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– Tal vez recuperó la razón cuando Gabriella se fue -dijo Havers a Lynley-. La casa es de la señora Whitelaw. Pese a su furia, no quería ensuciarla.

Era una posibilidad, admitió Lynley. Preguntó si habían encontrado colillas de cigarrillos en la basura, y refirió la afirmación de Gabriella Patten, en el sentido de que ya no fumaba. Ardery lo confirmó. No había colillas, ni cerillas quemadas. Lynley se acercó a una mesa de pino encajada en un rincón de la chimenea. Debajo había una cesta de mimbre para animales. Se agachó para examinarla y arrancó del almohadón algunas hebras de pelo.

– Gabriella Patten afirma que los gatos estaban dentro cuando ella se marchó -dijo-. Supongo que en esta cesta.

– Bueno, saldrían de alguna manera, ¿verdad? -repuso Ardery.

Lynley cruzó el comedor y se adentró en el corto pasillo que conducía a la sala de estar. Examinó la puerta. En palabras de Gabriella, Fleming había irrumpido por la fuerza en la sala de estar, donde ella se había refugiado para escapar a su ira. Si la descripción era exacta, habría pruebas que la apoyaran.

Como el resto de la casa, la puerta estaba pintada de blanco, si bien como el resto de la casa, soportaba ahora una pátina de hollín. Lynley lo sacudió a la altura del hombro. Hizo lo mismo alrededor del pomo. No vio huellas de violencia.

Ardery y Havers se acercaron a su lado.

– Tenemos una muestra de casi todas las huellas dactilares, inspector -dijo Ardery, con una aparente demostración de paciencia, mientras Havers iba a la chimenea en busca del atizador que Gabriella había cogido. Había una colección de utensilios, un atizador que colgaba de un pedestal, junto con una escobilla, una pala en miniatura y tenazas.

– ¿Han buscado huellas en estos utensilios tambien? -preguntó.

– Hemos buscado huellas en todas partes, sargento. Creo que la información que busca está en el informe que he traído.

Lynley cerró la puerta de la sala de estar para examinar el otro lado. Utilizó su pañuelo para limpiar el hollín.

– Ah, aquí está, sargento -dijo, y Havers se acercó.

Debajo del pomo, una línea delgada y estriada, de unos veinte centímetros de longitud, se destacaba en la madera blanca. Lynley la recorrió con los dedos, y luego se volvió hacia la sala.

– Dijo que utilizó una silla -recordó Havers, y la examinaron los dos juntos.

La silla en cuestión era otra de las mecedoras de la señora Whitelaw, tapizada de terciopelo verde botella y colocada bajo el aparador de un rincón. Havers la apartó de la pared. Lynley vio de inmediato la marca irregular blanca que se destacaba contra la madera de nogal más oscura, paralela a la parte superior de la silla y que descendía por ambos costados. Colocó la mecedora bajo el pomo de la puerta. La marca blanca coincidía con la línea estriada.

– Confirmado -dijo.

La inspectora Ardery se quedó junto a la chimenea.

– Inspector -dijo-, si me hubiera dicho lo que estaba buscando, mi policía científica le habría ahorrado el viaje.

Lynley se agachó para examinar la alfombra en las cercanías de la puerta. Descubrió un diminuto desgarrón que coincidía con la dirección en que la mecedora se habría desplazado si alguien la hubiera apartado con violencia del pomo bajo el cual estaba apoyada. Confirmación adicional, pensó. Al menos en parte, Gabrie11a Patten había dicho la verdad.

– Inspector Lynley -repitió Ardery.

Lynley se levantó. Cada milímetro del cuerpo de Ardery comunicaba agravio. Habían llegado sin problemas a un acuerdo: ella se encargaría de Kent, él se encargaría de Londres. Se reunirían intelectualmente, y también físicamente, en caso necesario, en algún punto intermedio. Sin embargo, descubrir la verdad sobre la muerte de Fleming no era tan sencillo, y ambos lo sabían. La naturaleza de la investigación iba a exigir que uno de los dos se convirtiera en subordinado, y Lynley comprendió que a la inspectora no le gustaba la idea de que la subordinación recayera en ella.

– Sargento, ¿nos disculpa un momento? -dijo Lynley.

