
– Tienes suerte -le dijo, mirándola fijamente-, no te estaría contando esto si Alda hubiera muerto sin bienes.
– Entonces es una verdadera suerte que no fuera así -dijo Þóra sin que se le contagiara su sonrisa-. ¿Has decidido contármelo o no? -no tenía intención ninguna de perseguir a aquel hombre. La policía sería perfectamente capaz de estrujarle para que contara lo que tuviera que contar si necesitaban esa información.
Las comisuras de la boca de Adolf descendieron.
– Naturalmente, yo no sé de eso nada más que lo que me dijo ella misma -respondió con sequedad-. A lo mejor no es más que una estúpida invención.
– Dejemos que sean otros quienes juzguen eso -dijo Svala-. Cuéntale lo que afirmaba Alda -añadió.
– Vale -dijo Adolf, y movió su silla para ponerse de frente a Þóra-. Dijo que era mi madre -cambió de posición-. Que yo no era quien creía ser -añadió con indiferencia-. Si eso es cierto, yo soy su heredero, de manera que me da más o menos igual cuál de las dos fuera realmente mi madre. Más todavía, voy a heredar a las dos -miró a Svala de soslayo-. Salgo ganando en cualquier caso -dijo con una sonrisa estúpida.
Þóra clavó los ojos en la oscura complexión del hombre y llevó a su memoria la foto de Alda, más rubia y con rasgos más claros. Era difícil imaginar dos personas más diferentes. ¿Se había vuelto loca Alda? No tenía hijos. Además, en el informe de la autopsia se explicaba que no había dado a luz. Þóra no sabía a qué carta atenerse. ¿Podía ser que Alda hubiera donado un óvulo a Valgerður y que Adolf fuera un niño probeta? Þóra no recordaba cuándo comenzó a utilizarse esa técnica, pero le pareció absurdo pensar que en esa época estuviera ni siquiera en fase experimental. Y si resultaba que Alda era la madre de aquel hombre, ¿quién podría ser el padre? ¿Markús? ¿Y dónde estaba el hijo de Valgerður Bjólfsdóttir si no era él?
Capítulo 35
Martes, 24 de julio de 2007
Adolf había nacido el 27 de octubre de 1973. Era fácil calcular que fue concebido en algún momento en torno a la erupción de enero. Pero ¿cómo se le había ocurrido a Alda decir que era su madre? Al terminar la reunión con Svala y Adolf, Þóra llamó inmediatamente a Litla-Hraun con la esperanza de que Markús pudiera explicarle algo sobre el origen de Adolf. Cuando le contó la historia, Þóra no logró entender el sentido de su respuesta. Markús negó que existiera la más mínima posibilidad de tal cosa, aunque reconoció que Alda estuvo desaparecida aproximadamente el tiempo que habría correspondido a la gestación, algo más, porque no se la vio durante un año aproximadamente. Se mostró escandalizado por «esos chismorreos» y preguntó a quién se le había ocurrido que Alda se lo habría mantenido en secreto a él. Þóra no estaba igual de convencida, y sabía que por lo menos había una persona que tenía que conocer la verdad del asunto: la madre de Alda. De modo que se apresuró a terminar la llamada con Markús, aunque no sin asegurarle que se verían antes del comienzo de la vista en el tribunal para decidir sobre la prórroga de la prisión provisional. Þóra añadió que pensaba que todo parecía indicar que la decisión sería a favor suyo. Markús estaba claramente nervioso y con ganas de seguir hablando, pero finalmente Þóra consiguió tranquilizarle y terminar la conversación.