– De acuerdo -dijo Havers, y desapareció en dirección a la cocina. Lynley oyó que la puerta de fuera se cerraba cuando Havers salió de la casa.

– Se está pasando, inspector Lynley -dijo Ardery-. Ayer. Hoy. No me gusta. Tengo información para usted. Tengo los informes. Tengo al laboratorio trabajando las veinticuatro horas. ¿Qué más quiere?

– Lo siento. No era mi intención presionar.

– Lo siento funcionó ayer. Esta tarde no sirve. Tiene la intención de presionar. Pretende seguir presionando. Quiero saber por qué.

Lynley pensó por un momento en tranquilizarla. No debía ser fácil para ella ejercer su profesión en un terreno dominado por hombres, que debían cuestionar todos sus movimientos y dudar de todas sus opiniones e informes. Sin embargo, aplacarla ahora parecería condescendiente. Sabía que no se habría molestado si Ardery hubiera sido un hombre. Desde su punto de vista, el hecho de que no lo fuera no debía inmiscuirse en la discusión.

– La cuestión no estriba en quién actúa o investiga. La cuestión es encontrar a dn asesino. Estamos de acuerdo, ¿verdad?

– No me venga con paternalismos. Estuvimos de acuerdo en una clara delimitación de las responsabilidades. Yo he cumplido mi parte del trato. ¿Qué ha pasado con la suya?

– No estamos hablando de un contrato, inspectora. Nuestros límites preestablecidos no son tan claros como a usted le gustaría. Hemos de trabajar juntos, o no llegaremos a nada.

– En ese caso, tal vez hará falta que vuelva a definir lo que significa trabajar juntos, pues por lo que he visto hasta el momento yo estoy trabajando para usted, a su capricho e instancias. Y si la situación va a continuar así, prefiero que lo aclare ahora mismo, para que yo pueda decidir los pasos a dar y dejarle todo el espacio que al parecer necesita.

– Lo que necesito es su experiencia, inspectora Ardery.

– Me cuesta creerlo.

– Y no me beneficiaré de ella si solicita que la aparten del caso.

– Yo no he dicho…

– Ambos sabemos que la amenaza era implícita. -No añadió el otro adjetivo, «poco profesional». Nunca le gustaba que la expresión surgiera a colación cuando un oficial entraba en conflicto con otro-. Todos trabajamos de maneras diferentes. Todos hemos de adaptarnos al estilo del otro. El mío consiste en investigar toda la información a mano. No me gusta herir los sentimientos de los demás cuando lo hago, pero a veces sucede. No es que considere inútiles a mis colegas. Es que he aprendido a confiar en mi instinto.

– Más que en el de los demás, por lo visto.

– Sí, pero si me equivoco, solo he de culparme a mí, y solo he de solucionar mi error.

– Entiendo. Muy conveniente.

– ¿Qué?

– Cómo ha solventado sus compromisos profesionales. Sus colegas se adaptan a usted. Usted no se adapta a ellos.

– Yo no diría eso, inspectora.

– No hace falta, inspector. Lo ha dejado muy claro. Investigará la información como a usted le parezca bien. Yo he de proporcionarla cuando y si coincide con sus necesidades.

– Eso es afirmar que su papel carece de importancia. No lo creo. ¿Y usted?

– Además -continuó Ardery, como si Lynley no hubiera hablado-, debo callar mis opiniones y protestas, haga lo que haga usted. Y si lo que hace exige que yo esté a su absoluta disposición, debo aceptarlo, aplaudirlo y mantener la boca cerrada como una buena mujercita, sin duda.

– No se trata de un problema de discriminación sexual, sino de abordaje. La he secuestrado de su domingo por la tarde para atender a mis necesidades, y me disculpo por eso, pero estamos empezando a reunir cierta información que podría esclarecer el caso, y me gustaría investigarla mientras pueda. El que haya elegido investigarla personalmente no tiene nada que ver con usted. No es una declaración sobre su competencia. Si acaso, es una declaración sobre la mía. He ofendido cuando no era mi intención. Me gustaría que lo olvidáramos y procediéramos a echar un vistazo a lo que ha reunido desde ayer. Si me lo permite.